La vida a veces es difícil, todos lo sabemos, pero si de algo estoy segura es que podríamos crear una lista de historias en las que hicimos un bien a otra persona; esto demostraría que la compasión y la bondad existen dentro de cada uno de nosotros.
Si en la experiencia y en el contexto en el que nos desarrollamos siendo niños existe una inclinación a mostrar afecto y empatía por nuestros iguales, estas actitudes se contagian, pudiendo adoptar una forma de cascada sobre los demás. Si somos testigos de la solidaridad y la benevolencia la bondad afectuosa aparecerá y, lo más importante, si estos valores se practican de forma consciente se convertirán en un hábito incorporado en nuestra vida.
Aunque creamos que nuestra acción es pequeña puede significar mucho para la persona que recibe nuestra ayuda. El caso del chico de la fotografía, siempre con una sonrisa abierta y mirada honesta y transparente, practicó desde pequeño la bondad afectuosa con su abuelo. Cuando este comenzó a caminar de manera torpe y con bastón, el niño con tan solo 3 años salía cada día a pasear con él; ambos iban cogidos de la mano, y cada paso de su abuelo era el suyo; si su abuelo tenía que parar él también lo hacía, y si su abuelo necesitaba sentarse él lo acompañaba. Lo que no sabía este chico en aquel momento es que practicar la benevolencia (‘bene’, que significa ‘bueno’, y ‘volencia’, que alude a la ‘voluntad’) de manera genuina, ayudaba a su abuelo a disminuir el gran dolor que tenía en las extremidades inferiores.
Hoy aquel niño ha crecido, ahora es un hombre apuesto y fuerte que sigue manteniendo una vida basada en la ética y la moral, unos valores que caracterizan su persona a través de buenas intenciones y acciones, porque la bondad camina con el corazón descalzo.
Adquirir altas dosis de bondad, además de conseguir lazos interpersonales positivos, genera en nuestro interior un estado de calma y seguridad. Es un esfuerzo que merece la pena, ya que nos aporta la satisfacción de haber dejado una huella positiva en nuestro caminar.
