Somos idiotas. O lo que es peor, estamos amamantando una generación de idiotas. El origen etimológico de la palabra nos lleva al término griego ‘idios’, que significa ajeno a la realidad, persona que se ocupa solo de lo suyo y no de lo público.
Chomsky elaboró una lista de estrategias de manipulación mediática de las masas, puestas en práctica abiertamente por los poderosos en las actuales circunstancias que nos afectan a todos. Eso sostiene la teoría de que la ignorancia en la sociedad es importante para manejar los hilos de las marionetas en las que nos hemos convertido, en este teatro de títeres que es nuestro nuevo mundo. Porque el que no sabe no piensa, no se cuestiona. Solo alcanza a ver la realidad distorsionada que otros quieren que capte y acepte, con una voluntad pusilánime y fuera de servicio.
Han logrado distraer nuestra atención de lo verdaderamente importante, lo que está de fondo, haciendo que nos concentremos en una lucha diaria por cumplir unas normas que nos han sometido a una esclavitud que creíamos erradicada.
Nos han envuelto en problemas para los que nos ofrecen mágicas y efectivas soluciones. Han introducido cambios graduales en nuestros modos y costumbres de forma tan sibilina que no hemos sido conscientes de ello. Han conseguido que aceptemos medidas impopulares, ‘por nuestro bien’, con absoluto convencimiento y resignación.
Nos han lanzado discursos más propios de público infantil que de adultos, que nos han dejado sin capacidad de reacción. Han tocado nuestras emociones con su varita mágica, transformando la reflexión en miedo inconsciente. Han reducido la calidad de la educación, para incrementar el número de ignorantes. Han estimulado la autocomplacencia por la mediocridad.
Han exacerbado nuestro sentimiento de culpabilidad por todo lo malo que nos pasa. Han llegado a saber de cada uno de nosotros más que nosotros mismos, ayudados por los grandes avances científicos y tecnológicos, y lo han sabido utilizar para ejercer un control absoluto sobre nuestras cabezas.
Por si fuera poco, la libertad de expresión recogida en nuestra Constitución ha pasado a ser un concepto de ciencia ficción. Según el artículo 20 “Se reconocen y protegen los derechos a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción. Y el ejercicio de estos derechos no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa”. Ya nos gustaría.
Son muchas las personas que han asumido, gracias a las restricciones de los últimos meses, que su vida se reduce a su horario laboral (quien tenga la suerte de conservarlo, muy a menudo online), y al rato de compras de víveres en un supermercado, que viene a ser lo más parecido a la añorada vida social de antaño. Los más dóciles interiorizan estas reglas de esclavitud, normalizadas a golpe de decreto ley.
Pero va emergiendo una pléyade de rebeldes e inconformistas que tienen mucho que decir y asumen como obligación remover conciencias; que no admiten permitir, sin más, que arrasen con aquello por lo que han luchado nuestros antepasados, logros conseguidos a fuerza de sacrificios y penurias.
La clase política tiene que estar al servicio de la ciudadanía y no al revés. Son demasiados y perfectamente prescindibles la mayor parte de ellos. Crece la indignación y las dosis de desesperación son altamente preocupantes.
Los idiotas somos mayoría. Más nos vale aterrizar de una vez; aún estamos a tiempo de recuperar lo que hemos ido perdiendo a lo largo del camino, pero el cronómetro corre en nuestra contra y a favor de la consecución de abyectos objetivos que pocos parecen ver.
“May capere Deum confessi sunt nobis”