Mientras una parte de la sociedad lucha y se desangra hasta morir por alcanzar la cuota de libertad que todo ser humano, por el hecho de serlo merece, otra lo hace por condenar el pecado de lujuria y amenazar con el peor de los castigos divinos.
Aún me recuerdo casi niña, sin poder conciliar el sueño por un beso con lengua que me gustó, una mano audaz que reptó por debajo de mi sujetador, una mirada que me llevó a mirar la parte de un hombre que no debía o a una mujer que me turbaba y confundía…
Moría de miedo pensando que alguien como yo solo podía esperar el infierno. La bata colgada detrás de la puerta cobraba vida para quitarme la mía; una noche era con un cuchillo, otra, una bolsa de plástico en mi cabeza, otra…
Cada noche mi imaginación creaba un nuevo final si me pillaba el sueño sin la confesión que limpiaba todas mis culpas. Convencida estaba que la muerte llegaría para llevarme al infierno aprovechando que estaba dormida.
Me costó mucho convencerme de que el infierno no existía, que de existir Dios, no vendría por mí, que ser bueno o malo no tenia nada que ver con que me gustara un hombre o una mujer, o incluso ambos a la vez.
Y ahora leo lo de sexólicos anónimos, un servicio religioso para << curar>> ciertas inclinaciones sexuales, u ofrecer a la mujer ser virgen por segunda vez, como si no serlo fuera desvíado también.
En mi opinión, este tipo de << servicios>> lejos de disminuir los ataques sexuales, los aumenta.
No puede haber una parte que juzgue con un criterio y otra que actue con otro, de la misma manera que en una casa deben estar de acuerdo todos.
Julia Cortés Palma.
