La pintura de Chechu Álava juega con el tiempo y los límites, recorre el camino pictórico de la vaguedad, formula emociones con una precisión excepcional y explora los abismos de cada individuo vinculando lo íntimo con la narrativa colectiva.
Su obra está poblada de figuras esencialmente femeninas, cuya mirada parece tanto penetrar a los demás como perderse en un sueño interior. Con la mayor de las delicadezas, la carne de los cuerpos revela las almas que los animan. En un proceso lento, Álava trabaja el óleo a través de la transparencia, deja secar cada capa antes de cubrirla con una nueva, lo que le otorga al material una fluidez vaporosa, similar a un sueño. Para la artista, la realidad no es cuestión de líneas rectas sino de intuición; teje una trama con los hilos de la sensualidad y la espiritualidad como bello gesto de amor.
Sus cuadros encierran dentro de sí secretos, mensajes, tesoros, miradas… O tal vez sean como espejos en los que cada espectador se encuentra con lo que tiene dentro, un paso más lejos de lo superficial o tal vez un poco más cerca de algún lugar en el que lo humano y lo divino se dan la mano. Para Chechu, “Pintar es completarse, es libertarse y comprenderse. Es pura necesidad. La pintura es un lenguaje en sí mismo, en ella las palabras sobran, se reducen a lo mínimo porque la pintura es pintura. Los cuadros completan a quienes los contemplan. En mi obra no hay que entender nada, no se le pide comprensión ni entendimiento”.
Lo distintivo en Chechu es la estética y la calidez poética con la que su pintura concreta el mandato de visibilidad y de exhumación genealógica. No es la visibilidad combativa del icono, no es la genealogía del documento o el retrato biográfico, porque lo que Chechu pretende es mostrar a estas mujeres en su vulnerabilidad, lejos de cualquier condición ejemplarizante; no como mujeres perfectas o diosas, sino como seres profundamente humanos, llenos de defectos, de conflictos personales, intelectuales, profesionales, sentimentales.
Empatiza profundamente con esta comunidad de hermanas dañadas pero resistentes, tan retadoramente femeninas. Su pintura está más interesada en la vibración que en la fijación, su destreza mayor se basa en la capacidad de agrupar partículas de luz, casi diluyendo la identidad de las retratadas, sumergiéndolas a todas en un mismo medio que tiende a unificar sus rasgos sin hacer distinción entre personajes históricos, míticos, simbólicos o íntimos. Son ellas sin duda, cada una de ellas, pero a la vez todas estas mujeres tienden a ser una.
Esta pintora asturiana de 52 años ha logrado que reconozcamos sus obras en un primer vistazo gracias al sello personal de sus pinceladas suaves que sumergen a la femineidad en una atmósfera entre el misterio y la melancolía, entre la calma y la inquietud. Le auguro gran futuro.