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Coronavidad 2020. Maribel Núñez Arcos

Coronavidad 2020. Maribel Núñez Arcos
Fotos: Cedidas
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Nos alcanzó diciembre, que trae de una mano el frío y, de la otra, la entrañable Navidad. Comienzan a brillar los adornos en las calles y en las casas. Las luces de colores se van encendiendo como se abren los pétalos de las flores en primavera, como si no pasara nada, aunque algunas mesas no se vestirán de fiesta. Pero nuestro mundo es un universo de contrastes.

Esta Navidad tenemos que afrontarla bajo un prisma diferente, porque algo está cambiando en la conciencia colectiva.

Si no fuera por la fe, la Navidad solo es el proyecto de marketing social más falso que existe; un telón de fondo para el consumismo, que este año se verá mermado por la indeseable presencia de un virus disuasorio de cualquier impulso obsesivo por salir a comprar, para desgracia de pequeños y medianos comerciantes.

En Navidad se vende ‘felicidad’ como cortina de humo, cuando lo que se ponen en evidencia son las más sórdidas miserias, las más crueles diferencias de clases, las mayores situaciones de hipocresía, las ausencias más insoportables y las tristezas más amargas. El sueño de ser feliz, estos días, se convierte en un espejismo producido por las luces de colores, los alegres villancicos y las sonrisas de anuncio, que a veces no son más que una mueca oculta tras la mascarilla.

Por si fuera poco, ya estamos informados por las autoridades del cierre perimetral de las comunidades autónomas en estos días festivos.

Para las reuniones nos recomiendan una buena ventilación natural, en el mes de diciembre; a ser posible, que las comidas y cenas se celebren al aire libre, con lo que puede ser peor el remedio que la enfermedad.

Por supuesto, que no se hable alto ni se cante, por aquello de los aerosoles. Un buen rosario susurrado podría ser la opción, o un temporal voto de silencio.

Las mascarillas, puestas a tiempo completo, excepto para comer o beber. Las sonrisas espontáneas solo podrán imaginarse; y las carcajadas están desaconsejadas, si no prohibidas.

No se podrán compartir viandas; cada uno será servido en su plato estrictamente lo que se vaya a comer, por una única persona designada a tal efecto. Ni mariscos o embutidos de la fuente del medio, ni turrones troceados de una bandeja única.

Los abrazos solo se darán virtuales, para no romper la distancia de seguridad, que pueda poner en peligro a los miembros del grupo. Los besos han pasado a mejor vida, hasta nueva orden (o decreto ley).

No podrán reunirse más de diez personas, por lo que las familias más numerosas tendrán que hacer una selección previa de asistentes, descartando a los menos cercanos, a los menos gratos o a los más prescindibles.

Y los que tengan que volver a su domicilio, tras la reunión, ya pueden darse prisa con los postres, o infringirán el toque de queda, y las autoridades se lo harán pagar muy caro.

Con todo ello, díganme qué clase de celebración es esta pantomima. Qué alegría va a reinar en nuestros decepcionados corazones, por mucho empeño que le pongamos.

Voy a mencionar ahora algunos datos sobre la fecha del 25 de diciembre para celebrar la Navidad.

Fue el Papa Julio I quien la estableció, por ser un día próximo a muchas fiestas del solsticio de invierno para la iglesia de Oriente. Con anterioridad, los romanos también llevaban a cabo sus celebraciones del 17 al 23 de diciembre, en unos días festivos en los que el arte de la cocina tenía un protagonismo importante, y el día 25 de diciembre era la fiesta pagana de la exaltación del Sol.

Aunque se cree que Jesucristo nació hacia la primavera, y unos cinco años antes de lo que fija nuestra era contabilizadora, los primeros cristianos eligieron la fecha para hacerla coincidir con esas fiestas paganas de Sol.

La política de la Iglesia primitiva consistía en absorber y no en reprimir los ritos paganos existentes, que desde los primeros tiempos habían celebrado el solsticio de invierno y la llegada de la primavera.

La fiesta pagana más estrechamente asociada con la nueva Navidad era el Saturnal romano, el 19 de diciembre, en honor de Saturno, dios de la agricultura, que se celebraba durante siete días de bulliciosas diversiones y banquetes.

Si Navidad es ser alegre, amable, solidario o mejor persona, debería celebrarse 365 días al año, y he de asegurar que conozco personas que permanentemente llevan esas cualidades por bandera. Pero, claro, sostener una hipocresía de tal magnitud, en un tiempo dilatado, para la inmensa mayoría no es más que una utopía, una misión imposible.

Esta Navidad nos trae una espléndida corona, de espinas o de virus, es indiferente. Entusiasmo cero. La única esperanza que tengo es que pase lo antes posible, para ir viendo la luz al final del túnel.

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