Si no hablamos de coronavirus no estamos en el mundo; no ya en España, sino en el mundo. Aquello que hace unos meses sucedía en la distante China, aquello de lo que nos sorprendíamos porque no entendíamos que un virus pudiera significar aislar a toda una ciudad y confinar a los vecinos en sus casas, ya está aquí. Nos ha sorprendido en su rapidez y, sobre todo, en los devastadores y dramáticos efectos.
Los comentaristas, tertulianos, presentadores de los programas televisivos, nos decían que era poco más o menos como una gripe, y que con la gripe moría mucha gente sin que lo supiéramos. Ha llegado el virus, y no solo ya nos damos cuenta de que la gente enferma y muere, sino que se nos canta diariamente el número de fallecidos como si de un parte de guerra se tratara.
El virus nos ha convertido a todos en médicos. Quién nos iba a decir que con escuchar la tele podías convalidar los estudios de Medicina y, no ya valorar la sintomatología del vecino, sino cuestionar si lo que se está haciendo se está haciendo bien o mal.
Presumo, no sé si será por mi natural buena fe, que quien tiene que asumir decisiones lo hace cuando ha valorado todas las opciones, se ha dejado asesorar por personas que conocen los asuntos, ha visto alternativas, ponderado consecuencias y ha decidido.
¿Se ha podido equivocar alguien? Por supuesto. ¿Quién no se equivoca alguna vez en su vida? Somos personas, no somos infalibles. Otra cosa es que, si se ha tenido información, si se analizan los precedentes, si se es medianamente prudente, se podrían haber tomado otras decisiones mucho antes. Se podía haber hecho, pero también pudiera ser criticado. Doctores somos todos.
Y en esas, hemos llegado a estar confinados en casa. Atrás hemos dejado una sociedad que ya no vamos a encontrar igual.
Socialmente se han creado muros entre las personas, en su trato diario, en su contacto físico, en la confianza de unos hacia otros. Se han separado familias, que solo pueden saber unos de otros por teléfono. Se ha dejado aparcados a nuestros mayores, bien en su casa o en residencias, donde debemos confiar en que son atendidos por sus vecinos o por sus cuidadores. Nuestra vida social se ha vuelta tensa.
Sanitariamente asistimos a ver hospitales colapsados, con escasos medios de protección, con un número de camas insuficiente para el número de contagiados que crece día a día. En Italia, las morgues saturadas y sin prestar entierros tradicionales.
Económicamente, las empresas bajo mínimos o en el cero absoluto. Las regulaciones de empleo son constantes. La producción ha caído, el consumo también, la creación de riqueza se ha frenado en seco. Y el gasto se ha disparado: adquirir los medios sanitarios, habilitar espacios de atención, compensar a empresas, a trabajadores, a autónomos.
Después de esto la vida seguirá, pero habrá cambiado. No será igual porque la confianza, el valor más preciado que tenemos las personas, se habrá quebrado y tardará en recomponerse.
Desconfiamos del vecino, del que está tras nosotros en la fila del supermercado, del dinero que nos devuelven, del picaporte de la puerta, de la tos del compañero y del beso y abrazo de la familia y amigos.
Quisiera, y deseo con ustedes, que esto pase. Que se encuentre la forma de curarlo y se eviten más muertes. Que esto pase pronto, ya sea porque la casa se me cae encima, porque el teletrabajo me aburre o simplemente porque es primavera y las tardes reclaman paseo.
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