Oímos decir “la España vacía”, “la España vaciada”, cuando nos referimos a territorios con poca población. Válidas las dos para aludir a zonas con muy escaso asentamiento humano. Hay un vacío, relativo a un pueblo con poca o ninguna gente; y una España vacía, si hablamos de esa parte de la nación con pocos habitantes.
Todo el mundo huye a la ciudad, con más oportunidades de trabajo. En la España vaciada se quedan los mayores; los jóvenes buscan en la ciudad un futuro mejor, pero nada que ver con la vida tranquila del pueblo. Hay una España cada día más despoblada. Su población joven prefiere otros lugares. El campo no tendrá relevo poblacional. Nadie lo desea, aunque de él vivimos los urbanitas. Al vacío poblacional se une la exclusión financiera o sanitaria y de otros servicios que tiene la ciudad, pero no los pueblos.
Los pueblos vacíos, despoblados, se rebelan contra la situación. Vienen a la capital para mostrarnos un encuentro de oportunidades, las posibilidades de empleo y calidad de vida, basados en el bienestar y la sostenibilidad social, económica y medioambiental. Hace posible cada año este encuentro el ayuntamiento de ayuntamientos. Vela por todos los pueblos, nos los acerca, como muchos jóvenes titulados prefieren la vida del pueblo a la de la ciudad, asfixiante, más cara, con menos calidad ambiental y de vida. ¡Qué fuere de los pueblos sin las diputaciones!
Los pueblos se acercan a la ciudad para mostrar sus oportunidades: tradiciones, medio ambiente, salud, bienestar, modernidad, competitividad, infraestructuras, adaptación a los cambios… Y nos enseñan su artesanía, sus empresas, sus productos, sus tradiciones, su folclore… Por eso no están solos. Hay una institución cercana que vela por su supervivencia, que les ayuda a mejorar su ganadería, sus abastecimientos, los caminos rurales; presente en sus fiestas y tradiciones; que les lleva teatro y música en verano.
Extremadura es toda pueblo. No podemos ni debemos abandonarlos, ni ir a ellos solo de fiesta. La ruralidad es la seña de identidad de esta comunidad adehesada, con grandes superficies de encinas y alcornoques, pero también parcelada, con huertos de supervivencia, con más calidad de vida, con industrias incipientes, donde acuden quienes desean una vida más tranquila, alejada del tráfago de las ciudades.
Las estadísticas nos dicen que el campo no tiene relevo generacional; la población de las ciudades, tampoco. Cómo podremos vivir sin el campo, sin los pueblos vaciados, con ciudades sin nueva savia humana que recoja la antorcha de sus mayores. Se quedan solos muchos pueblos, vaciados, despoblados. Van muriendo los mayores; no nacen niños porque no hay jóvenes y la vida es cada día más dura. Tampoco hubiere relevo generacional.
Se han formado los hijos en la ciudad, pero vuelven al pueblo con sus padres. De ellos aprenden a labrar las huertas, a recoger los frutos cuando estén maduros; a cuidarlos cuando enfermen, a seguir su estela para mantener viva la llama de los pueblos; como las diputaciones, sin cuyo concurso no podrían subsistir.