Princesa de los ursinos

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Julia-Cortes
Así era como mi madre me llamaba desde muy pequeña. Hasta que la memoria me alcanza, siempre me gustó lo bello y armonioso,  me sedujo la elegancia.
No hay que confundir lo anterior con algo que tenga que ver con el lujo; se puede ser elegante tomando un bocadillo de caballa con tomate en la playa y un ordinario tomando caviar en un restaurante de cinco tenedores.
Yo solo pedía a mis padres que me llevaran  a una playa con césped, no soportaba la combinación de arena, sudor y crema en mi cuerpo. Pedía ser primera en la ducha para neutralizar el calor y esa capa desagradable que no dejaba respirar a mi piel.
En mi mente infantil, un césped muy verde y mullido se extendía hasta un mar de aguas cristalinoesmeraldas. Nada de aglomeraciones, algunas familias lo suficientemente alejadas.
No sé cómo se establecieron estas conexiones sinápticas, esta atracción a los buenos modales, al orden, la limpieza, las cosas bien hechas. A la gente honrada, sincera, generosa y bondadosa.
Este amor a las palabras, quedarme obnubilada ante esos que se visten con las exactas combinadas con un maravilloso don de gente que  parece que solo a ti te hablan.
Permanecer pegada a un libro hasta sentir cómo arden mis pestañas.
Siempre me fascinó el protocolo, la disciplina, la belleza sencilla. La estética del color y la imagen, aprecio por los detalles.
Sufro de fonofobia. Me cuentan que, a veces, desaparecía de casa y después de mucho buscarme aparecía escondida tras las puertas. No soporto las voces, los ruidos estridentes, los que hablan alto. Los que arrastran las sillas y salen dando portazos.
Soy de otra época, lo tengo claro.