César Palacios formó parte, de manera representativa e importante, de la fiesta de los toros en Madrid. Su obra, sin embargo, es patrimonio del orbe cultural taurino. Este César que, como Tiberio Augusto primero y luego Vespasiano, hicieron honor a su antecesor Julio César al institucionalizar como símbolo del poder romano el apelativo de aquél, honró a su nombre propio en la disciplina de la pintura costumbrista, más concretamente en la taurina, porque en ella fue, y lo es, por derecho propio, un César.
Vi siempre en él dos facetas En una, no se contentaba con plasmar en sus inseparables cuadernos de apuntes cuanto percibía en el mundo que le rodeaba, sino que, más tarde, y en la soledad de su estudio, lo fijaba en su obra. Siguió el consejo de los maestros de no olvidar jamás soporte y medio, los que en cada etapa de su evolución artística consideró idóneos, para no perder la posibilidad de captar y capturar en el papel lo que a otros nos pasaba desapercibido. Siempre lo plasmaba en sus cuadernos de impronta romántica, encuadernados previamente, algo a lo que luego me referiré por la importancia que tiene. Los que jamás han tenido la dicha de enfrentarse al reto que presenta una hoja en blanco, a la que únicamente se vence con armas tan frágiles como el lápiz, la pluma o el pincel, no podrán entender esa lucha artística en la que no siempre se vence. César (y por ello apunté que volvería a referirme a su cuaderno), eso era seguridad, se permitió el lujo de encuadernar las hojas previamente porque, siempre triunfante, nunca tuvo que arrojar a la papelera ninguna de ellas.
Algunos estudios franceses reconocen la posibilidad de que Vincent van Gogh fuese atraído por la fiesta de los toros. La tela sin título que representa las arenas de Arles, conservada en el Museo de L’Ermitage de Leningrado, y cierto retrato de un torero herido, posiblemente de la cuadrilla de Pouly, dan pie a ello. Además, es conocido que van Gogh, a comienzos de 1889, estuvo ingresado en el hospital de dicha localidad, lo que puede dar veracidad a lo anterior. Pues bien, siempre identifique a César con él, aunque el nuestro ni estaba loco, ni tenía el pelo jaro. Tampoco por lo que de simbolismo con los toros pudiera tener el hecho de que el holandés se mutilara una oreja, algo que nuestro pintor nunca hizo. Algunos han visto en aquella acción, enmarcada en su locura, el trofeo que hubiese querido entregar a una imaginaria bella dama en una barrera. Esto aún reforzaría más la tesis de su atracción por los toros.
Pero dejando al margen estas conjeturas, mi mención al holandés es por su forma intensa de vivir la pintura, como César Palacios. También por su defensa a ultranza de lo que más amaba y por la valentía en la pincelada y el color. Los dos vierten los pigmentos muy puros, sin quebrar los tonos, que en pintura también puede quebrarse; César sí lo hizo en ocasiones, con trazo muy seguro, para que sea la retina del que observa la que los funda en su interior y sueñe su obra. Quizás a César le faltaba un hermano Theo al que contar sus vivencias, y probablemente por ello se manifieste en él la otra faceta a la que me refería al comienzo. No tuvo, como he anotado, el hermano al que escribir y por ello, en vez de un legado epistolar, nos dejó otro, gráfico, encuadernado y en ocasiones editado, dirigido a todos los ‘Theos’ hermanos que somos sus amigos.
Enmanuel Witz, el visitante extranjero y dibujante suizo del siglo XVIII, fue autor de la, casi segura, primera tauromaquia gráfica. Ha perdurado su visión particular de la fiesta de los toros, de alrededor de 1750, probablemente en la antigua plaza de Madrid. Gracias a él nos parece más próxima aquella época. Pues cuando finalice el XXI la tauromaquia de César Palacios, la de ahora, será obligada referencia para los espectadores que entonces seguirán vibrando con nuestra Fiesta Nacional.