Herman Cape se adentró en la ignota Ruta del Esmalte, cargado tan solo con un hatillo repleto de cúrcuma y zeolita preparado por las delicadas manos de seda de su diosa Sol de Plata. Completaba el breve equipaje un brebaje reparador de tonalidad esmeralda cuya misteriosa receta había descubierto en los arrabales de la gran urbe, a las orillas del lago Kanastyansa. Cuenta la leyenda que una hechicera sinuosa ideó aquella pócima secreta destinada a los paladares de los más osados aventureros.
“Mi pequeño caracol me inspira, me mueve a parar”, explicaba Herman a cuantos con él se topaban. Era un alma penitente; la soledad le ayudaba a llevar una vida sosegada. Sumergido en sí mismo recorría las polvorientas veredas del camino.
Se detuvo en la hermosa ciudad de Ari. Sus aceras doradas sedujeron a Herman. Edificios de mármol jalonaban las calles, lujosos mercados por doquier repletos de mundanos tesoros. Sus habitantes vestían exóticas telas provenientes de remotos lugares y un sinfín de poderosos caballos tiraban de los carros más extravagantes que jamás había visto. El boato y la ostentación nublaron su vista. Una lágrima comenzó a descender por su rostro.
‒“¿Por qué lloras?”, le preguntó un tontito que junto a él se encontraba.
‒“Con el ojo izquierdo no quiero ver nada. Con el derecho veo demasiado… por eso lloro”, respondió Herman.
Entre tanta riqueza, sigilosamente, dos sombras se acercaron a él por la espalda. Le rodearon sin apenas darse cuenta y al poco tiempo quedó completamente cegado. Privado de tan luminoso sentido, agudizó el olfato de manera inconsciente. En ese preciso instante empezó a notar un olor nauseabundo por cada rincón de la población que antes le había pasado desapercibido. Las mismas construcciones, idénticos bazares… mas su hedor ahora era insoportable.
Asustado, decidió salir de la metrópoli en sentido opuesto a por donde había entrado. Las sombras le perseguían veloces, intentando frenar su avance. Flanqueó las murallas de Ari perdiéndose en lo desconocido. Apresurado, huía velozmente de ellas. No sabía dónde se encontraba, la oscuridad le envolvía por completo. Tras eternas horas de pavorosa fuga penetró en la arboleda. Aunque no podía verlo, su olfato le mostró dónde se encontraba. Aromas de olivares, encinas y alcornoques impregnaban sus fosas nasales. Con cada inspiración profunda y pausada una luz empezó a circular dentro de su cuerpo. Esa Fuerza le permitió ir recuperando gradualmente la vista. Las sombras definitivamente habían quedado atrás, muy lejos, olvidadas. Exhausto, decidió hacer un alto en el camino para descansar.
A la mañana siguiente, tras abrir los ojos, pudo contemplar la belleza del lugar en el que se había detenido sin saberlo. Se encontraba en lo alto de una colina que formaba un hermoso meandro del río Vita. La Fuerza le había guiado hasta allí.
“Olivos centenarios contemplan viajeros milenarios. Soy aceituna perdida entre almazaras. Bálsamo áureo que lubrica los sentidos”, anotó Herman Cape en su cuaderno de bitácora. Una inagotable fuente de inspiración circulaba por su espina dorsal y le conectaba con el universo. Su pluma no podía parar de escribir, su mente no dejaba de soñar… “hasta que surja ese algo desconocido al que, lentamente, nos conduce el pequeño caracol a través de sus espirales”, susurraba.
Tan solo el tontito, sin saber bien cómo había aparecido de nuevo, se dio cuenta de lo que en realidad acontecía. “Mira, estos dos de cena romántica y los demás no ven nada”, ‒sentenció sabiamente el supuesto mentecato.
