Julio Esteban Ortega – Los dioses de nuestros antepasados
En la puerta de Las Hurdes y en el camino hacia la sierra de Gata se encuentra el municipio cacereño de Cerezo, perteneciente a la comarca cacereña Trasierra-Tierras de Granadilla. Estos parajes, enclavados entre la sierra de Santa Bárbara y el valle del río Alagón, y habitados en la antigüedad por gente perteneciente al pueblo de los vettones, han mostrado importantes testimonios de una religiosidad que, remontándose desde tiempos remotos, pervivieron hasta época romana.
Los antepasados de los actuales meleguinos vivieron unas creencias religiosas que en poco difieren de las de sus congéneres vettones que habitaron tierras cacereñas, salmantinas y abulenses. Tenían algunas divinidades comunes a todos ellos, como Ilurbeda o Toga, pero también adoptaron otras propias de sus vecinos lusitanos, como la pareja Arentio-Arentia o la propia Trebaruna, invocada también por los caperenses. Otras, en cambio, eran veneradas como propias de comunidades o grupos familiares y supra familiares, como el documentado en esta misma localidad de Cerezo, en donde una gentilidad local de nombre no muy bien conocido dedica un ara a Arantio Niatreo; el mismo dios lusitano Arantio que aquí lleva un epíteto poco habitual.
Pero no es Arantio o Arentio la única divinidad conocida adorada por los habitantes de estas tierras meleguinas. En otra ara romana procedente de esta misma localidad una mujer, de nombre Casina, cumplió un voto a Nituceo. El nombre de esta deidad no está muy claro, pues la inscripción presenta un avanzado estado de deterioro, pero al menos nos deja un testimonio más del panteón de este grupo de vettones.
Nada conocemos de las características de esta divinidad ni de los atributos que le adornaban, pero el hecho de que no haya aparecido ningún testimonio más de este teónimo en la epigrafía peninsular parece indicar que se trata de una divinidad de carácter local, con su culto focalizado en esta zona del Norte cacereño.
Pudiera ser que Nituceo fuera el dios principal de la comunidad allí asentada, aunque no conocemos el lugar de su emplazamiento. Desde luego entre los muros del cementerio y en las paredes de algunas casas y huertos no faltan testimonios de su existencia, pues abundan los restos de cerámicas y fragmentos de ladrillos o inscripciones, como las arriba mencionadas. Alguna de estas inscripciones corresponden a simples epitafios que señalaban las tumbas de los que allí descansaban.
Reminiscencias del pasado, dioses y hombres que vivieron o fueron venerados en estas bellas tierras del Norte cacereño.
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