Musas de inocencia y despertar en los rincones de la ‘Escuela Infantil Alborada’

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Vanessa Cordero Duque

Llevan en las suelas de sus zapatitos de velcro las riendas de una sonrisa sin más equipaje que un sonoro aplauso al sol que nace y se despereza tras sus cortinas de princesas y superhéroes. No se despegan las ganas de volar de sus espaldas aun cuando su libertad se limita a un banco que fue testigo de una inocente lucha por la moto más rápida y bonita del patio.

Suenan gritos, risas, imitaciones de gatos, perros y vacas por un pasillo verde como la chaqueta de Daniel, como el color que estamos conociendo estos días o como los ojos llenos de amaneceres nuevos de Elio, siempre con esa bondad recorriendo sus blancas mejillas y ese danzar de las comisuras de sus labios invitándome a subirme a su tren de ilusiones. Alguna lágrima se seca entre mi dedo índice, en mi mano derecha agarro la ingenuidad y la ternura de David y de la izquierda cuelga la vitalidad de una pequeña Julia que sabe a chocolate y agostos sin fecha de caducidad. Mis zuecos blancos son montañas de arena que construí con Hernán ajenos a todo lo que sucedía en aulas y despachos, lejos de mi torpeza y muy cerca de su pañuelo estampado y su chupete que aunque tapa su boca no calla ese abrazo que llena de paisajes, pájaros y flores mi extraviada cabeza.

La niña de mis mañanas se llama Carmen y tiene en su sonrisa el resplandor de mis venas, los cerrojos de mi melancolía y la algarabía intacta de mis días de sol. Recoge en su mirada las ensoñaciones del contorno entero de la palabra amor, reescribe en sus dedos mis versos de escarcha y en mis manos su pequeño cuerpo es la promesa de un tesoro que siempre me da motivos para volver. Mis desayunos son sus miradas cuando me siguen, los gestos transparentes de su rostro de muñeca, la urgencia de sus abrazos y la emoción de verla despertar llenando de sentido cada resquicio de luz que asoma por las rendijas de la persiana de esa habitación que guarda su nombre intacto.

Entre tantas personas siempre hay una que te alimenta y envuelve, que vuelve del revés los desengaños y camufla las montañas de dudas que te acechan y asustan, y ahí estaba ella, Cati Del  Viejo, mi Cati, tan única como especial, con su sinceridad arrolladora para demostrarme que todo podía ser posible. Ella, ella fue la primera persona que calmó mi pulso el día que crucé por primera vez esa puerta, ella tendió sus brazos a mi inseguridad, y le puso cordeles trenzados de uvas y rosas a los nidos de mi torpeza. Me sentía a salvo, protegida, sabiendo que estaba allí, que si el día se teñía de gris y las dificultades tropezaban conmigo ella me invitaría a sus jardines de comprensión y fuerza para que volviera a comenzar con las heridas ya curadas .Ella construye siempre, y jamás destruye ni con palabras ni gestos. Compañera, amiga, pero sobre todo un alma bella que trae el mediodía más soleado y desnudo a tu vida, que te hace sentir en paz con esa luminosidad que te envuelve con solo tenerla cerca, alas blancas que les dan a las tuyas un aliciente más para seguir aprendiendo a volar en el firmamento de los sentimientos puros y honestos. Su ausencia duele, y los días se antojan más desafiantes y torpes cuando falta. Talismán de reflejos a la alegría, a la locura más cuerda, a la esperanza sin disfraces ni etiquetas; un mosaico de primaveras salpicándome los pulmones de azules destellos de magia por inventar, y esa sensibilidad de estrellas de mar y caracolas que, bajo el ropaje de su aparente seguridad, me dejó descubrir y acariciar para quererla, si acaso eso es posible, un poquito más. Mío, muy mío, el privilegio inigualable de haberla encontrado, de conocerla, de hablarnos y comprendernos, de sentirme cerca, por primera vez en mucho tiempo, de alguien que siente con el corazón lo que su boca regala al viento, y eso, amiga mía, eso para mí, no tiene precio ni fecha de caducidad en los gastados calendarios de la vida.

Sobre la superficie de mi frágil corazón aprieto mis dedos jurando que una canción jamás podrá sonar tan blanca y desnuda como lo hizo aquel miércoles en los labios de Martín. Las auroras se apartaron para escucharlo, y en el umbral de la cadena infinita de su ternura crecieron pantanos de luz y esperanza. Mis naufragios fueron tragados por los jazmines de su garganta. Prendí en los cristales de mis delirios sus palabras, y me sentí algo menos sola. En la suavidad de su pequeña figura inventé un mundo donde la luz guiara por siempre lo tierno y lo sencillo del ángel que lleva dentro.

Vienen hacia mí, les seco sus lágrimas sin saber que son sus manos llenas de flores y océanos de calma las que me recuerdan que los árboles pueden tener lunares, que basta una mirada para que mi cansancio amarillo se esfume de las glorietas de mis pesadillas de madrugada, que son sus pasos cortos los que me recuerdan que la felicidad es un edificio alquilado en nuestro corazón, rozado por la luna y por cientos de estrellas rojas, verdes, amarillas, de tantos colores como existen, dentro y fuera de los globos eléctricos de nuestra imaginación.

La cara morena de Sergi, sus miradas pícaras, su vergüenza de cristal, yo cierro los ojos y él me enciende la lámpara del despertar cuando alarga su mano llamándome y logra llenar la habitación vacía de cometas, mapas y tesoros. En sus ojos se consumen mis recuerdos; él dibuja hadas y unicornios en mis entrañas y me hace sentir que, tal vez sea cierto, que la vida es la suma de los fragmentos de cada alma que pasa por la tuya. Puede que haya sido un día raro, que me hayan faltado palabras, miradas y manos, pero llega el bello ruido de su voz y no necesito más anclas ni velas para sujetarme a las horas que faltan. Me basta verle sonreír en los confines de mi reloj parado para entender por qué los adultos me siguen pareciendo plantas carnívoras de ilusiones y sueños, de veranos y mares abiertos de calma.

La madurez y generosidad de Alba es un suave y fino suspiro a mi erizada piel, ella envuelve mi espejo roto en un papel de mariposas, y tiñe las paredes del rumor de su intacta verdad. Es la sal del mar del más noble corazón y un parque lleno de linternas para encontrar la pelota del niño que la perdió ayer. Y la acentuada timidez de Violeta que me recuerda a mi niña de ayer, los arrebatos cálidos de Ismael, las llamadas de atención de Javier, la interminable simpatía de Marcos, la delicadeza azul  y celestial de  Abril, y las ansias de conocer y sonreír del pequeño Martín…

Ya los echo de menos y el monstruo de colores comienza a darme miedo….Si ellos supieran que ahora soy yo la que no sé qué hacer con mis emociones….La que necesitaría volver a tenerlos cerca para guardar la alegría en los poros de los días que no volverán, hoy soy yo la que estoy llena de rabia por ser como soy y sentir como siento, por no ser más valiente, más capaz, por no ser como ellos y vivir…vivir el momento… hoy la calma me ha negado su olor a luna nueva y lo confieso, confieso que estoy temblando de miedo…

Me quedo con ellos, con sus montañas de inocencia y la estela radiante de su fragilidad que jamás quiero que nadie se atreva a rozar… Y con ellas, que mueven sus primeros pasos, que son acuarelas de los destellos de sus miradas, que sostienen la dulce causa de sus corazones, de sus manos y su sed de vida… Me quedo con los que siguen apostando por vivir…

 

 

Vanessa Cordero Duque