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La nacencia. Grada 157. Javier Feijóo

La nacencia. Grada 157. Javier Feijóo
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El 22 de mayo celebramos en Ceclavín el I Día de las Letras Extremeñas. Una fecha histórica que, aun sin carácter oficial, contó con la colaboración del Ayuntamiento de la localidad, la Junta de Extremadura, la Diputación de Cáceres y la Asociación Oscec. Un día muy emotivo en el que homenajeamos a Elisa Herrero Uceda, ilustre ceclavinera, entusiasta divulgadora de la cultura popular extremeña.

Entre los asistentes se encontraba el alcalde de Guareña, quien reivindicó la obra de Luis Chamizo en este año en el que celebramos el centenario de la publicación de ‘El miajón de los castúos’.

Este mes haremos mención de otro de los poemas de ese libro, ‘La nacencia’, obra maestra con 154 versos donde se conjugan la destreza en la descripción del paisaje, la generosidad y el acierto en las formas de manifestar los sentimientos más profundos, la delicadeza y la dulzura en el trato para con la esposa y el hijo, la alabanza de la humildad frente a la reprobable vanidad de la opulencia, y la religiosidad envolviéndolo todo a modo de recreación extremeña del nacimiento de aquel niño que dicen que nació en Judea 20 siglos atrás en similares circunstancias.

I

Bruñó los recios nubarrones pardos
la lus del sol que s’agachó en un cerro,
y las artas cogollas de los árboles
d’un coló de naranja se tiñeron.

A bocanás el aire nos traía
los ruíos d’allá lejos
y el toque d’oración de las campanas
de l’iglesia del pueblo.
Íbamos dambos juntos, en la burra,
por el camino nuevo;
mi mujé, mu malita,
suspirando y gimiendo.

Bandás de gorrïatos montesinos
volaban, chirrïando, por el cielo,
y volaban pal sol, qu’en los canchales
daba relumbres d’espejuelos.
Los grillos y las ranas
cantaban a lo lejos,
y cantaban tamién los colorines
sobre las jaras y los brezos;
y, roändo, roändo, de las sierras
llegaba el dolondón de los cencerros.

¡Qué tarde más bonita!
¡Qu’anochecer más güeno!
¡Qué tarde más alegre
si juéramos contentos!…

—No pué ser más —me ijo—, vaite, vaite
con la burra pal pueblo,
y güérvete de prisa con l’agüela,
la comadre o el méico.
Y bajó de la burra poco a poco,
s’arrellanó en el suelo,
juntó las manos y miró p’arriba,
pa los bruñíos nubarrones recios.

¡Dirme, dejagla sola,
dejagla yo a ella sola com’un perro,
en metá de la jesa,
una legua del pueblo…
eso no! De la rama
d’arriba d’un guapero,
con sus ojos reondos
me miraba un mochuelo;
un mochuelo con ojos vedriaos
como los ojos de los muertos…

¡No tengo juerzas pa dejagla sola;
pero yo de qué sirvo si me queo!

La burra, que roía los tomillos
floridos del lindero,
careaba las moscas con el rabo;
y dejaba el careo,
levantaba el jocico, me miraba
y seguía royendo.
¡Qué pensará la burra
si es que tienen las burras pensamientos!

Me jui junt’a mi Juana,
me jinqué de röillas en el suelo,
jice po recordá las oraciones
que m’enseñaron cuando nuevo.
No tenía pacencia
p’hacé memoria de los rezos…

¡Quién podrá socorregla si me voy!
¡Quién va po la comadre si me queo!

Aturdío del tó gorví los ojos
pa los ojos reondos del mochuelo;
y aquellos ojos verdes,
tan grandes, tan abiertos,
qu’otras veces a mí me dieron risa,
hora me daban mieo.
¿Qué mirarán tan fijos
los ojos del mochuelo?

No cantaban las ranas,
los grillos no cantaban a lo lejos,
las bocanás del aire s’aplacaron,
s’asomaron la luna y el lucero,
no llegaba, roando, de las sierras
el dolondón de los cencerros…
¡Daba tanta quietú, mucha congoja!
¡Daba yo no sé qué tanto silencio…!

M’arrimé más pa ella:
l’abrasaba el aliento,
le temblaban las manos,
tiritaba su cuerpo…
y a la lus de la luna eran sus ojos
más grandes y más negros.
Yo sentí que los míos chorreaban
lagrimones de fuego.
Uno cayó roando,
y, prendió d’un pelo,
en metá de su frente
se queó reluciendo.
¡Qué bonita y qué güeña,
quién pudiera ser méico!

Señó: tú que lo sabes
lo mucho que la quiero.
Tú que sabes qu’estamos bien casaos,
Señó, tú qu’eres güeno;
tú que jaces que broten las simientes
qu’echamos en el suelo;
tú que jaces que granen las espigas,
cuando llega su tiempo;
tú que jaces que paran las ovejas,
sin comadres ni méicos…
¿por qué, Señó, se va morí mi Juana,
con lo que yo la quiero,
siendo yo tan honrao
y siendo tú tan güeno?…

¡Ay! qué noche más larga
de tanto sufrimiento:
¡qué cosas pasarían
que decilas no pueo!
Jizo Dios un milagro;
¡no podía por menos!

II

Toíto lleno de tierra
le levanté del suelo;
le miré mu despacio, mu despacio,
con una miaja de respeto.
Era un hijo, ¡mi hijo!,
hijo de dambos, hijo nuestro…
Ella me le pedía
con los brazos abiertos.
¡Qué bonita qu’estaba
llorando y sonriendo!

Venía clareando;
s’oían a lo lejos
las risotás de los pastores
y el dolondón de los cencerros.
Besé a la madre y le quité mi hijo;
salí con él corriendo,
y en un regacho d’agua clara
le lavé tó su cuerpo.
Me sentí más honrao,
más cristiano, más güeno,
bautizando a mi hijo como el cura
bautiza los muchachos en el pueblo.

Tié que ser campusino,
tié que ser de los nuestros,
que por algo nació baj’una encina
del caminito nuevo.

Icen que la nacencia es una cosa
que miran los señores en el pueblo:
pos pa mí que mi hijo
la tié mejor que ellos,
que Dios jizo en presona con mi Juana
de comadre y de méico.

Asina que nació besó la tierra,
que, agraecía, se pegó a su cuerpo;
y jue la mesma luna
quien le pagó aquel beso…
¡Qué saben d’estas cosas
los señores aquellos!

Dos salimos del chozo;
tres golvimos al pueblo.
Jizo Dios un milagro en el camino:
¡no podía por menos!

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