Cáceres, rincones de ensueño e historia. Grada 98. Historia

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José Antonio Ramos

Llegas, amigo viajero, a una de las ciudades más hermosas de Europa que se abre en la historia entre claustros y palacios. Profunda y alta.

Cáceres te acoge desde su plataforma, coronada por la ermita que se alza en la montaña en honor a la Patrona, la Virgen de la Montaña. Medieval en su parte alta, busca el cielo extremeño en una contemplación de siglos. La ciudad es cortesana y guerrera. Rezuma de leyendas pragmáticas y acontecimientos trascendentales. Gobernaron desde este trono de piedra los católicos monarcas y todavía cuadriculan sus patios, salones y murallas.

En una de las plazoletas más bellas y evocadoras de antañas leyendas se ubica la iglesia de San Mateo, el antiguo convento y el palacio desde el que se yergue la popular ‘Torre de las Cigüeñas’.

Para llegar a él, una recoleta calle con tono de pasaje, al rendirse en otra que sigue camino, en la derecha tropieza con un esquinero en cuyo agudo perfil se monta un rústico farol que promete mucha luz, pone su aspiración en que durante las noches las sombras suavicen su rigor tomándose en penumbras. De vez en cuando, en razón de sus ciclos, la luna pasa por la calle y la lisonjea con sus rayos de luz blanca; esto ocurre en las calles de negativa conformación geométrica que permiten el acceso a las plazuelas de San Mateo y Santa María, entre cuyos muros, bien pertrechados de riquezas, vivieron religiosas, caballeros e infanzones, brindando su propia personalidad, conservando el tipismo y combinándolo con una infraestructura moderna y profesionalizada. Aún se conserva el encanto del compás en el convento, con su portal donde está el torno y la puerta de la clausura reglar con su tejaroz. Tal es la antigüedad de este convento, tan codiciado por reyes y nobles, donde habrían de firmarse privilegios, sentencias y donaciones.

Esta es ciudad de hondos soportales, de balcones, de casas solariegas. Bajo los soportales de la gótica iglesia de San Mateo un viejo de boina capada solía contar viejas historias que acontecieron entre los fríos muros del cenobio. La sosegada plática del viejo, que tenía el cargo de santero del lugar, de lúcida palabra, invitaba a seguir escuchándole.

Alguno que yo conozco -decía el viejo- subía en su niñez a la majestuosa espadaña en donde la cigüeña monta la maraña barroca de sus nidos, que tenía campanas, a respirar de las lomas próximas y a recrearse de la impresionante vista. Allá arriba, la lechuza duerme hasta que nace la luna y luego, blanda, sobrevuela los tejados árabes. En las numerosas celebraciones que tuvieron como marco el templo de este convento había un fervor sincero, como fruto de un recogimiento místico solo comparable al de los viejos ascetas.

El viejo recordaba algunas religiosas de un providencial sentido trágico y de una expresividad seria y consecuente. Y, en verdad, en el claustro de tracería herreriana, embrujo y misterio, aún parece brotar de las entrañas de los muros una música lejana, diluida y suave, la de unos versos bien rimados que se traducen en anfibiología de la vida y la muerte, de la salvación y condenación eternas, del sentimiento más profundo y de una idolatría casi primitiva, en la propia esencia del Misterio conmemorado.

Dejando la conversación con el viejo, desde los ventanales entreabiertos de los aposentos del Museo Arqueológico se cuela al amanecer un rayo de sol recién nacido y se dibuja afilado en el pavimento cual una espada de luz, invitando al viajero a poner la vista más allá; matizando lejanías van escalonándose alturas hasta cuajar en crestas muy altas, en cuyas opuestas pendientes se desparraman suaves calles, sintonizadas de elegantes monumentos artísticos en aspiraciones de aires limpios y cielos claros. El sol va descubriendo y resaltando con su esplendor las cumbres de los edificios vistiendo de oro las construcciones torreadas.

Después es preciso recorrer la ciudad en sus distintos momentos para llevarse las más placenteras y extraordinarias impresiones, que jamás olvidará. Mas si es tiempo de que la luna salga a lucir, plena o no muy disminuida, el encanto y misterio de su luz blanca, es premioso caminar hacia las calles angostas que conducen a la plaza de Santa María, creando la luna en los edificios sugestivas mutaciones, al tiempo que el reloj de una iglesia presidencial hace sonar las campanas que ponen fin al cómputo de un día.

Olvídate, amigo viajero, en Cáceres de la hora y, como un antiguo buscador de soledades, pasea al atardecer por las viejas callejuelas que circundan ambas plazoletas, y acoge tu cansancio entre sus muros, que es como un aguafuerte de olvidos y seres apocalípticos.

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