Retorno al pueblo. Grada 111. Félix Pinero

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Algunos esperan el fin de semana para descansar; otros, para hacer deporte; viajar, pasear por el campo… Nos impulsa su llamada, como a algunos les llama el retorno al pueblo, o la casita en el campo. Allí, en su recogimiento, en su paz interior, a la luz de la lumbre de la cocina, con los leños de encina encendidos…, se olvida el tráfago de la ciudad, los mil y un avatares de la vida laboral, y aun de la política.

Necesitamos volver al pueblo, al pueblo donde nacimos o al que adoptamos como propio. Se van quedando solos los pueblos; sus habitantes, ya ancianos, no pueden cultivar la tierra. Apenas unos cuantos jóvenes siguen las labores de sus mayores: los más, huyen a las ciudades en busca de una vida mejor, que tampoco hallaren. Instituciones y estadísticas claman ante el abandono de los pueblos que, lenta, pausada, invisiblemente, van muriendo. Y España y Extremadura son toda pueblo. No pueden morir los pueblos extremeños y españoles, porque perderíamos nuestra identidad de pueblo. Las ciudades van creciendo desde hace años por las migraciones de los pueblos.

El pueblo nos hace revivir nuestra infancia, toda necesidades y juegos en calles y en la plaza. Nada teníamos y por nada nos quejáramos. No teníamos luz ni agua corriente; menos aún calefacción o aire acondicionado; ni siquiera nevera, teléfono o televisión…; ni abrigo o gabardinas en invierno. En la escuela, tan solo disponíamos de la luz solar. En días tormentosos, oscuros…, no podíamos hacer caligrafía ni seguir nuestra enciclopedia; tan solo escuchar al maestro; pero nadie se quejaba. No puede faltar hoy un colegio al lado de casa, al que madres y abuelos llevan a sus hijos y nietos; ni tampoco la calefacción o el aire acondicionado. No hay niños sin móviles… Cuando vemos esto, al percibir esta distinta y tan distante realidad, nos acordamos del pueblo: aquella paz que acunare los sueños; el silencio que meciere la cuna; los juegos en calles y plazas; cuando íbamos con nuestro burrito a la fuente para traer el agua que necesitare nuestra madre para cubrir las necesidades de la casa.

Y por la noche teníamos el candil o el petromax que nos dieren luz bastante. En invierno nos bastare el brasero de picón que nos dejaba las piernas al aire llenas de cabrillas. El pueblo nos bastare y sobrare. El reloj del ayuntamiento marcare las horas y los días que signaren nuestra vida, sin ansiedad alguna. Vivimos en la ciudad esclavos del tiempo. No nos da el tiempo para nada ni nos llega el tiempo. En el pueblo no buscamos el tiempo, porque lo tenemos todo. El pueblo es el tiempo que no vuela; un tiempo detenido a la espera de nuestro tiempo. Retornamos a él y volvemos a una eternidad perdida: la del tiempo pasado, que jamás retrocederá a nuestras vidas: o quizá tan solo podemos soñar en el pueblo, con la vida en él idealizada…

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