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‘El porqué de la cosa’. Grada 156. Javier Feijóo

‘El porqué de la cosa’. Grada 156. Javier Feijóo
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“A la memoria de mi padre: un hombre honrado que trabajó mucho y amó mucho”. En esa dedicatoria que Luis Chamizo ofreció en su libro ‘El miajón de los castúos’ es donde hay que basarse para el claro entendimiento de los poemas contenidos en el mismo.

Y en este que hoy mencionamos, ‘El porqué de la cosa’, se incide muy especialmente en la importancia de la honra, la honradez, como pilar fundamental e indiscutible, como esa base sustentadora e incuestionable, esos cimientos imprescindibles para la construcción sólida de un hogar donde sus miembros sean intachablemente acreedores del reconocimiento a una vida de conductas irreprochables.

Continuamos con la conmemoración del centenario de la publicación de la obra cumbre de Chamizo con esta rapsodia de 144 versos (114 endecasílabos y 30 heptasílabos), con su clásica rima asonante en los pares, con los que nos ofrece una escena teatral hábilmente urdida, donde contrastan las sutilezas entreveradas de la esposa con las rotundas e indiscutibles convicciones del esposo.

Miá, Celipe, ¡qué gusto!, tres manojos
d’espigas rapañás en un instante,
dende misa mayor al meyodía,
tres manojos lo mesmo que tres jaces.

Y ná más. Tú trebaja
que yo barro p’alantre
y presto jorraremos pa la suerte
los cuatro mil rïales.

Y na más. Que rechiflen y reguñan
cabilando burrás los jolgazanes
iciendo que los probes mueren jartos
de trebajo y de jambre:
¡ellos sí que revientan de su rabia
lo mesmito qu’estrumpe un triquitraque!

¿Pero qué refunfuñas entre dientes?
¿Qué congojas te anúan el gagnate
que ni me palras, ni siquiá, Celipe,
te güerves pa mírame?

D’un periquete voy a ve’l puchero
y atrancar el postigo de la calle,
pa dispués que me siente en tus roïllas,
que no mus coja naide,
icirte yo las cortas ocurrencias
de mis cortos arcances.

¡Ajajá! Celipillo, tú tiés argo,
tú no pués engañame,
o el amo te miró con mala cara,
o bajó el manijero los jornales;
pero tú tienes argo, Celipillo,
argo que yo no pueo devinate
por más que me caliento la mollera
rebuscando el porqué de tus pesares.

Pero dame la cara, ¡por Dios, hombre!;
dam’un beso y abrázame,
y dame un estrujón juerte, mu juerte,
pa ve si al estrujame
quié reventá de gorpe la vejiga
de jieles qu’avinagra tu caraite.

¿Es que gorvemos otra ves, Celipe,
a las mesmas junciones d’andenantes,
porqu’eres ergulloso y no te gusta
que tu mujé trebaje?

¿Es qu’aún no juyó de tu caletre
el resquemor que tiés que m’asolane
por dir a rebuscar a los rastrojos
las espigas de trigo? ¡Qué diantre!
Pos si es asín, t’amuelas, Celipillo,
que n’hay más qu’aguantase.

Descurre una miajina tan siquiera
pensando en esa cosa que tú sabes.
¡Ay, Celipillo, Celipillo tonto,
que pal mes de los Santos semos padres,
qu’hay que jorrar, ¡receontra!, pa la suerte
los cuatro mil rïales,
qu’el corazón me ice qu’es un macho
lo que yo voy a dalte.

Un macho mu jorzúo, con agallas,
con genio, con reaños, con coraje;
más vivo que los vientos,
más listo que los frailes,
más duro que las piedras,
más güeno que los ángeles,
qu’ha de saber podar como su agüelo
y ha de saber segar como su padre.
Y será campusino mu castúo,
y será labraor, ¡qué duda cabe!,
pa labrar esta suerte que mercamos
con la yunta qu’habemos de mercale.

Páece que ya no gruñes, Celipillo,
páece que ya t’atreves a mirame,
y me jaces cosquillas con las barbas
de tanto como quieres arrimate…

¡Mi feuchillo! Si tú eres mu candongo,
dame un beso y abrázame;
pero a vel, cudiaito y no m’estrujes,
que ya me tiés breá de cardenales,
y de fijo que vía las estrellas
si mu juerte llegaras a estrujame.

Amos a ver, prencipia… ¡No seas burro!…
¡Miá que chillo!… Prencipia cuanto antes.

‒Yo te voy a jundir en una urnia,
cacho e cielo dorao de la tarde;
yo te voy a jundir en una urnia
pa que no te dé’l aire.

‒Güeno, las manos quietas, Celipillo;
amos a sé jormales.

‒Yo te voy a comer esa boquina
una ves que t’arrimes pa besame,
y endispués de comía m’entapono
pa que no me s’escape.

‒Miá, Celipe, si sigues burreando,
esta noche m’acuesto con mi madre.

‒Porqu’eres tú lo mesmo de preciosa
que la Vigen del Carmen.

‒Pos si tanto le gusto, venga, dime,
¿por qué refunfuñabas andenantes?
¿Por qué no me mirabas?
¿Qué ajogos agriaban lu caraite?

‒Mis ajogos, mujé, no son pa dichos,
que no puen esplicase
manque yo m’embuchara más palraos
que tós los sacamuelas chalratanes.
Mis ajogos se cuajan aquí drento
con negros cuajarones de mi sangre
que m’enturbian los ojos y me jieren
lo mesmo que si jueran dos puñales.
Y tú te tiés la curpa, ya lo ije.
Y tó por nuestro mozo, ya lo sabes.

Tú te vas a espurgá las rastrojeras,
y en tres días ajuntas cuatro jaces,
y contenta me vienes y me ices
que tú barres p’alantre.
Yo, que soy segaor, sé bien de cierto
que mu pocas espigas se mus caen,
y yo dúo si espurgas los rastrojos
o las cargas que pillas por delante.

Y esto ya no pue ser: ésta es la jonra
qu’al muchacho tenemos que dejagle
más limpia que la cara de la Virgen,
más branca que la fló de los jarales,
y al que quiera manchala me lo jundo
manque sea su madre.

Y no jimples, que son feguraciones
y no jué mi decir pa molestase,
que bien pudo segar en esa suerte
por argún casual un prencipiante.

Y asín y tó no quiero qu’arrebusques
las migajas qu’algunos se le caen,
siquiera mientras lleves ahí metío
nuestro mozo, porqu’eso es enseñale
dende chico a doblar el espinazo
y a viví de las sobras de los grandes;
y asín saldrá sin juerzas, sin agallas,
sin bríos, sin coraje
pa pescar el jocino y dir al corte
pa llevase a los hombres por delante.

Ya no güerves a di pa los rastrojos.
Ya no juntas más jaces,
qu’el muchacho no viene pa escurrajas
y me lo pués torcer con agachate.

Porque, mira, mujé, con esas cosas,
¿sabes tú lo que jaces?,
pos le plantas el jierro de los probes
que no lo borra naide.

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