Aprendí a leer sola, con apenas tres años; a escribir poco después, mis primeros poemas los escribí con cinco. Ya lo he dicho muchas veces, no era superdotada, solo que desde los siete meses acompañé a mi madre, maestra, a la escuela. Por eso no entendía que me eligieran siempre para leer en la iglesia y mi profesora de cuarto de primaria me suspendiera en lectura y escritura.
Me acuso de tener muy mala letra, eso es verdad, siempre tuve letra de médico (quizá porque queria serlo), pero lo de la lectura me resultaba incomprensible.
Lo comenté en casa y recuerdo que mi madre me dijo algo así como que la profesora creía que mi capacidad era muy superior a mi esfuerzo, que sabía que podía hacerlo mucho mejor, y por eso me suspendía.
La explicación no me consolaba, pero al menos me daba una razón, justo lo que yo buscaba. No recuerdo cuando me confesó la verdad, pero calculo que yo estaba ya en magisterio.
Parece ser que mi madre y esa profesora fueron compañeras de clase y tuvieron sus desavenencias. Realmente fue una crueldad y cobardia que utilizara a una niña para descargar el odio que sentía, pero con la madurez que dan los años y estudiando para maestra, entendí la sabiduría de mi madre.
Si me hubiese contado la verdad, habría perdido la credibilidad en aquella maestra y, por ende, en todos. La habría desautorizado en un momento en que los niños deben confiar en sus maestros.
¿Me frustré? Sí, un poco, pero no me traumaticé ni mucho menos y aquí estoy, atendiendo a padres que, de entrada, desautorizan a los maestros de sus hijos.
Claro que ni madre fue a hablar con la profesora cuando supo quien era, pero no me enteré de esa conversación hasta que, como os he dicho antes, era casi maestra.
Mis notas de aquel curso mejoraron enseguida y mi madre me dijo:
– ¿Ves?, ya te lo dije, solo tenías que esforzarte.
Los niños necesitan referentes estables: madre y padre, que no se desvaloren mutuamente, profesores, familia,sin ellos son mucho más vulnerables.
Julia Cortés Palma
