Recuerdo aquel día en el que, siendo todavía un niño, mis ojos se posaron en un extraño libro impreso en colores rojo y verde. En él, otro niño, Bastian Baltasar Bux, se adentraba, a través de la lectura, en un mundo imaginario en el que vivían seres extraordinarios. Escondido en un desván, el pequeño Bastian devoraba una tras otra las páginas de aquel libro. Y yo, con apenas 12 años, veía en el protagonista mi propio reflejo, inmerso en una historia que nos hacía viajar al reino de Fantasía.
Y es que ‘La historia interminable’ ha sido sin duda, un libro que ha marcado a toda una generación y que a muchos de nosotros nos ha servido para meternos en el cuerpo el gusanillo de la lectura. Gracias a los libros hemos viajado sin salir de casa.
Aprendimos que se podía dar la vuelta al mundo en 80 días y que el hombre podía llegar hasta la Luna. Nos dejamos guiar por el mapa del tesoro hasta encontrar el centro de la Tierra. Descubrimos la importancia de los amigos y el compañerismo, que es mejor enfrentarse a los problemas enarbolando el lema del ‘Uno para todos’ que convertirse en un lobo estepario.
Las páginas de un libro nos permitieron viajar al País de Nunca Jamás, al maravilloso mundo de Oz y a la selva con Mowgli. Bajamos a las profundidades del mar y recorrimos la Tierra Media para destruir el anillo de Sauron.
Descubrimos que la vida puede ser una caja de bombones o una partida de ajedrez. Sinuhé nos invitó a conocer el Egipto de los faraones, Miguel Strogoff nos guio en su viaje por Siberia y con Umberto Eco nos perdimos en el laberinto de una biblioteca medieval.
Quizá ahí descubrí que mi futuro estaría ligado a una biblioteca. Pero eso, como diría Michael Ende, es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.
José Antonio Teodoro Leva