D’un jierro largo, con rueas,
qu’en la punta tenía un gancho,
recorgaba una botella de cristá
con el cuello bocabajo,
goteand’un agua clara
por drento d’un cable largo
con un’abuja’l finá
que l’habían clavao’n un brazo.
Acostao’n aquella cama d’hospitá,
sin naide más en el cuarto,
mirando fijo pa’l techo
pué qu’estuviera pensando:
– “Mardita sean los camellos
que cabalgan alreó de los caballos
potreando las vereas y caminos
de los alegres muchachos,
inorantes del peligro que acarrea
el pateo de sus cascos”.
Delgaíno y paliúcho,
en su cara bien zachaos los surcos de tanto llanto;
desquiciao y vagabundo,
alojándose’n portales d’otros barrios;
alejao de los amigos,
desahuciao po los padres y tamién po los hermanos;
asín, postrao bocarriba,
jecho güesos y pellejo, se moría mu despacio.
…
Era’l mozo más alegre,
siempre riyendo y cantando;
tenía que ve con to’l mundo,
era juerte y era arto,
y apurando una mijina
se pué icir que jasta guapo.
Un mal día, na más por curioseá,
como cosa de muchachos,
s’ajuntó con las zagalas
y los vecinos del barrio
y por las ganas celosas
de demostrá que son machos
prencipió a bebé cerveza
en esos botellones que se jorman tós los sábados,
pa margastá los dineros
que s’ajorran con el suó del trebajo.
Dispués d’argunas semanas
repitiendo aquel jorgorio acostumbrao,
se tiró pa los cubatas
y otros juertes bebistrajos,
arrimándose a otra gente
que jumaban argún porro en ves en cuando.
Y asín, con el cebo de la risa
de las noches de los sábados,
el anzuelo redoblao de la droga
s’acercaba mu afilao pa engancharlo por el labio.
Y se pasaron los meses;
y endispués de varios años
sin escuchá los amigos
que querían aconsejarlo,
sorteando las mirás recelosas de sus padres,
rejuyendo d’acercase pa onde andaban los hermanos,
entre’l jumo del jachís y la verde mariguana,
y papeles enliaos con porvo blanco,
se dio cuenta qu’el camino de su via
los camellos y caballos se l’habían potreao.
Las presonas ‘dadivosas’
qu’andenantes mu ‘gustosas’ le ‘invitaron’,
ora l’exigían dinero
manque juera por un gramo.
Apresao entre las patas
d’aquel potro desbocao,
el caraite tan alegre d’aquel mozo
daba un tufo de jeó avinagrao.
S’escondía de la gente conocía, pa no verla,
porque tós adevinaron su calvario;
intentaron socorrerlo con cariño
y con genio enrrabietao precuraron ayudarlo;
y aquel mozo que jué amigo,
era hijo y era hermano,
con la juerza codiciosa d’aquel vendo porvoriento,
se les jué d’entre las manos.
Agobiao por la farta de pesetas,
com’un loco, trastornao, rebuscando
los dineros como juera y aonde juera,
cada día que pasaba tenía un sabó más amargo.
Encogío, de cluquillas,
una noche de verano,
baj’un cielo encapotao con la lus de las estrellas,
tiritaba y cavilaba sollozando:
– “¡En qué mierda estoy metío!
¡Esto tengo que dejarlo!”.
Pero el brazo de la droga
era de tós el más largo;
y por lejos qu’ajuía
más tensá estaba la cuerda d’aquel arco
que lanzaba su flecha jedionda
con la punta envenená con porvo blanco.
Se mentía una y mil veces
con el “tengo que dejarlo”,
porque aluego recaía
refugiándose’n su engaño;
y lloraba toas las noches com’un niño
corralao entre las rejas del presiyo del asfalto,
rodeao de camellos,
pateao po los cascos del caballo;
sin agallas, sin juerza, sin coraje,
sin amigos, sin padres, sin hermanos.
Delgaíno y paliúcho,
si naide más en el cuarto,
en sus ojos bien zachaos
los surcos de tanto llanto,
jecho güesos y pellejo
se moría mu despacio.
Y sentaos en sus poltronas mu lujosas,
los mafiosos señoracos
se barajan los millones de pesetas
sin pensá en el porvení de los muchachos,
escondíos en el mundo de los ricos,
aonde naide s’atreve a molestarlos,
arropaos por pringaos politicuchos
y una recua de canallas abogaos,
amasando su fortuna
al tiempo que su droga va matando.
(Del libro ‘De la corteza de la encina’).