Excepto un arbusto, todos los árboles del prado se veían robustos, sus frutos eran sanos y tenían bellas hojas verdes. Sin embargo, en el arbusto, su tronco y sus ramas eran débiles. Los demás árboles frutales pensaban que le iba a resultar difícil soportar sobre sus brazos el peso de cualquier fruto.
Año tras año el arbusto no consiguió florecer, lo que hacía que se sintiera cada vez más desdichado. Los demás árboles le daban consejos sobre cómo debía actuar para llegar a su objetivo y ser un buen manzano, peral, naranjo, limonero… Tú concéntrate, le decían unos; relájate, le decían otros con cariño. Su mejor amigo, el mandarino, también le animaba cada día y le repetía los pasos que debía dar para brotar y conseguir el fruto. El arbusto les hacía caso, se concentraba y se visualizaba como un árbol robusto, cargado de verdes manzanas, pero nada, su suerte no cambiaba. Se relajaba de nuevo, y pensaba en ser el árbol más sano y bello que producía las mejores naranjas, peras, melocotones… pero nada, no había forma.
El arbusto se sentía cada día más desanimado y triste, era el único que no era productivo y ya no sabía qué hacer, ni cuál era su papel entre todos aquellos árboles que estaban cargados de fruta. Empezó a sentirse débil y sin fuerzas para continuar, sus ramas parecían estar más secas que nunca, todos sus amigos pensaban que había llegado su final.
Un rayo de luz solar empezó a quemar uno de sus brazos, el arbusto vio que comenzaba a salirle una especie de ampolla blanca, centró toda su atención en sus ramas y solo se limitó a escuchar su propia voz interior. Comenzó a sentir calor por todo el cuerpo, aquella sensación nueva y totalmente diferente le hacía sentirse contento, alegre… ¡y explosivo! Y así fue como comenzó a producir palomitas, muchas palomitas; cuanto mayor era su vitalidad, más palomitas producía. Expresar las emociones que tenía en su interior le hizo explotar y volver a explotar.
El campo de hierba verde se vistió de blanco y todos sus compañeros se quedaron boquiabiertos sin saber qué decir; y, aunque hubiesen dicho algo, el árbol de las palomitas ya no habría escuchado sus consejos, porque por fin había aprendido a escucharse a sí mismo.
El arbusto descubrió que cada uno tiene capacidades diferentes y no menos buenas que el resto. Se sintió muy feliz y orgulloso de ser lo que era, un árbol de palomitas, y jamás volvería a tratar de ser lo que los demás querían que fuese.