¿Te ha ocurrido alguna vez? Un niño, con su inocencia desbordante, suelta un “mamá” o “papá” cuando no corresponde. Es un lapsus dulce, de esos que provocan sonrisas cómplices y enternecen el día. Pero hay un equívoco aún más hermoso, más profundo, más revelador: cuando un pequeño, sin darse cuenta, nos llama “abuela”. Ahí no hay solo un desliz, hay un eco de cariño, una reverencia involuntaria. Porque en el corazón de un niño, los abuelos son sinónimo de refugio, de amor sin condiciones, de historias susurradas antes de dormir.
Ser abuelo es ser memoria y presente al mismo tiempo. Es ser un puente entre lo que fue y lo que está por venir. Son mucho más que una figura entrañable: son los pilares sobre los que se sostiene la infancia, testigos de un tiempo que solo ellos saben contar. En su voz resuenan cuentos que han sobrevivido al olvido, refranes que se cuelan en nuestro habla sin que nos demos cuenta, enseñanzas que florecen cuando menos lo esperamos. No solo cuidan a los nietos mientras los padres trabajan, los crían con la dulzura de quien sabe que el tiempo es un tesoro prestado. Son la calma en medio del caos, el abrazo que llega siempre a tiempo, la mirada que, sin palabras, lo dice todo.
Y, sin embargo, los relegamos. Les agradecemos con prisa, los miramos sin verlos, les damos las gracias con palabras huecas. Olvidamos que renuncian a su descanso, que detienen sus propias vidas por amor. Que su paciencia es un ejercicio de generosidad infinita. Que sus manos, gastadas por los años, sostienen el mundo de quienes vienen después. La sociedad los aparta, los confina en un rincón de la historia, creyendo que sus enseñanzas han caducado, que su tiempo ya ha pasado. Pero la vida, siempre sabia, nos demuestra lo contrario: sus consejos eran aciertos disfrazados de rutina, sus valores siguen siendo el norte que nos sostiene, su presencia es un lujo que no podemos permitirnos perder.
Es hora de devolverles la voz, de abrirles las puertas del sistema educativo, de honrar su sabiduría, de hacerlos parte activa de la infancia. Talleres de narración oral, juegos de antaño, encuentros intergeneracionales que cosan las heridas del tiempo. La incorporación de los abuelos en la educación no solo es un homenaje a su papel, sino una oportunidad invaluable de aprendizaje para los niños. Su presencia en las aulas puede enriquecer el currículo con experiencias vivas, con relatos que humanizan la historia, con prácticas que rescatan la esencia de la comunidad. Porque su amor no entiende de fechas ni de obligaciones, simplemente está, sin pedir nada a cambio, acompañando cada paso de la infancia con ternura infinita.
En Extremadura, cuna de historias y costumbres, ellos son los guardianes de un legado que no podemos dejar morir. Son los que rescatan recetas olvidadas, los que convierten cualquier tarde en un viaje en el tiempo, los que saben que el amor cabe en un gesto sencillo y en una historia bien contada. Son los que con sus palabras cosen los vacíos de la historia, los que con su risa invitan a la esperanza, los que con sus caricias reafirman lo esencial. Fomentar la interacción entre generaciones en el ámbito educativo no solo fortalece la identidad cultural, sino que también crea lazos emocionales duraderos que enseñan el valor de la convivencia, el respeto y la gratitud.
Los abuelos no son solo mayores que cuidan niños. Son corazones latiendo con la fuerza de la memoria. Son pasado abrazando el presente. Son la voz que nos recuerda quiénes somos, de dónde venimos, qué importa de verdad. Son ese refugio al que siempre podemos volver, ese lazo invisible que nos ata a nuestras raíces. Y algún día, cuando seamos mayores, cuando miremos atrás con la ternura de quien comprende demasiado tarde, sabremos que sus palabras fueron el mejor legado. El regalo más valioso que nunca debimos dar por sentado.