Meditación en Granadilla. Grada 115. Félix Pinero

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Hace un día espléndido, como todos los 15 de agosto, fiesta de la Asunción, en Granadilla. Esplende la antigua villa no desaparecida de los mapas, aunque sí del nomenclátor político-administrativo. Sus descendientes acuden a la fiesta de su patrona, la Asunción. La misa no será hasta mediodía; pero, una hora antes, el templo ya está abierto. En una de sus últimas filas, un hombre, recogido sobre su propia faz, parece meditar. Está solo él, con la Cruz de madera ante el altar y la Inmaculada. De pronto, se abre la puerta del norte. Entran dos mujeres que visitan el pueblo. Le distraen de su meditación. Le preguntan si es natural de la villa. Responde afirmativamente. Se presentan: “Somos enfermeras que venimos a conocerlo…, porque nos hablaron muy bien de él… ¿No desea usted hablar?”. No sabe el concentrado qué responder y ellas lo hacen por él. “¿A qué edad salió usted del pueblo?”, le interrogan. “Apenas terminada la Primaria me fui fuera para cursar el Bachillerato Elemental, y después vine de vacaciones y nos fuimos todos…”. “Estará usted recordando, ¿verdad?”, tornan a interrogarle. “Sí, una vez más. Aquí de niño tuve muchas horas de meditación; ahora medito sobre el pasado, sobre la infancia, la escuela, los juegos, el nacimiento que poníamos en Navidad, las procesiones…; los rezos en latines que no entendíamos, pero que sabíamos de memoria…”. Recordaba para sí la primera visita que hiciere en 1970, cinco años después de su ida, en compañía de un primo que vivía en Salamanca, y la impresión que les produjo su pueblo abandonado, medio derruido; la cúpula de la iglesia, caída; las sepulturas de los insignes párrocos que la sirvieren, violadas… Todo destrucción y muerte. En la escuela de niños donde cursaren Primaria todavía yacían sobre el polvo del suelo los cuadernos de caligrafía de sus últimos escolares; leyeron sus nombres. No los conocían ya. Faltaban el reloj del ayuntamiento, los badajos de las campanas de la iglesia, las tejas de las casas y algunas rejas de ventanas y balcones. El primo no sabía decir otra cosa: “¡Mi pueblito, mi pueblito…!”, suspirando…

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