José Julián Barriga
Por los veranos nuestros pueblos se llenaban de forasteros. Llegaban en verano, atraídos por las fiestas; y las calles, las plazas, recuperaban el bullicio que tuvieron en los años aquellos en los que parecía que los pueblos sobrevivirían a los primeros envites de la despoblación rural. Pero no sobrevivieron y algunos, los más, pagaron las consecuencias. ¿Quiénes eran los forasteros? Yo mismo, por ejemplo. Todos aquellos que, un buen día, nos fuimos e hicimos vida y profesión fuera. ¡Hombre!, yo he sido un forastero atípico porque un viernes sí y otro también mi utilitario se empeñaba en hacer sonar el claxon en el kilometro 176 de la A-5, incluso antes de que existiera la autovía, y había que cruzar Talavera y Navalmoral y Almaraz y ‘meter la segunda’ para gatear por Miravete… Es decir, servidor era y es forastero, ¡y a mucha honra!, aunque bien pensado yo no sé si hay honra en haber abandonado la tierra en que te parieron.
Y es aquí donde comienzan los problemas: en decidir quién tiene la culpa de que aproximadamente la mitad de los extremeños, en un tiempo determinado, fueran/fuéramos ‘forasteros’. ¡Hasta ahí podíamos llegar!, que encima los que nos fuimos nos sintamos responsables de la ausencia. Por la misma razón, los forasteros no pedimos que los que se quedaron se sientan culpables de aquel éxodo. ¿Cuántos se fueron por propia voluntad y cuántos por necesidad? ¿Mitad y mitad? ¿Cuántos se alegraron de haber tomado aquella decisión? ¿Cuántos otros todavía alimentan el rescoldo de la herida que les causó la emigración forzada?
No sé si muchos de ustedes habrán leído el último libro del paisano Javier Cercas, otro forastero en su pueblo de Ibahernando. Se lo recomiendo, aunque les advierto que es una lectura inquietante, no apta para quienes todavía conserven cicatrices de la guerra civil. El caso es que Cercas describe a su madre, emigrante extremeña en Cataluña, incapaz de superar el desgarro de la emigración, permanentemente en vigilia esperando un regreso que nunca llega, con la llave de la casa del pueblo en la faltriquera…, como la inmensa mayoría de quienes emigraron, mirando siempre de reojo el lugar en el que nacieron, en el que dejaron su casa, su tierra y sus muertos.
Lo malo no es ser ‘forastero’. Lo malo es sentirse ‘forastero’ o, todavía peor, que te consideren ‘forastero’. Es un trauma que muchos de mi generación hemos sufrido. No sé cómo decirlo, pero con frecuencia en Madrid he escuchado la opinión de que en Extremadura se recelaba de la opinión o de la colaboración de quienes estaban fuera. A lo largo de los años me he encontrado con extremeños que triunfaron en su oficio o profesión, y a los en otras tierras reclamaron su contribución, pero a los que nadie, en la suya, le pidieron una mala opinión. Catedráticos eméritos y con mérito a los que reclamaron en otras universidades y en otros países, pero que no han pisado territorio universitario extremeño. Empresarios y ejecutivos que triunfaron a nivel nacional, pero a los que los dirigentes extremeños jamás le pidieron parecer y criterio sobre cómo promover el desarrollo en su tierra. Unos y otros eran ‘forasteros’.
En consecuencia, y para rematar la faena de este escrito, digo que Extremadura ha sido cicatera con sus ‘forasteros’. Por eso, cuando veo este verano a los ‘emigrantes’ llenando nuestros pueblos pienso en la fuerza de atracción de la tierra de origen, aunque no se les haya hecho justicia. Y me pregunto también por la razón de esa extraña capacidad que tiene nuestra tierra en continuar fabricando ‘forasteros’.
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