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La huella de donde venimos

La huella de donde venimos
Majada de la Remajosa, construida por José Blanco Hernández. Foto: Cedida
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He querido escribir este artículo para que los jóvenes de Segura de Toro y otros pueblos sepan y no olviden lo que se hacía en nuestro pueblo, y en otros del Norte de la provincia de Cáceres, en un pasado no tan lejano.

Los no tan jóvenes verán reflejadas en sus vidas muchas de las cosas que cuento, y estoy seguro que se acordarán de los familiares que ya no están con ellos y que forman parte del legado de tradiciones que a ellos les legaron y, a su vez, ellos nos las transmitieron, y nosotros se las debemos transmitir a los que vengan.

El hilo conductor de mis palabras es nuestro vecino José Blanco Hernández, que ha fallecido recientemente y que representa eso, la huella de donde venimos. Comenzamos…

Hace años, aunque no tantos, para escaparnos de la realidad nos refugiamos en internet; ahora, sin embargo, para huir de internet nos refugiados en la realidad.

Este camino de ida y vuelta enfrenta y compara dos fenómenos, dos comportamientos y dos formas de entender la vida: el mundo ‘analógico’ (usos, formas y costumbres tradicionales) y el mundo ‘digital’, el mundo de los ordenadores y pantallas que nos ha venido impregnando a lo largo de los últimos 20 años.

El pasado 3 de noviembre de 2025 nos ha dejado José Blanco Hernández, ‘José el de Dora’ como le nombrábamos en el pueblo. Este segureño representa como nadie, desde mi humilde opinión, ese mundo analógico, esa huella de donde venimos que antes mencionaba y de la que estamos impregnados mi generación y todas las generaciones anteriores a la nuestra.

La huella de donde venimos
José Blanco Hernández. Foto: Cedida

Mi primer recuerdo de José, mis primeras imágenes, me trasladan a muy cerquita de nuestra casa, en el barrio del Llano. Lo que es hoy la Casa Rural de Begoña y Paco antes era la casa donde vivían José y Dora; este matrimonio, con sus hijos, que ha estado tan unido a mi familia durante toda la vida.

A la casa se entraba por una pequeña puerta de barrotes, de aquel hierro tan antiguo, que daba a un pequeño corral; al fondo a la derecha había un pequeño cuarto que hacía las veces de almacén de herramientas, y del que recuerdo entraban y salían gallinas.

Al lado del cuarto, bajo un balcón de madera, en el centro, la entrada a la casa, donde te recibía un pequeño salón y es ahí donde recuerdo a José, con mis 4 años, cortándome el pelo (1963).

Unas escaleras de subida daban a otro espacio donde recuerdo estaba encendida siempre la lumbre, donde Dora arrimaba pucheros y sartenes y nos asaba unos calbotes (castañas) y unas “palomitas que volaban” que ni te cuento.

Recuerdo a José secándose al lado del fuego cuando “venía de las cabras” en aquellos inviernos en los que llovía tanto y tanto.

En ese mundo tan opuesto y distante a nuestro José, el mundo digital de pantallas y ordenadores, la emergente y actual inteligencia artificial se inicia con un primer concepto llamado ‘algoritmo’, que para los no iniciados sería como una idea amplia y generalizada, por ejemplo: la relación del hombre y el ganado con el campo; un segundo concepto sería el ‘programa informático’, que sería la ejecución concreta de esa relación del hombre con el ganado y el campo; finalizando con un tercer concepto, que sería ‘el lenguaje’ que necesitaríamos para llevar a cabo esa relación.

Pues bien, la sola presencia globalizadora de José constituye por sí misma un algoritmo digno de estudio; José es el más fiel estandarte de la huella de donde venimos: el campo y el ganado. Si tuviese que presentar en la universidad una tesis doctoral, que no tendría fin, llevaría por título ‘El hombre que sabía hacer de todo’.

José había nacido en las tierras altas y montañosas del Valle del Ambroz, en el norte de la provincia de Cáceres; en el “espinazo pétreo de Castilla” como definió a nuestra zona el gran Miguel de Unamuno. José vino al mundo hace 91 años en la bella localidad de Segura de Toro, la Montaña Sagrada de los vetones, aquel pueblo que ya poblaba estas tierras hace la friolera de 2.700 años.

Los vetones eran pastores y guerreros. Esta tradición pastoril todavía está presente en Segura de Toro, y es José uno de los principales eslabones de esta cadena de tradiciones, de usos y de costumbres en torno al ganado y al campo que ha ido pasando de generación en generación en esta localidad.

José dominaba y domaba a la sierra con su rebaño de cabras. La majada de invierno la tenía en la Remajosa, en la zona de solana, en una de las caras del monte al que llamamos ‘el Picute’ y donde los primeros rayos de sol aliviaban a las cabras y a él mismo las duras noches del invierno.

La majada de verano la ponía al sitio que llamamos ‘el Horquito’, situada muy arriba en la sierra, cerquita de la garganta, con el fin de que en verano las cabras tuviesen el agua fresca de la garganta y más cerca los verdes pastos y las vainas de los carabones (plantas a modo de escobas altas que producen semillas leguminosas muy apetecibles para el ganado).

La huella de donde venimos
Fotos: Cedidas

El oficio de cabrero tiene unas connotaciones, situaciones, que contarlas y explicarlas daría para horas y libros sin ver nunca el final. Cuando un albañil, un fontanero, un banquero, o cualquier otro oficio, deja de trabajar, puede volver a retomar su profesión en cualquier momento, pero cuando un cabrero vende sus cabras no es lo mismo, ya que es muy complicado volver.

Lo primero es que en torno a las cabras gira la familia entera. Es aquí, y así ha sido durante muchas generaciones, donde todos los hijos colaboran, por pequeños que fueran, y sobre todo la mujer, la esposa, se hace grande e imprescindible. La sociedad matriarcal emerge con estas mujeres valientes que, aparte de las tareas de casa, administraban el dinero, compraban y pagaban, hacían y vendían el queso y los cabritos, limpiaban y barrían las majadas (con aquel polvillo que emanaba del estiércol de las cabras y se les metía en los pulmones, que las dejaba apenas sin respirar), atendían la matanza, los huertos, regándolos y recolectando; y además, la mayoría de las veces, aparte del cuidado de los hijos, siempre tenían una o dos personas mayores a su cargo, un familiar de ella o del esposo, en aquellos tiempos donde no existían las residencias de mayores. Es aquí donde el feminismo tiene una de sus fuentes, con este tipo de mujeres que se atrevían con todo y no se dejaban dominar por nada ni por nadie, sino que mandaban, y mucho.

Pero volvamos a nuestro José, que aparte de dominar el entorno de la cultura pastoril-cabreril tenía unas manos que sabían hacer de todo; con el cuero nada se le resistía; utilizaba la ‘lezna’, herramienta con punta, con maestría: lo mismo te curtía una piel para hacer unos ‘zahones’, los morrales para colgar en el hombro y que contenían la comida en el pastoreo de las cabras, los cinturones, las cinchas, los collares y la unión, con material de los badajos a los campanillos; las albardas, aparejos y los atajarres siempre inmaculados que ponía a los dos burros que utilizaba para bajar la leche de las majadas y también para arar los huertos; los serones y las aguaeras para la carga de cualquier cosa en los burros, o el mulo, los remataba como nadie. “El secreto para que la piel (de cabra, zorro, conejo…) se curta bien está en el secado de esta y que esté bien estirada”, me decía José. Siempre tenía una aguja larga, de metal o hueso, en la majada, para un ‘por si acaso’.

El vaciado de cuernos, tanto de vaca como de cabra, era una de sus especialidades; toda vez que los vaciaba, fabricaba las cuernas, que las hacía de todo tipos y tamaños. Las cuernas, a modo de recipientes, las tapaba, tanto en la parte inferior como en la superior, con tapas de corcha que se unían al cuerno con una pequeña tira de piel curtida. Cuernas para la sal, el azúcar, el aceite, el vinagre, para meter la comida, para beber agua en las fuentes de la sierra, etc. Las cuernas eran la prolongación de la cocina de la casa en la sierra, servían para todo. En tiempos más modernos las cuernas las solía fabricar para regalarlas.

Sobre su dominio de la chapa, debemos de tener en cuenta que hasta 1973-74 no vino la era del plástico, y antes había que apañarse con lo que había. La chapa se dejaba dominar mejor que el hierro, aunque con el hierro José no se quedaba atrás. Le valía cualquier tipo de chapa, bien de tapaderas de cualquier recipiente, de latas, de bidones de todo tipo, que cuando llegaban a sus manos las cortaba con la tijera fuerte y las moldeaba que era un primor. Con la chapa hacía clavos, hebillas y chinchetas para unir los objetos que de piel fabricaba.

En las puertas de los corrales, majadas, chiveros, zahurdas, chozos, siempre estaba presente la chapa, ya que al ponerla en las partes inferiores protegían las puertas de las inclemencias atmosféricas. Siempre me fijé en las terminales de las vigas de madera de todo lo que construía, que José las envolvía con chapa para protegerlas; con chapa protegía también las partes delicadas de las herramientas que utilizaba. En tiempos en que no había luz eléctrica sus prodigiosas manos eran capaz de hacer candiles y faroles de chapa para alumbrar. “La chapa es la hermana pequeña del hierro”, José me decía.

Otra habilidad suya era el taller de la madera; con la zuela para desbastar la madera, la lezna para darle forma y la navaja para pulirla, José te hacía pipas para fumar (de raíces de brezo), sillas, taburetes para sentarse y ordeñar, cucharas largas y cortas, tenedores, cuencos para comer, el mortero de cocina con la pequeña porra para machacar las especias, etc.; con la madera de aliso, “que es la que más se deja”, me decía Jose. Raro es el segureño que no tiene alguno de estos elementos en su casa.

La madera del hojaranzo (Almez: Celtais australis) para las cayadas (garrotes) y yugos para el arado. La madera de castaño para las vigas, escaleras y ‘burros’ (escaleras piramidales) que utilizaba para coger la fruta de los árboles y subirse a donde hiciera falta. Mangos de madera para todo tipo de herramientas: zachos, zuelas, azadas, horcas, pelastras, segurejas, hoces, palas para aventar el trigo, etc. La madera de jara o los huesos tallados para los ‘vetijos’ (pequeños palitos redondeados que se introducía en la boca de chivos y chivas, crías de las cabras, con una tira de cuero que por los dos lados de la boca se enlazaba y se sujetaba a los pequeños cuernos y que les permitía pastar con las madres pero no mamar la leche de sus ubres hasta que al atardecer no estuvieran de vuelta a la majada, cuando José se los quitaba de las bocas, ordeñaba y le daba una parte de la leche a las crías para alimentarlas y otra parte la reservaba para hacer el queso).

Cuando uno ordeña con las manos se templa la leche y se templa uno mismo. Esto no me lo dijo, pero estoy seguro que José lo pensaba; “¡Ka!”, como decía él.

La caza José la dominaba como nadie, ya que constituía un complemento importante para la economía y el alimento familiar. Podría estar hablando horas enteras de cómo José ponía y recogía las trampas: “Hay que andar listo y saber más que ellos, los animales y pájaros”, me decía. “A los animales hay que cogerlos en silencio”, otra de sus bellas frases.

Sirva de muestra cuando me contó que era capaz de “coger perdices” cuando se acercaban a beber agua en las fuentes naturales de la sierra con tan solo una manta; José se tapaba con la manta que utilizaba para el frio y la lluvia cuando sacaba a las cabras, y andando agachado de rodillas, cubriéndose la cabeza y el medio cuerpo con ella, muy despacio, despacísimo, se aproximaba a la perdiz y se tiraba encima de ella. Imagínense la escena, impresionante. Conejos, garduños, zorros, jabalíes, rapaces, huevos en nido de todo tipo, etc.; a José nada se le resistía.

En los años que utilizaba los cántaros para, a lomo de los dos burros, bajar la leche de las majadas, el agua o la miel, también dominaba el arte de estañar para reparar con estaño los cántaros, los cubos o cualquier otro recipiente de latón.

La huella de donde venimos
Fotos: Cedidas

Para la matanza del cerdo, aquellos que con tanto esmero criaba, de capa negra y blanca, el despiece lo ejecutaba con una gran maestría y en la cura de los jamones, un autentico manjar en la alimentación familiar (que un jamón se estropeara era una auténtica tragedia) José me decía: “Hay que ‘pisarlos’ bien para que sangren”; “La sal que los cubre siempre tiene que estar húmeda” (se la rociada con un poco de agua según los días); “Hay que poner, encima de la sal, una tabla de madera y encima de esta una gran piedra para que los jamones estén bien ‘presionados'”; “Cuando se saquen de la sal (tantos kilos pesaban, tantos días había que tenerlos en sal) los jamones hay que volverlos a ‘pisar’, colgarlos y ventilarlos, situándonos cerca de una ventana para regular la entrada del aire”. Y para saber que ya están curados “Hay que ‘atentarlos’ (tocarlos) y presionar con el dedo pulgar en el corbijón (parte superior del jamón, por debajo de la pezuña y del hueso saliente) y comprobar que está dura la corteza”.

El ‘andamiaje’ de madera que construía y situaba cerca de la chimenea para el secado de chorizos y morcillas era una autentica obra de artesanía. Verle desollar un cabrito o una cabra era una maravilla; con el cabrito colgado de una viga a la puerta de la majada, el cubo de agua clara, la navaja perfectamente afilada y el trapo blanco, muy limpio, colgado en el hombro, José procedía a separar la piel y luego al vaciado de vísceras. “Que la mano no toque la carne, hay que moverse con la navaja, el puño y el trapo”, solía decir José.

La miel era un complemento importante en la alimentación familiar (dulces, tostadas, azúcar, etc.) y en su elaboración José era un auténtico maestro. Solía coger las abejas reinas con todas sus obreras y panales en los troncos de los robles de la sierra para después, introducidas en cántaros, proceder a su traslado a las colmenas de corcho que él mismo fabricaba.

Por increíble que parezca, José observaba los bebederos en la sierra donde las abejas iban a beber agua y las seguía con la vista si después de beber agua iban en una u otra dirección. Con la observación y el seguimiento de muchas horas y muchos días José era capaz de averiguar el árbol, normalmente roble, o el sitio donde las abejas tenían su casa con sus panales de miel.

Las colmenas artesanales de corcha eran verdaderas obras de arte ya que José dominaba magistralmente el corcho, que con antelación extraía de algún alcornoque. Siempre me llamó la atención los clavos de madera de jara que él mismo fabricaba y utilizaba para unir las distintas partes del corcho en la colmena. “La unión de la madera con el corcho hace buena compañía y dura más”, le escuché decir.

Las uniones de la juntas de corcho de la colmena las solía sellar con un barro arcilloso que, cuando se secaba, se volvía duro e impenetrable; este barro lo cogía en la ‘Farranca’, un lugar cercano al pueblo donde también solían acudir a cogerlo todos los vecinos del pueblo, ya que en verano renovaban el suelo de las casas con este barro. Este es un hecho muy curioso y digno de recordar.

En el interior de las colmenas colocaba unos palos de madera que cruzaba unos con otros para que allí fabricaran y se sujetaran los panales de miel de las abejas. Una miel espectacular que todavía hoy continúa en mi paladar. En los últimos años ya utilizaba las colmenas-cajas, más modernas.

Los cinchos de queso (recipientes circulares para su elaboración) en los primeros años los hacía de esparto, planta gramínea que José recolectada para hacer todo tipo de enseres (cestos, capacetas, alfombras, etc.); luego utilizaba la madera de arce (“esta es fuerte y se deja trabajar”, me decía).

La tabla de escurrir el queso la hacía de nogal, madera dura e higiénica; al igual que el pequeño asiento de madera de tres patas con el molde de hierro de suela de zapato en una esquina, que utilizaba para arreglar los zapatos y las alpergatas. Este asiento, pero con yunque de hierro en un extremo, también lo utilizaba para arreglar los campanillos.

Con los campanillos José era un auténtico maestro, ya que los de sus cabras duraban eternamente por lo bien que los cuidaba y mantenía. Yo digo que los campanillos son “las voces y la música de la sierra”; en nuestro pueblo siempre se ha tenido un gran culto a los campanillos, ya que con ellos se tenía perfectamente localizado al ganado, aunque hoy en día ya se utilizan los collares digitales, que te mandan la información al móvil para saber la ubicación del ganado (¡Madre mía, lo que nos quedará por ver!). Menos mal que los campanillos los seguimos utilizando y tengo a bien tener un recuerdo para Vicente, aquel segureño que dominaba a los campanillos y al cuero como nadie.

Pero volvamos a nuestro José, que con su pequeño golpear con el martillo era capaz de sacar a cada uno de sus campanillos una música- sonido distinta, y cuando los escuchaba en la sierra sabía perfectamente el nombre de la cabra que lo tenía puesto sin verla; los estañaba y recortaba según se hacían viejos con el uso. Lo que él disfrutaba cuando sacaba de la majada a pastar a sus cabras con sus buenos collares y el bello sonar de los campanillos. “No hay cosa más bonita que ver a una cabra vieja retozar en una canchera, oyendo su campanillo” (esto no me lo decía José, pero estoy seguro que lo pensaba, como lo pienso yo).

Por cierto los collares de cuero que hacía José de los que colgaba los campanillos que ponía en los cuellos de sus cabras eran auténticas obras de arte artesanales; collares de diamantes.

La huella de donde venimos
Fotos: Cedidas

José dominaba todo el proceso de elaboración del vino, y siempre estaba pendiente de las parras y, aunque no tenía muchas vides, lo hacía para su propio consumo anual; era un vino tinto fuerte y recio como él.

Algunos años también hacían, con el sobrante de racimos y pellejos del pisado de las uvas, aguardiente, y es que en la cultura pastoril de la sierra existía la costumbre de echar un buen trago de aguardiente al comenzar la jornada; o en la matanza del cerdo cuando este se estaba chamuscando con hojas de helecho y los presentes, embargados por la emoción del momento, echaban un trago de aguardiente casero; todo un momentazo.

Cuando le visitabas en su casa, José siempre te recibía con un “bebe un trago de vino”. ¡Lo que disfrutaba José viendo los toros en la televisión y echando un trago de vino de vez en cuando!

En el dominio de la piedra, queridos amigos, José es un punto y aparte. El ‘tallador de la sierra’ o ‘el Miguel Ángel de las cumbres’, le apodaba yo. Sabido es que nuestros antepasados los vetones, aparte de ganaderos y guerreros, eran también grandiosos talladores de piedra; de ahí que la plaza de Segura de Toro, en su centro, la presida el famoso Toro de piedra, tallado hace la friolera de 2.700 años; aparte tenemos también un verraco que representa a un jabalí, el famoso guerrero de piedra con la espada en el pecho y varias estelas funerarias.

Pues bien, José lleva en sus venas esta herencia de los Vetones, herencia pulida con la observación de cómo trabajaba la piedra Manuel ‘el portugués’, aquel hombre que en la década de los 50 del siglo pasado talló las piedras de las maravillosas fuentes situadas en la carretera de acceso a Segura y que las llamamos ‘Fuente Primera’, ‘Fuente Segunda’ (la del Medio) y ‘Fuente Tercera’ (la del Perenal), aparte de hacer muchos pilares que le encargaban para abrevar el ganado ubicados en las fincas rústicas del pueblo.

José también aprendió mucho de Emiliano, “aquel hombre que no le gustaba tener a nadie al lado que le ayudase y que era increíble cómo dominaba las grandes piedras, él solito, a base de palancas, en la construcción de corrales y majadas para el ganado, casetas y casas que le encargaban las gentes de Segura”, me cuenta José.

Con todo lo aprendido, con su motivación, con su inteligencia e instinto natural y su propia iniciativa personal, José dominaba la piedra y la construcción en seco como nadie. Recuerdo cuando construyó la caseta del prado de La Remajosa, que todavía continúa allí sin moverse, las piedras grandes en los cimientos, las de las esquinas perfectamente alineadas y talladas; la vigas de castaño para el techo, en el sitio justo; la puerta de madera hecha a su forma y manera. La puerta y todo lo que quitaba de un lado le valía para otro. “Y es que, en esta vida, no hay que tirar nada, todo vale”, me decía José.

Como sabía de dónde venían los vientos (y en la sierra cuando sopla, sopla fuerte) solía proteger los laterales del tejado colocando grandes piedras donde más soplaba. “La cabeza siempre tienes que estar ‘bullendo’ (pensando)”. Otra de sus frases-sentencia.

Por cierto , la predicción del tiempo también la controlaba; viendo las reacciones y comportamiento de sus cabras sabía si haría frío, llovería o nevaría. “¿Ha llovido ayer mucho en la sierra?”, le preguntó un día mi hermano. “¡Ka!, ha llovido poco, los ‘escarbaeros’ de los conejos apenas tienen humedad”, le respondió José. Los conejos, cuando escarban la tierra, van dejando unos pequeños montículos de tierra, ‘escarbaeros’, que José o bien con la mano o con el pie los movía y observaba si estaban mucho o poco húmedos. Hay que tener en cuenta que el terreno de la sierra es duro sobre todo con las heladas en invierno, y los conejos cuando escarbaban sacaban la tierra, que, al estar movida y blanda, le permitía a José realizar estas observaciones. La respuesta de José es la de un hombre “que tiene metido el campo en sus ojos”, como diría el gran escritor Miguel Delibes.

Ya mayor fue capaz de construir otra caseta de piedra en el sitio del Hoyo. Allí dejó también su huella.

Herencia de los Vetones son los chozos, las corralejas, las zahurdas y los bujíos, y aquí es donde José disfrutaba; hay que ver cómo construía los chozos: los brocales circulares de piedra, su andamiaje piramidal a base de palos de madera; y la posterior cubrición con escobas entrelazadas entre sí. Dentro del chozo, la cama de tablas de madera con el acolchado de helechos y la ‘chistera’ en su sitio justo. Esto de la chistera es increíble; la chistera era una piedra grande rectangular que se ponía, mirando hacia el interior del chozo, a la altura de la última fila de piedras del brocal del chozo, justo por debajo del inicio de las escobas, de modo que el cabrero hacía fuego dentro del chozo y las llamas golpeaban a la piedra-chistera que sobresalía al interior y que estaba encima de la lumbre, sin peligro alguno para los otros elementos del chozo. La parte superior del chozo, donde acababan y se juntaban en forma piramidal las últimas escobas, José forzaba su unión con un cubo viejo de latón o una chapa circular. “Para dar fuerza a las escobas”, me decía.

En la sierra de Segura dejó su huella en la construcción o mantenimiento de zahurdas, bujíos y corrales. “Tenemos que mantener lo que nos dejaron los antiguos”, me decía José. Estas pequeñas construcciones estaba situadas en lugares estratégicos de la sierra. Si paria una cabra lejos de la majada, pues allí la metía , a salvo de las alimañas, para pasar la noche; o los cerdos, cuando los soltaban a la bellota, los encerraba por la noche; o el cabrero, para refugiarse de alguna tormenta, en estas pequeñas construcciones de piedra que tenían incorporado un habitáculo con techo de piedra y barro. Una maravilla que hoy en día se podrían restaurar para, como me decía José, “mantener lo que nos dejaron los antiguos”. Las paredes que hizo José en los bancales, algunas de más de dos metros de altura, en los huertos de la sierra donde José cultivaba las hortalizas, ahí siguen, sin caerse.

Recuerdo el gallinero que José le hizo a mi familia en el sitio que llamamos ‘la Nogalera’, dentro del pueblo. Siempre me fijo en la pequeña puerta que puso y en las pequeñas escaleras de piedra por donde subían y bajaban las gallinas cuando mi madre o mi hermana sacaban al amanecer o encerraban al atardecer las gallinas. Parece que no tenga importancia lo de la puertecita y las escaleras, pero hay algo ahí que te hace volver la mirada hacia ello, y es que todo lo que hacia José, por pequeño que fuera, estaba envuelto de un magnetismo especial. Por cierto, entonces había que encerrar las gallinas por la noche, por miedo a la zorra o a la jineta. ¡Y actualmente también, con lo caros que se han puesto los huevos!

La huella de donde venimos
Fotos: Cedidas

Quiero detenerme en la majada de la Remajosa, la cual era el sitio principal donde José guardaba las cabras y en torno al cual giraba parte de su vida. Esta majada, como ya expliqué, se encontraba en una de las caras del monte que llamamos ‘El Picute’, y estaba situada en la parte superior del prado que abastecía de hierba y heno a la prolongación de sus brazos, como eran los burros y más tarde el mulo. Me detengo en esta construcción porque, en las muchas horas de grabación que tengo con José, él me contaba cómo hicieron la majada junto con su padre tío Silvano y su familia (un recuerdo grande también para tía Manuela, la madre de José y que vaya si le transmitió toda esa genética que les estoy contando).

Es que la construcción de dicha majada, por humilde que sea, es una autentica obra faraónica, teniendo en cuenta los escasos medios con lo que entonces se contaba, y paso a detallarla. Lo primero que había que hacer era dominar la inclinación del terreno, que de una escala del 1 al 10, la situaríamos en el 8; para ello contrataron a Emiliano, aquel cantero que me decía José que no le gustaba tener nadie al lado; él solo, con su gran maña, se aviaba, A golpe de marra y piqueta cortaron unas enormes piedras para colocarlas en la base de la pared de la cara norte, que es la que más sufría la presión del terreno (los cortes todavía pueden verse en la cantera de grandes piedras que está muy cerquita). La misión de Emiliano era construir de piedra todo el perímetro de la majada, unos 25 metros de largo por 7-10 metros de ancho. Entonces no había prisa y la lentitud del tiempo era su más fiel aliado.

Toda vez consolidado el perímetro, con los grandes movimientos de tierra que tuvieron que hacer, a base de pico y pala, tanto para la nivelación del suelo como para el asiento de las grandes paredes, de piedra, había que traer las vigas tablas de madera tanto para el tejado como para las puertas de acceso, separaciones de los chiveros’, etc.

La madera estaba lejos, muy lejos de la majada y no era fácil traerla, ya que el trasporte era lo que había: los burros y los caminos escarpados, estrechos y sinuosos de la sierra. Me contaba José que su padre, tío Silvano, había comprado en la sierra la corta de unos árboles a los propietarios de la finca donde pastaban sus cabras y todo el ganado del pueblo. Finca que todavía hoy sigue siendo mancomunal, y en la que su padre tenia una pequeña participación en la propiedad, al igual que otros muchos vecinos del pueblo. Pero lo asombroso e increíble era la gran distancia y aquel camino, tan quebradizo no, lo siguiente, a la que estaban aquellos árboles de la especie Acer monspessulanum (arce), a los que su padre tío Silvano los tenía echado el ojo por lo valioso de su madera.

Le comentaba yo a José que lo normal era, como hacían la mayoría de los vecinos del pueblo, cortar las vigas de madera para las construcciones o renovaciones de las casas, casetas, corrales, etc. (entonces es lo que había: madera y piedra) en la zona que en el pueblo llaman de los castaños, situados también arriba en la sierra, y que bajarlas también era una autentica obra de ingeniería , un esfuerzo tremendo, debido al dificultoso y estrecho camino de bajada y los escasos medios con los que se contaba: caballos, burros, mulos, sogas-cuerda y las manos de familiares y vecinos.

Me contaba José que quizás su padre descartó traer las vigas de la zona de los castaños porque había que cruzar la garganta y entonces no había ningún puente en la sierra para cruzar. Pero es que los árboles, arces, con los que se había quedado tío Silvano estaban muchísimo más arriba de la zona de los castaños, con el añadido de que estos árboles estaban metidos en el cauce de la garganta. Y ojito con esta garganta y con esta zona, tremendamente escarpada, muy inaccesible; incluso el mismo ganado huía de allí, no quería ni arrimarse, porque la garganta estaba encajonada, las grandes piedras resbaladizas y el terreno muy empinado, y al más mínimo paso en falso el ganado se despeñaba a la garganta.

A todo esto había que unir la gran distancia a la que estaban estos árboles de la majada. Lejos no, lo siguiente y, ¡Madre mía!, del camino mejor ni hablamos. La zona se llama ‘el cerrillal’ (el cerrillo es una variedad de gramínea que allí crece), justo por encima del ‘vao de los acebos’ (zona de paso, en la garganta, de la umbría a la solana), donde están las grandes cascadas de la garganta. Pues queridos vecinos y queridos lectores, cortaron los árboles y bajaron sus vigas para el tejado de la majada. Yo, sinceramente, todavía hoy me cuesta imaginarlo, pero como me dice José, “nos dimos maña para bajarlos”, con las manos, las cuerdas, palancas de madera, en algunos tramos con el caballo, burro o mulo de tiro. Y no fueron ni uno, ni dos, ni tres días, sino muchos.

Todavía sin recuperar el aliento, me sigue contando José el tema de las tejas, para el tejado de la majada, aquellas tejas tan grandes, antiguas, que pesaban un montón. Su padre las había comprado en la cercana localidad de Aldeanueva del Camino, distante unos cuatro kilómetros y medio aproximadamente. Para el transporte de las tejas, en aquellos duros años, contaban con sus dos burros que, aunque pequeños de estatura, “tenían un paso listo”, me dice José.

Las tejas las cargaban en los dos burros y ellos mismos, en las alforjas al hombro, también se cargaban las que podían. Me cuenta José que los burros llevaban una “carga apretada”; vamos, que “sacaban la lengua” para poder respirar, del esfuerzo tan grande que tenía que hacer con las tejas sobre sus lomos.

A medio camino, entre Segura y Aldeanueva, más o menos, ya en la dehesa de Gargantilla, hacían un alto para descansar y descargaban todas las tejas de los dos burros, y las que llevaban ellos en las alforjas, descansaban un rato y escondían la mitad de las tejas, tapándolas con palos, escobas o zarzales.

Retomaban el camino con la otra mitad de las tejas distribuidas entre los dos burros y ellos con las mismas tejas al hombro en las alforjas (se utilizaban antes para meter la comida, lo mismo que los morrales). Ahora los animales iban más aliviados con la mitad de la carga.

En el camino de Aldeanueva a Segura tenían que cruzar la dehesa de Gargantilla, pueblo cercano a ambas localidades. Llegaban muchas veces de noche a Segura y descargaba las tejas en las faldas del monte del ‘Picute’, que como ante decía tenían la majada en una de sus caras, llegando a la cima. Y es que la subida a la majada desde abajo también se las traía por lo empinado del terreno, aunque la distancia era más corta. Al día siguiente las acababan de subir, y cuando podían volvían a por las tejas que habían quedado escondidas en la dehesa de Gargantilla y luego otra vez a Aldeanueva, repitiendo otra vez todo el proceso. Total, que durante muchos días y muchas noches, con mucho esfuerzo, lograron traer las 1.200 tejas que necesitaban para la majada y para renovar otras construcciones de la familia, transportando, de aquella manera, unas 180 tejas en cada jornada. “Nos tiramos casi mes y medio para subir todas las tejas a la majada, ya que íbamos a por las tejas cuando el trabajo con las cabras y huertos nos lo permitía, la mayoría de las veces andábamos de noche, alumbrándonos con el farol”, me contaba José. ¡Y ahora las tejas en la caja de un coche todoterreno, en tres viajes y tres horas estarían todas transportadas! ¡Lo que cambian los tiempos! Los recuerdos que se le vendrían a la cabeza a José cuando, ya muy mayor, desde el balcón de su casa, miraba y miraba a la majada de la Remajosa, su majada.

La huella de donde venimos
Fotos: Cedidas

He querido dejar para el final la ilusión que tenía José con todo lo relativo a la música, tanto con las canciones tradicionales que con tanta maestría interpretaba como con la elaboración de todo tipo de instrumentos que José fabricaba para tocarlas. “Yo ya tenía el ‘run-run’ metido en la cabeza, pero en la mili aprendí muchas cosas”, me decía José. Y es que para hacer la mili, aquella mili tan larga, a principio de los años 50 del siglo pasado, le mandaron nada más y nada menos que a Melilla. Lo que debió suponer, en aquellos años, para José, como para otros muchos, dejar a su familia, meterse en el tren hasta Sevilla y luego cruzar el Estrecho de Gibraltar hasta llegar a Melilla. “Cuando vi el mar por primera vez me quedé parado”, me cuenta José.

Entonces hacer la mili era para muchos casi un descanso si la comparamos con la durísima vida y las carencias que suponía el trabajo en el campo. También suponía salir de casa por primera vez y, sobre todo, ver a otras personas, otros pueblos y otras muchas cosas. Era todo un mundo nuevo para José: los compañeros, el clima, la comida, las armas, los motores de los vehículos, los paisajes, la ropa, las maniobras militares, las herramientas y todo tipo de materiales, etc.

“Y, sobre todo, escuchar música todos los días”, me dice José. Música del cornetín, pequeña trompeta que tocaba los toques por los que se regían los horarios del acuartelamiento militar, y la música de la Banda Militar; “Cuando escuchaba a la banda tocar lloraba por dentro, acordándome de mi familia y de mi pueblo”, me decía José, emocionado. “En la mili aprendí muchísimo”, me decía.

De vuelta al pueblo y al mundo de la sierra, las cabras y los huertos, José comenzó a fabricar todo tipo de instrumentos musicales, pero lo increíble era que los hacía sonar y los tocaba muy bien. Hacía flautas grandes y pequeñas, de hueso y de todo tipo de maderas que le surtía la sierra. En la fabricación de dulzainas era un auténtico maestro; para ellas utilizaba la madera de arce (aquellos árboles que con tanto esfuerzo bajaron para la techumbre de la majada) y lo difícil que era hacer las boquillas con las lengüetas por donde se soplaba y sonaba; las lengüetas las fabricadas en una sola lámina finísima de madera, teniendo el dorso plano y en la parte superior una punta delgada y afilada que se ajustaba a la boquilla de todos los instrumentos de viento que fabricaba. La chapa la utilizaba mucho para adornar los instrumentos. Hacía sonar todo lo que le caía entre sus manos.

Me cuenta algo increíble: “Al atardecer de un día de verano sentí a dos lobos en el lugar de la sierra que lo llamamos ‘La barrera del Copete’, muy joven; muerto de miedo me subí a un viejo roble y allí estuve subido toda la noche, tocando de vez en cuando para ahuyentarlos una pequeña flauta de hueso que llevaba siempre en el morral”. Imagínense la escena, subido en el roble, de noche, muerto de miedo y tocando la flauta. Alucinante. “Los lobos no los llegué a ver, pero sabía que me estaban rondando”, me cuenta José.

Me quedé sin palabras cuando me enseñó el saxofón que había construido con un trozo de tubería vieja y el material de dos grifos del lavabo. Y empezó a tocarme una canción muy suya, ‘La pelona’.

De vez en cuando, como tengo tantas cosas grabadas de José, escucho las canciones tocadas con su dulzaina y parece como si estuviera volando sobre la garganta y la sierra de Segura. “Hombre, Mati, trae algún día la guitarra y me vas enseñando algo”, me decía cuando iba a verle. “El que me tienes que enseñar eres tú, que sabes mucho más que yo”, pensaba yo para mis adentros.

Un día llevé la guitarra para cantarles, a su esposa Dora y a él, una canción que les había compuesto cuando, ya por la edad, tuvieron que vender sus cabras.

José, José, ellas se han marchado
fueron, muchos, muchos años
La majada ha quedado vacía
La majada ha quedado barrida
El perro carea ha callado…

Se la canté en el balcón de su casa desde donde se oye el bajar del agua de la garganta y desde donde se ve su majada, la majada de la Remajosa. ¡Todo un momentazo, muy emocionante!

La huella de donde venimos
Fotos: Cedidas

Por cierto, la casa donde le canté la canción y donde vivió con sus hijos y su esposa Dora, ya no era la misma que aquella de mis primeros recuerdos con José cortándome el pelo. “Con lo que teníamos ahorrado y el dinero que gané trabajando en la carretera nos hicimos la casa nueva”, me contaba José. Aquí también dejó su huella José, trabajando en la carretera que se hizo para comunicar a Segura de Toro con el vecino pueblo de Casas del Monte.

Corría el año 1966-67, estando yo con los otros niños en las escuelas del pueblo, con 6 o 7 años; recuerdo el sonido largo de una trompeta (parecido al sonido de la trompeta de Manolo, el alguacil cuando ‘echaba’ los Bandos). Inmediatamente, si estábamos en el patio en el recreo, nos metían para dentro de la escuela, porque aquel sonido de trompeta era el anuncio de que iban a estallar uno o varios barrenos de dinamita que utilizaban para romper las grandes rocas del trazado de la carretera, que cuando explotaban los trozos de piedra se esparcían por todos los lados, llegando incluso al patio de las escuelas.

Recuerdo también aquella gran máquina excavadora, con su pala delantera tan grande que iba rompiendo el terreno de la ladera tan inclinada de la sierra. Y es que cuando salíamos de la escuela nos íbamos al huerto de tío Fabián, para desde allí observar aquella gran máquina que a nosotros nos parecía un monstruo enorme que devoraba con su pala y sus cadenas todo lo que se le ponía por delante: árboles, piedras, tierra, etc. Toda vez allanado de tierra el ancho de la carretera lo cubrían todo de piedra grandes y pequeñas, y es aquí cuando entra en escena José. Esas piedras las trituraban en otras mucho más pequeñas y más o menos del mismo grosor, muy parecidas a las que se ponen en el acolchado (balasto) de las traviesas y raíles en la vía del tren.

Recuerdo a José, junto con tío Nilo, con unas gafas ‘alambradas’, que parecían astronautas, y unas marras (martillos con punta en los extremos), golpeando la piedra, uno al lado de otro, hasta dejarla muy igualada en tamaño, para luego poder echar el alquitrán. Los dos, uno al lado del otro, grandes maestros de la piedra, avanzaban muy despacio con su lento golpear y golpear la piedra y el cigarro siempre en sus labios.

Siempre que voy llegando al pueblo y paso por la curva del casillón de tío Luis, un poco ante de llegar a los ‘pisos nuevos’, se me viene a la cabeza la imagen de José y Nilo picando la piedra con aquellas marras de mangos de madera muy largos. Pero no solo eso, y es que todavía vive Francisco, ya jubilado; aquel ingeniero de la Diputación de Cáceres que diseñó y estuvo pendiente de la carretera. Siempre que nos vemos en la ciudad de Cáceres me pregunta por la carretera: que si tiene algún bache, que si ha habido algún desprendimiento de rocas, que si las cunetas desaguan bien, etc. Y eso que han pasado 60 años y lo normal es que te pregunte por la familia, el trabajo, mi música, etc., pero es que a Francisco la construcción de esta carretera, por su dificultad y los medios con los que se contaba en aquella época, le quedó muy marcado, según me dice.

Y lo más significativo es que Francisco aún se acuerda perfectamente de José y Nilo; “Aquellos dos trabajadores, siempre uno al lado de otro, que levantando y bajando a la vez las marras, picaban la piedra, pero aquello parecía una coreografía de un baile”, me cuenta Francisco.

No me digan ustedes que esto no es emocionante; la grandeza de los hombres que hacen obras públicas está en que se acuerden de sus obras y de sus trabajadores. La próxima vez que vea a Francisco le tendré que contar que, al igual que tío Nilo se marchó ya hace tiempo, José también se ha marchado recientemente. A esta carretera apenas le aparecen baches. Tiene un maravilloso acolchado de tierra y piedras picadas que soportan el alquitrán.

Durante varios años José también fue vaquero del ganado comunal. Cuando llegaba la primavera los ganaderos del pueblo soltaban en la sierra las vacas y los caballos. Por cada cabeza de ganado al vaquero se le pagaba una cantidad estipulada. Durante la primavera, el verano y el otoño la misión de José era la vigilancia y estar pendiente del ganado, y como José dominaba perfectamente la sierra sabía por dónde se movían las vacas y los caballos. Periódicamente informaba a cada ganadero sobre la situación de cada animal: si había parido macho o hembra, si estaba gordo o delgado, si estaba enfermo, etc.

Otro puesto que desempeñó en el pueblo fue el de presidente de la comunidad de regantes. Ostentando este cargo fue cuando ocurrió hace 28 años la triste y famosa riada en Segura de Toro; en cuatro horas cayeron la barbaridad de 380 litros por metro cuadrado, causando grandes destrozos por el desbordamiento de la garganta y arroyos. La riada arrastró coches y ganado, destruyó prados, huertos y el puente romano que estaba en el lugar que llamamos ‘Bayona’ y causando graves daños a todas las construcciones cercanas al cauce, sobre todo a los chiringuitos donde la gente acudía a bañarse y a comer. Destruyó infraestructuras de riego, llevándose por delante las pesqueras (captaciones de agua en la garganta que mediante un canal se utilizan para regar los huertos y prados). Afortunadamente no hubo que lamentar ninguna pérdida humana, pero fue un escenario de miedo y dolor que las gentes del pueblo no olvidará nunca.

José se va haciendo mayor, y con el paso de los años su paraíso, su ‘mundo adánico’ es el huerto contiguo a su casa. “Hay que estar siempre moviéndose”, me dice. Allí vuelca toda su maestría en el cultivo de frutales y hortalizas, y en una pequeña caseta de piedra, la última que construyó, donde enciende la ‘lumbre’ (fuego) y se rodea de dulzainas, campanillos, cuernas, utensilios de madera y todo tipo de herramientas.

Es en esta pequeña caseta donde, hace unos años, le grabé la última entrevista mientras en una vieja sartén agujereada me asaba unos calbotes (castañas). Le pregunto si se había quedado algo en el tintero o alguna ilusión por cumplir en su larga vida. “Sí, me gustaría haber dominado la arcilla y construir objetos con barro, ya que me gusta mucho cuando veo en la televisión al hombre mover con un pie un torno de madera que gira y con las manos va dando forma a objetos de arcilla y parece como si estuviese acariciando a la pluma de un pájaro grande”, me cuenta, emocionado, José.

Y me sigue hablando de la siega y las almiales; de las aceitunas y del acete; de cómo construyeron un cauce de más de dos kilómetros desde la garganta a la majada y al prado de la Remajosa para llevar el agua; de cómo hacían un hoyo de un metro en la tierra para enterrar las castañas con capas de hojas y así conservarlas cuando no existía el frigorífico; y de todo lo que ha vivido en el pueblo y en la sierra.

Afortunadamente José tiene a tres hijos y dos hijas en el pueblo y a una hija en un pueblo muy cercano. Son ellos, con sus esposas y maridos, los que se turnan para cuidarle, lo mismo que hicieron con su esposa Dora, y así evitar que José salga del pueblo, estar rodeado de los suyos y poder mirar todos los días a la sierra.

La huella de donde venimos
Fotos: Cedidas

En agosto de 2025 hemos tenido en los pueblos del Valle del Ambroz (Jarilla, Villar, Cabezabellosa, Casas del Monte, Segura de Toro, Gargantilla, Hervás y La Garganta) un fuego devastador que se ha llevado por delante 12.000 hectáreas, con la evacuación de vecinos y el estado de alarma y ansiedad que ha causado. Me contaba José que la presencia de ganado y ganaderos en la sierra, sobre todo las cabras y los cabreros, es fundamental para que no haya fuegos; el cabrero sabía dónde cortar árboles y arbustos , y sobre todo dónde quemar controladamente, para regenerar y abrir el monte. Hace 40 años en estos pueblos de la sierra del Valle del Ambroz había 15.000 cabras, ahora apenas hay 1.000. En Segura de Toro hace años había 1.500 cabras, ahora apenas unas 50.

Coincidí hace unos años con el guarda que controlaba las cabras que venían de otros pueblos de Extremadura y que pasaban el ‘agostadero’ (meses de junio, julio, agosto y septiembre) buscando los verdes pastos y el agua clara en la sierra de Hervás, y me dijo que en 1964 contabilizó 12.567 cabras. Hoy no hay ni siquiera un ciento.

Comenzaba yo este artículo hablando de la emergente inteligencia artificial, cuyos límites todavía no sabemos, y teniendo en cuenta lo que se nos viene encima con la computación cuántica, que revolucionará aún más nuestras vidas y las de las futuras generaciones. En aquella última entrevista que le hice a José también le hablé de Alan Turing (1912- 1954), que había inventado una maquina que nos ayudaría a pensar y descifrar muy deprisa, y que con esta máquina se iniciaría la inteligencia artificial, con todo su mundo de algoritmos y computaciones. José me escucha atento y muy curioso; “Eso de fuera yo ya no lo conoceré”, me dice José. Y es que José lo que verdaderamente conocía y dominaba era “eso de dentro”: el ganado y el campo.

El pasado 15 de noviembre de 2025 tuvo lugar en Cáceres la asamblea anual de socios de la Asociación Amigos del Poeta José María Gabriel y Galán. En el orden del día se aprobó poner una placa en una de las paredes de piedra de la que fuera la majada de la Remajosa, con la siguiente inscripción: “A José y a Dora, la huella de donde venimos”.

Caminamos hacia un futuro que nos hará vivir de una forma mejor y muy distinta, pero no debemos olvidar nunca la huella de donde venimos. Que descanses en paz, mi querido José; ahora ya estarás junto a tu querida esposa Dora, aquella mujer que siempre estuvo pendiente de ti y que tanto cariño dio a sus hijos y a toda mi familia.

Tu huella ya forma parte de la Capilla Sixtina de todos los antepasados de nuestro pueblo. Siempre volveré la cara aunque no te vea.

Matías Simón Villares
Profesor, cantautor y presidente de la Asociación de Poetas Amigos de José María Gabriel y Galán de Cáceres

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