La música, desde el principio de los tiempos, ha sido mucho más que un arte; es un puente invisible entre lo que somos y lo que soñamos ser, entre lo que sentimos aquí en la tierra y aquello que intuimos más allá. Y pocas obras encarnan tan bien ese lazo como el Ave María, quizá la plegaria más universal del cristianismo. Son solo dos palabras (“Dios te salve, María”), pero encierran siglos de fe, de consuelo y de belleza.
El Ave María es, en el fondo, una declaración de amor. También es esperanza, refugio y fe dirigidos a una figura profundamente humana y celestial a la vez, la Virgen María, madre protectora que ha acompañado los anhelos y las lágrimas de millones de personas a lo largo de la historia. Y es que su oración ha trascendido los muros del templo; hoy vive en teatros, en salas de conciertos, en hogares… y, sobre todo, en el corazón de quienes la escuchan. Esa universalidad explica por qué compositores de todas las épocas han sentido el impulso de reinterpretarla, cada uno desde su sensibilidad, convirtiendo cada versión en un espejo de su tiempo y de su alma.
Entre las más célebres están, sin duda, las de Franz Schubert y Charles Gounod. La de Schubert, escrita en 1825, nació casi por casualidad como parte de un ciclo inspirado en ‘La dama del lago’ de Walter Scott. Pero su melodía era tan pura, tan intensa, que pronto se unió al texto latino del Ave María y se convirtió en una pieza indispensable en bodas, funerales y celebraciones solemnes. Gounod, por su parte, hizo algo casi mágico: superpuso una delicada línea melódica sobre un preludio de Bach, logrando un diálogo perfecto entre la devoción barroca y la emoción romántica. Escucharla es como presenciar una conversación íntima entre dos épocas.
Pero la fuerza del Ave María va más allá de lo religioso. Lo verdaderamente conmovedor es cómo la música logra atravesar las palabras y llegar directo a lo más profundo del alma. No hace falta creer para estremecerse. Basta con cerrar los ojos y dejarse llevar por ese mensaje de amor, de consuelo, de esperanza que late en cada nota. Por eso está presente en los momentos que marcan una vida: cuando dos personas se prometen amor eterno, cuando despedimos a alguien querido, cuando celebramos la memoria, o simplemente cuando necesitamos detener el tiempo un instante.

El Ave María es, además, un ejemplo perfecto de cómo la música puede tender un puente entre lo humano y lo divino. Su estructura suele ser sencilla, casi desnuda, pero cada nota, cada respiración, está colocada como si invitara a la contemplación. En sus mejores interpretaciones, la música se convierte en oración, y la oración en arte.
Incluso hoy, en un mundo vertiginoso y cambiante, el Ave María sigue reinventándose. Aparece en versiones de pop, jazz, flamenco o incluso en bandas sonoras de cine. Y cada nueva interpretación demuestra que lo sagrado puede hablar el idioma de lo cotidiano, que la tradición no es una reliquia sino un río vivo que sigue fluyendo.
La relación entre la música y el Ave María nos recuerda algo esencial: el arte tiene el poder de transformar. En sus notas habita la historia de la fe, sí, pero también la historia de nuestra humanidad: ese deseo profundo de trascender, esa necesidad de hallar consuelo, esa capacidad de descubrir lo divino en lo más íntimo de lo humano. Por eso, cuando suena un Ave María, el mundo parece suspenderse por un instante. Porque en ese momento recordamos que la belleza, como la fe, puede sanar, elevar y, sobre todo, unirnos.

El festival también incluye un amplio programa de actividades paralelas durante el mes de noviembre, como el programa ‘Cine y escuela’ en el Centro Cultural Alcazaba, con proyecciones para escolares; el taller práctico ‘Diseñar para la cámara’, impartido por el director de arte Damián Galán Álvarez, los días 8 y 9 en la Sala Trajano; un concierto el 16 de la Banda de Música de Mérida en el Centro Cultural Alcazaba; o la exposición de los 20 carteles oficiales del festival del 17 al 30 de noviembre en el mismo espacio.