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Antes de Oppenheimer

Antes de Oppenheimer
Muestra de pechblenda. Foto: Wikipedia. Endres Pelka (CCC BY-SA 4.0)
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En el corazón de las minas de Yawkenstall, en el norte de la República Checa, acecha una roca de un peligro sin parangón. Su nombre es pechblenda, una piedra aparentemente inocua que alberga un secreto de inmenso poder. Esta roca, extraída de las profundidades de la tierra, fue la cuna de un metal que cambiaría para siempre el curso de la historia de la humanidad.

En 1789, un boticario alemán llamado Martin Klaproth se aventuró en lo desconocido, extrayendo de la pechblenda un metal que más tarde sería identificado como uranio. Este metal, con sus propiedades únicas, se utilizó inicialmente para colorear cerámica y vidrio, una aplicación aparentemente inofensiva. Sin embargo, en 1852, George Stokes hizo un descubrimiento sorprendente. Descubrió que este vidrio, impregnado de uranio, se volvía fluorescente bajo la luz ultravioleta, insinuando el poder oculto en su interior.

A finales del siglo XIX, el físico Henri Becquerel profundizó en el misterio del uranio. Su hipótesis era que este metal podía generar rayos X cuando fluorescía. Además, sus experimentos revelaron algo mucho más extraordinario. El uranio no solo reaccionaba a estímulos externos, sino que emitía radiaciones por sí mismo. Se trataba de un fenómeno que desafiaba todos los principios científicos conocidos, una revelación que sacudiría los cimientos mismos de la teoría atómica.

Este descubrimiento pionero atrajo la atención de los principales científicos del mundo, entre ellos los ilustres esposos Curie, Pierre y Marie, y el célebre Ernest Rutherford. Sus esfuerzos colectivos condujeron a una revelación aún más asombrosa: el uranio no era un elemento estático. Se transmutaba, se transformaba en otros elementos y, en el proceso, liberaba cantidades colosales de energía.

En el verano de 1903, Rutherford y su esposa tuvieron el privilegio de visitar a los Curie en París. Fue una ocasión trascendental, ya que coincidió con el día en que Marie recibió su doctorado. Cuando se reunieron en el jardín para celebrarlo, Pierre Curie desveló un espectáculo que dejó a todos boquiabiertos. Levantó un tubo de ensayo recubierto de sulfuro de zinc y lleno de gas radio, un subproducto de la desintegración del uranio. Mientras el tubo brillaba en la noche parisina, Rutherford observó algo alarmante. Las manos de Pierre presentaban quemaduras por radiación, un claro testimonio del formidable poder que habían desatado.

En la década de 1930, la idea de una reacción nuclear en cadena empezaba a tomar forma. Leo Szilard, refugiado de la Alemania nazi, propuso que era posible aprovechar la energía nuclear. Sugirió que los neutrones, partículas sin carga eléctrica, serían mucho más eficaces para crear estas reacciones que los protones. Esta línea de investigación fue retomada por Enrico Fermi, cuyo bombardeo sistemático de todos los elementos de la tabla periódica con neutrones le valdría el Premio Nobel. Sus experimentos con uranio condujeron al descubrimiento de la fisión nuclear, un proceso en el que el núcleo del uranio se separaba, liberando una asombrosa cantidad de energía.

La noticia de este monumental descubrimiento corrió como la pólvora. Cuando llegó a Niels Bohr, exclamó: “Qué tontos hemos sido”. Cuando le llegó a Luis Álvarez, un estudiante de posgrado de California, se emocionó tanto que dejó su corte de pelo sin terminar para compartir la noticia con su tutor, Robert Oppenheimer. El resto, es historia.

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