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Va de escritores y de libros

Va de escritores y de libros. José Luís Rodríguez Plasencia
Biblia de Gutenberg
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El libro tomó su nombre de ‘liber’, o corteza interna de los árboles, que utilizaban los antiguos para escribir. Igualmente, el nombre de hoja que hoy aplicamos al papel de los libros proviene del antiguo uso de hojas de palmera para escribir sobre ellas.

En la Edad Media, como escribe Mendoza, la mayoría de los libros estaban en latín (“y, entre paréntesis, andaban tan escasos que hubo quien diò por un libro ‘una casa’ en el condado de Barcelona”). Como el papiro había desparecido y los pergaminos escaseaban y eran caros, aprovechábanse estos últimos, borrando lo anteriormente escrito y llenándolo de nuevo. Así se echaron a perder multitud de obras de la antigüedad escritos en pergamino, durando el abuso hasta muy entrado el siglo XIII, en que se fue generalizando el uso del papel, importado de China por los árabes y propagados por Europa por Alfonso X el Sabio.

“Ya se comprenderá que con tal escasez de materiales las bibliotecas no podían ser muy copiosas, y, en efecto, una biblioteca que contuviese más de un centenar de libros era ya cosa de prodigio. Estos libros solían ser obras de los Santos Padres, tratados de liturgia, vidas de santos, si bien en los monasterios más ilustrados no faltaban Cicerón, Horacio, Virgilio, Plinio y las poesías de Boecio, el ‘último latino’, y nada más, pues ya hemos dicho que los grandes tesoros del saber antiguo se conservaban en Bizancio y eran explotados por los árabes, que lo habían traducido todo”. 

Escribe Félix Navarro que, así como conspiran contra las ropas esas pequeñas mariposas llamadas polillas, así también los libros tienen sus especiales enemigos entre los insectos. La larva del ‘crambus pinquinatis’ ataca las encuadernaciones, sin hacer mucho daño en el libro mismo. El ‘acarus eruditus’ come con avidez la pasta o cola que se da en el lomo de los libros antes de ponerle las cubiertas, y los descuaderna de ese modo. Otros insectos escogen por habitación las mismas hojas de los libros, en las que hacen grandes destrozos. Ha habido ejemplos, añade Navarro, de hacer un mismo gusano un agujero en línea recta a través de 27 grandes tomos en folio, y estaba tan perfectamente hecho este túnel (no es menos, teniendo el tamaño del gusanillo), que se podía pasar una cuerda a través de tan gran número de libros.

Los títulos (portadas) de los libros van de una sola palabra (‘Hambre’, de Nuk Hamsum; o ‘Misericordia’, de Pérez Galdós) a otros más largos como ‘El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha’, de Cervantes; o ‘Historia de la vida del Buscón llamado Pablos’, de Quevedo. Pero aún los hay más largos y curiosos. Véase una muestra:

  • ‘Diccionario razonado manual para inteligencia de ciertos escritores que por equivocación han nacido en España’, atribuido a los diputados Freile Castrillón y Pastor Pérez. 
  • ‘El lazarillo de ciegos caminantes, desde Buenos Aires hasta Lima, con sus itinerarios según la más puntual observación, con algunas noticias útiles a los nuevos comerciantes que tratan en mulas; y otras historias, sacado de las memorias que hizo don Alonso Carrió de la Vandera, por don Calixto Bustamante Carlos, Inca, alias Concolorcorvo, natural de Cuzco’.
  • ‘Noticia de la penitencia y buena muerte que ha tenido María Antonia Fernández (vulgarmente llamada ‘La Caramba’), cómica de los coliseos de Madrid que murió retirada de dicho ejercicio tres años hace y a los 37 de edad en 1787’.
  • ‘Reflexiones canónico-regulares sobre el particular derecho que tienen los religiosos del tercer orden de penitenciade nuestro S.P. San Francisco para obtener capellanías y beneficios eclesiásticos que no sean capitulares, y sobre la facultad del reverendísimo padre ministro general su superior para poderlos dispensar en el voto de pobreza que hicieron en sus profesiones, así en común como en particular‘. (Écija, 1794, Joaquín Quirós, franciscano, 1722-1812).
  • ‘Libro del arte de cocina, en el cual se contiene el modo de guisar, de comer en cualquier tiempo, así de carne como de pescado, para sanos y enfermos y convalecientes, así de pasteles, tortas y salsas como conservas a la usanza española, italiana y tudesca de nuestros tiempos’. Libro de Diego Granado, editado por Luis Sánchez, aparecido en 1599. 
  • ‘Biblioteca de La Risa, por una sociedad de literatos de buen humor. Colección completa de cuentos, chistes, anécdotas, hechos sorprendentes y maravillosos, pensamientos profundos, dichos agudos, réplicas ingeniosas, epigramas, poesías festivas, retruécanos, adivinanzas, símiles, bolas, embustes, sandeces y exageraciones. Obra capaz de hacer reír a una estatua de piedra: escrita al alcance de todos los gustos. Recopilación de todas las florestas, de todos los libros de cuentos españoles y de una gran parte de los extranjeros. Extracto de la crónica diaria y de las obras célebres de la historia y de literatura antiguas y modernas’. Impresa en Madrid, 1859. Imprenta de J. Antonio Ortigosa. Carrera de San Pablo, 22.

De los dos libros más pesados del mundo, el primero es un ejemplar de la Biblia. Pesa 160 kilos y puede contemplarse en la biblioteca de El Vaticano, en Roma. El segundo es el ‘Apocalipsis de San Juan’, que pesa 120 kilos y mide 75 centímetros de alto y 60 de ancho.

El libro más largo es la segunda obra de Blaise Cendrars, escritor francés, titulado ‘El Transiberiano’. Era desplegable y tenía una extensión de 300 metros, igual que la altura de la torre Eiffel. Las hojas estaban hilvanadas. La venta del libro fue de dos ejemplares, a 50 francos cada ejemplar. Se publicó en 1912.

‘Ex libris’ es una locución latina cuyo significado es ‘de entre los libros de’ o ‘de la biblioteca de’. Sirve para designar un grabado artístico, una viñeta o estampillado que se adhiere al reverso de la tapa del libro. En él consta el nombre de la biblioteca o del dueño del volumen, junto a una divisa o lema y dicha locución.

Los ‘ex libris’ (también ‘exlibris’) más antiguos son alemanes, de finales del siglo XV. Se componían con letras móviles y correspondían a una variante heráldica. Reproducían el blasón familiar y el nombre o divisa del bibliófilo en forma de viñeta.

Desde el siglo XVIII, en que adquirieron gran importancia los ex libris grabados en acero, especialmente los diseñados por artistas franceses –su utilización se generalizó, llegando incluso a ser objeto de coleccionismo.

Ahora pasemos al índice de los libros prohibidos. “La represión de la literatura y el arte que contradicen los principios políticos y aun científicos del poder establecido se remonta a los tiempos en que se originó la misma organización social”, puede leerse en la ‘Gran Enciclopedia Salvat Universal’.

La censura, entre los antiguos romanos, era el oficio y la dignidad del censor, magistrado a cuyo cargo estaba no solo el censo de la ciudad, sino también el velar sobre las costumbres y el castigar severamente la difusión de textos enfrentados al poder de los césares; censura cultural que en la Edad Media se extendió a juglares y trovadores.

En la Baja Edad Media, sigue diciendo la ‘Enciclopedia’ mencionada, los reyes aprovecharon la institución universitaria como medio de control de la cultura. Así, en 1275, una ordenanza del rey francés Felipe el Atrevido especificaba que todos los libreros de copias manuscritas debían de inscribir sus existencias en los registros de la universidad. Solo el juramento correspondiente permitía ejercer como libreros. Tras la invención de la imprenta el control del poder se extremó y adoptó generalmente una actitud represora con respecto al nuevo instrumento. Ante todo, la imprenta fue considerada una prerrogativa real que el monarca cedía, mediante régimen de concesión, a gentes de su confianza.

El primer teórico de la censura en su sentido moderno (es decir, dictamen y juicio que se hace o da acerca de una obra o escrito), fue Berchtold, obispo de Maguncia, que en 1486 escribió: “… En interés de la imprenta, para protegerla contra sus propios abusos, todo escrito debe tener la autorización de la universidad antes de ser impreso”.

En 1515 el Concilio de Letrán determinó que todo texto impreso requería el visto bueno de un número determinado de personas designadas al efecto. Las universidades, controladas a su vez por el clero, fueron las entidades censoras en una primera etapa, y en algunas naciones actuaron en colaboración con entidades más específicamente represoras, como en el caso de la Inquisición española.

Va de escritores y de libros. José Luís Rodríguez Plasencia

La forma actual de la censura de libros, seguimos leyendo, data del siglo XVI. Fue una respuesta a la invención de la imprenta, pues la recogida, confiscación y cremación de ejemplares se hacía más difícil. El Derecho canónico prescribió la obligación de todo católico de someter a censura cualquier escrito sobre religión o moral. Era una obligación del editor, y que este no había de cumplir necesariamente ante el obispo de la diócesis a que pertenecía el autor, sino que podía hacerlo ante el de su propia diócesis, aunque en autor fuese extranjero. Si el funcionario diocesano encargado de su lectura certificaba que no había obstáculo dogmático o moral para su publicación (el ‘nihil obstat’), el obispo, o su vicario general, concedía la licencia para la impresión (el ‘imprimatur’). Pero todavía después de la publicación podía la obra ser denunciada por cualquier lector. Desde que León X ordenó recoger y quemar los escritos luteranos, en 1520, hasta la prohibición de alguna obra del dominico J. Y. Congar, entre 1937 y 1950, son numerosísimos los casos de censura de libros.

El ‘Índice de libros prohibidos’ (‘Index librorum prohibitorum’) es la relación nominal de obras literarias, teológicas y filosóficas anatematizadas por la Iglesia Católica y que, publicada por la Congregación Romana del Santo Oficio, señalaba a los fieles las lecturas de que debían abstenerse. Desde su creación en el Concilio de Letrán, en 1515, ha tenido alrededor de 40 ediciones oficiales. A raíz de las nuevas corrientes de pensamiento que provocaron la Reforma protestante, la mayoría de los países católicos estableció un catálogo propio de libros prohibidos a imitación del de Roma, cuya relación no debía de ser necesariamente idéntica. Así, en 1543 apareció en Francia el primer ‘Índice de libros prohibidos’; en 1559 El Vaticano publicó la primera edición del ‘Index’; y en 1564 el Concilio de Trento distinguió tres categorías de libros censurables: las obras heréticas, las obras concernientes a magia o contrarias a las buenas costumbres, y las obras doctrinalmente malsanas.

Para cuidar de las sucesivas ediciones del Índice romano, Pio V creó en 1571 la Sagrada Congregación del Índice, estableciendo el procedimiento regulador para la censura; en 1917 Benedicto XV abolió dicha congregación, que pasó a convertirse en una sección del Santo Oficio; y Pablo VI le denominó Congregación para la Doctrinade la Fe en 1965, procediendo a la supresión del valor jurídico del Índice, cuya observancia re relegaba a la conciencia del lector.

El primer Índice de carácter español fue encargado por Carlos I a la Universidad de Lovaina en 1546. El Índice de Valdés, de 1531, fue una ampliación del anterior. En 1583 se imprimió el de Quiroga, que contenía una doble relación: libros totalmente prohibidos y libros permitidos tras previa expurgación. La última edición del Índice español se publicó en 1948, aunque durante los siglos XVI y XVII los catálogos españoles defendieron la fe de los ataques de herejes y protestantes, y en el siglo XVIII lo hicieron del jansenismo y el enciclopedismo francés.

En 1966 comunicó que no se publicarían nuevas ediciones del Índice y que el catálogo entonces vigente ya no era vinculante. Incluso se retiró la pena de excomunión por leer los libros en él incluidos.

En la ‘Antología Literaria (I)’ se recoge el siguiente extracto del Índice, y advierte que “hay otros muchísimos libros nominalmente prohibidos por la Iglesia” que no figuran en dicha lista. La nota concluye recordando la norma de “no leer jamás un libro sin saber de antemano que es bueno”.

Índice de libros prohibidos por la Iglesia
Observaciones importantísimoas, sacadas del Código de Derecho Canónico:

  • Canon 1396. Los libros condenados por la Sede Apostólica se consideran prohibidos en todo el mundo y en cualquier idioma a que se traduzcan
  • Canon 1398. La prohibición de libros hace que sin la debida licencia no puedan publicarse, ni leerse, ni retenerse, ni venderse, ni traducirse a otro idioma, ni ser entregados, regalados o dados ni aun por vía de restitución, ni leídos delante de otros
  • Canon 1399. Están prohibidos por el Derecho mismo:
    • Los libros de cualquier escritor que propugnen la herejía o el cisma o intenten socavar los fundamentos mismos de la religión
    • Los libros que de propósito combaten la religión o las buenas costumbres
    • Los libros que enseñan o recomiendan cualquier clase de supersticiòn, hechicería, adivinación, magia, evocación de espíritus y cosas semejantes
    • Los libros que exprofeso tratan, narran o enseñan cosas lascivas u obscenas
  • Canon 2318. Incurren ipso facto en excomunión reservada de manera especial a la Sede Apostólica, en el acto mismo de la publicación, los editores de librosde los apóstatas, herejes y cismáticos que defienden la apostasía, le herejía o el cisma, como también los que propugnan, o a sabiendas leen o retienen, sin la debida licencia, estos mismos libros u otros nominalmente prohibidos por Letras Apostólicas.

 

A
L’Action Française (Revista bimensual y diaria hasta el 10 de julio de 1939)
‘L’Action Française’ y ‘el Vaticano’
Adam. ‘El abogado del diablo’
Alberti, Valentín. Todas las obras
Alejandro, Natal. Varias obras
Alfieri. Varias obras
Amat, Félix. ‘Diseño de la Iglesia militante’
Ayguals de Izco. ‘María, la hija de un jornalero’

B
Balzac, Honorato. Todas las novelas amatorias
Bayle, Pedro. Todas sus obras
Boissonade, J. A. ‘La Biblia, descubierta’
Bruno, Giordano. Todas sus obras
Buen, Odón de. ‘Tratado elemental de Geología’

C
Calixto, Jorge. Todas sus obras
Calvino (Kahl), ‘Juan. Lexicon juridicum’
Campomanes, Pedro Rodríguez. ‘Tratado de la regalía de amortización’
Castelar, Emilio. ‘Historia general de la masonería’. (Prólogo)
Castiglione, Baltasar. ‘Il cortegiano. Permittitur editio veneta anni 1584’
Compte, Augusto. ‘Curso de filosofía positiva’
Corbató, José Domingo María. ‘El inmaculado San José’
Cousin, Víctor. ‘Curso de la historia de la Filosofía’

D
D’Alembert, Juan le Rond. Enciclopedia
D’Annunzio. Todas sus obras
Danton, G. ‘Historia general de la masonería’, con prólogo de Emilio Castelar
Darwin, Erasmo. ‘Zootomía o leyes de la vida orgánica’
Daudet, León. ‘Viaje de Shakespeare’
Descartes, Renato. Varias obras
Diderot, Dionisio. Varias obras
Draper, Juan Guillermo. ‘Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia’
Dumas (padre). Todas las novelas amatorias
Dumas (hijo) Todas las novelas amatorias y ‘La cuestión del divorcio’

E
Enciclopedia o Diccionario, publicado por Diderot y D’Alambert
Erígena, Juan Escoto. Cinco libros de la división natural, etc.

F
Flaubert, Gustavo. ‘Madame Bovary’ y ‘Salambó’
Fogazzaro, Antonio. ‘El santo’ y ‘Leila’
Foscolo, Hugo. ‘La comedia de Dante Alighieri’, ilustrada
France, Anatolio. Todas sus obras

G
Guicciardini, Francisco. ‘Loci duo ob rerum’, etc. Además, ‘Historia de Italia’ y ‘Obras inéditas’
Gutiérrez, Luis. ‘Cornelia o La víctima de la Inquisición’

H
Heine, Enrique. ‘Alemania’; ‘Francia’, y varias obras más
Herculano, Alejandro. ‘Con ocasión del opúsculo del vizconde de Seabra’
Hobbes, Tomas. Todas sus obras
Haurte, Juan. ‘Examen de ingenios’
Hugo. Víctor. ‘Nuestra Señora de París’ y ‘Los miserables’
Hume, David.  Todas sus obras

J
Jansenio, Cornelio. ‘Agustinus’
Jovellanos, Gaspar Melchor. ‘Informe sobre la ley agraria’

L
La Fontaine, Juan de. ‘Cuentos y noticias en verso’
Lamartine, Alfonso de. ‘Jocelyn; la caída de un ángel’; Recuerdos, impresiones durante un viaje a Oriente’
Lamennais, Hugues. Varias obras
Larousse, Pedro. ‘Grand Dictionnarie universel’
Lasplasas, Francisco. Varias obras
Leopardo, Giacomo. ‘Operetas morales, donec corrigantur’

M
Maeterlinck, Mauricio. Todas sus obras
Maimónides, Moisés. ‘Libro de la idolatría’
Malebranche, Nicolás. Varias obras
Marini, J. Bautista. Varias obras
Masdéu, J. Francisco. ‘Historia crítica de España y de la cultura española’
Maurras, Carlos. Varias obras
Mir, Miguel. ‘Historia interna documentada de la compañía de Jesús. Los jesuitas de puertas adentro’
Molinos, Miguel de. Todas las obras
Montaigne, Miguel de. ‘Los ensayos’
Montesquieu, Carlos de Secondat. ‘Espíritu de las leyes’

P
Pascal, Blas. ‘Pensamientos con las notas de Voltaire’; ‘Las provinciales’
Pey-Ordeix, Segismundo. Varias obras

Q
Quinet, Edgar. ‘Ahasverus’ y otras obras

R
Renán, Ernesto. Muchas de sus obras, entre ellas ‘La vida de Jesús’, ‘Los apóstoles’, ‘San Pablo’, etc.
Richardson, Samuel. ‘Pamela’
Rousseau, Juan Jacobo. ‘Emilio’; ‘Del contrato social’, ‘Julia o La nueva Eloísa’ y otras obras

S
Sainte-Beuve, Carlos Agustín. ‘Port-Royal’
Sand, Jorge. Todas las novelas amatorias
Sanz Boronat, P. Varias obras de filosofía
Sanz del Río. Varias obras
Simón, Julio. ‘La religión natural’
Saulié, Federico. Todas las novelas amatorias
Sué, Eugenio. Todas las novelas amatorias
Sulpicio Severo. Todas sus obras

T
Taine Hip, Adolfo. Historia de la literatura inglesa
Tamburini, Pedro. Varias obras
Tolstoi, Dimitri. ‘El catolicismo romano en Rusia, estudios históricos’
Tresserra, Ceferino. ‘La judía errante’

U
Uribe Uribe, Rafael. ‘De cómo el liberalismo colombiano no es pecado’

V
Vera, Augusto. Todas sus obras
Vigil, Fray de P. González.  Varias obras
Villanueva, J. Lorenzo. Varias obras
Voltaire, F. María Arouet. Casi todas sus obras

Z
Zola, Emilio. Todas sus obras
Zola, José. Varias obras

Y pasemos ahora a hablar de los bibliófilos. Dice el diccionario que bibliófilo es aquella persona aficionada a poseer libros raros y valiosos.

Este tipo de coleccionismo no es nuevo en España. En nuestra Edad Media destacaron como primeros bibliófilos conocidos, Diego López de Haro, Alfonso V de Aragón y el Marqués de Santillana. Durante el Renacimiento, caben señalarse a Fernando Colón (tal vez el mayor de los antiguos bibliófilos españoles), Arias Montano, Diego Hurtado de Mendoza (que reunió una importante colección de obras griegas) y otros.

Tamayo de Vargas, durante el llamado ‘Barroco literario’, inició por primera vez un catálogo general de las letras españolas, la Junta de libros; y Nicolás Antonio realizó un Bibliotheca hispana, que se ha considerado hasta hoy día como modelo de investigación bibliográfica. Otros nombres destacados fueron Juan de Iriarte (siglo XVIII) y Bartolomé José Gallardo y Cánovas del Castillo (siglo XIX).

Desde mediados del pasado siglo han proliferado asociaciones de bibliófilos, entre los que destaca la Sociedad de Bibliófilos Españoles.

Pío Baroja cuenta que capítulo curioso de los bibliófilos es su piratería; es decir, hablando sin eufemismos, su tendencia al robo. Así, dice que Bartolomé José Gallardo era el José María ‘el Tempranillo’ de las bibliotecas. Y que Cánovas, que llegó a reunir una interesantísima biblioteca que sus herederos (siempre según don Pío) “sus herederos maldito si cuidaron de conservar”, podía pasar por el Bizco del Borge, pues, como Gallardo, se quedaba con todo lo que veía.

También cuenta Baroja que otro gran bibliófilo, Pascual Gayangos (1809-1892), sabio orientalista e historiador, cuando fue a la biblioteca del Museo Británico de lOndres llevó un sello en el bolsillo “con una idea maliciosa”. Hizo sus estudios y comparaciones entre sus libros y los del museo, y al terminar su trabajo dijo al bibliotecario inglés, amigo suyo y, sin duda, hombre cándido:

-“Es muy fácil distinguir mis libros de los que son del Museo. Los míos tienen en la portada mi sello”.

El bibliotecario separó con ingenuidad los que tenían el sello del coleccionista, y mandó que se los enviasen al hotel. Así, el Gayangos se llevó no solo sus libros, sino otros de la biblioteca del Museo, que había sellado fraudulentamente.

Hasta los bibliófilos más serios y respetables son capaces de llevarse un libro que no les pertenece. Hace algún tiempo, sigue contando don Pío, en una biblioteca madrileña se presentó un erudito importante y profesor francés a hacer estudios literarios. El erudito necesitaba manejar libros muy raros, y el bibliotecario, para no confundirse y no perder la pista de ninguno, muy escamado, hacía todos los días un índice antes de entregarlos, y luego, al recibirlos, los revisaba, confrontaba y ponía en orden.

Un día, al terminar su estudio el francés, indicó que se marchaba a París, y se despidió del bibliotecario. Este, como era su costumbre, revisó sus listas, y vio que le faltaban dos volúmenes de los más importantes. Inmediatamente salió a la calle, tomó un taxi y se presentó en el hotel del profesor, que estaba en aquel momento haciendo sus maletas.

-“Vengo (dijo sin preámbulos) a que me devuelva usted los dos libros que se ha llevado de la biblioteca”.

-“Caballero, usted me está insultando” –repuso el francés.

-“Muy bien; yo no me voy de aquí. Si usted no me da esos libros ahora mismo, voy a llamar a la Policía por teléfono sin salir del hotel; usted verá lo que hace”.

El profesor abrió una de sus maletas, sacó los dos libros y, suspirando, se los entregó al bibliotecario.

Sin embargo, el caso más extraordinario de pasión bibliográfica, según cuenta Vicente Vega, fue el de un ex fraile, librero de Barcelona, a quien llamaban el padre Vicente. Entre 1830 y 1835 cometió nueve asesinatos por amor a los libros. Los cadáveres de las víctimas aparecían en calles solitarias, con navajazos mortales de necesidad. Alguien sospechó del librero. Se le prendió, y al momento confesó sus crímenes.

La primera víctima había sido un sacerdote que un día compró un libro raro en la librería del ex fraile. Este, a propósito, le había pedido un precio alto por el volumen, para que desistiese de adquirirlo; pero el cura no aceptó. Entonces, el librero trató de deshacer el trato con varios pretextos; el cura no le hizo caso y se llevó el libro. Vicente, a poco, salió tras él, y en un paraje que consideraba propicio, le abordó y le propuso devolverle el dinero para recobrar el raro ejemplar. Ante la negativa del comprador, resolvió el asunto con dos navajazos.

A partir de entonces, en su misma tienda cometió siete asesinatos más. Tenía una habitación preparada al efecto para casos parecidos al anterior. Luego de cometer el crimen, esperaba la noche, cargaba con el cadáver y lo dejaba en una calle apartada.

El noveno asesinato lo cometió con otro librero, que poseía un incunable del que Vicente decidió apoderarse. En un día de verano de mucho calor, entró en la casa de su colega por un ventanal abierto. Patxot, que así se llamaba el otro librero, dormía la siesta. Vicente le estranguló, luego cogió el libro y prendió fuego a la librería.

El ex fraile acabó en el patíbulo, como es de suponer, y en sus últimos momentos se arrepintió de haber asesinado a Patxot, al saber que el ejemplar del libro que le había robado, después de asesinarlo, no era un ejemplar único, como presumía.

Según Vicente Vega escribe, Baroja consideraba al padre Vicente como un bibliófilo rabioso, insensible a todo lo que no fueran libros. Sin embargo, don Pío, en sus ‘Memorias’ escribe: “la historia, al parecer, ha resultado falsa. Ha habido un erudito en Barcelona que la ha estudiado con cuidado y ha visto que no tiene ninguna base”.

Leí hace tiempo, aunque no recuerdo ahora dónde, que se lamentaba Arnaldo de España en la charla radiada por los micrófonos de Estudio de Unión Radio (sobremesa del 28 de febrero de 1926, que ya ha llovido) de la manía tan generalizada que tenemos los españoles de poner letreros más o menos jugosos o personales (‘aberración letreril’, según su propio calificativo) en los lugares menos insospechados. Y contaba cómo cierta tarde en que pidió las obras de Gustavo Adolfo Bécquer en el salón de lectura de la Hemeroteca Nacional, pudo comprobar, desolado, que también allí habían actuado los empecinados “letreristas, pues desde sus guardas a los márgenes más reducidos estaba completamente acribillado con los lapiceros, dando al libro un aspecto de suciedad intolerable”.

Va de escritores y de libros. José Luís Rodríguez Plasencia
Bécquer

Entre los graffiti que manos anónimas habían insertado en el libro, estaban: Debajo de una rima no especificada, dedicada a ensalzar las dotes femeninas, una lectora había escrito: “La mujer española es capaz de dar su vida por el objeto amado”. Junto a esta, otra anotación, escrita por un hombre, puntualizaba: “Algunas veces, no todas. ¿Usted sería capaz de ello?”. En el espacio en blanco de otra hoja, aparecía: “Un ferviente adorador de este poeta cambiaría correspondencia con otro u otra. Lista de Correos, número” (tal de la cédula). 

Junto a la rima 73, cuyo primer verso es Cerraron sus ojos…aparecían varias anotaciones: “¡Divino! ¡Portentoso! ¡Superior! ¿Cabe más sentimiento? ¡Maravilloso!”.

Y al lado de tales pruebas de profunda admiración, otra opinión: “¡Qué colección de majaderos: qué modo de estropear los libros!”.

Más adelante, nuevas pruebas admirativas: “Leyendo estas rimas se pierde la noción del tiempo. No cabe nada mejor ni más sublime. El primer poeta de la tierra es Bécquer hasta el día de hoy”.

Opiniones que también compartía un tal B. C. Conde, que en una carilla próxima había escrito:

Las rimas que he visto aquí,
son las que he visto mejores.
¡Qué descripción! ¡Qué colores!
nunca mejores las vi.
B. C. Conde, di que sí;
yo lo afirmo y te aseguro:
es un poeta profundo
del uno al otro confín:
Inglaterra, Francia, en fin,
no lo hay mejor en el mundo.

Bonanza que apostillaban los siguientes juicios: “Es cierto. Es superiorísimo; pero qué malo es el que ha hecho ese verso”.

Otros criterios: “Adolfo Gustavo Bécquer es el número uno de los poetas españoles, franceses, alemanes, rusos, daneses, etc.”.

En el capítulo del libro titulado Artículos varios, Bécquer ensalza la pereza, y alguien anotó: “¡Bravo, muy bien! Sublime”.

Y al margen, esta observación de otro lector: “Estas interjecciones de admiración ¿las escribió un admirador del gran poeta Bécquer o un vago?” Observación que fue contestada en los siguientes términos: “Tiene usted razón, son… las dos cosas”.

Otra aportación romántica al bloque de letreros: “Gloria al divino Bécquer, que tantas veces hizo creer a los prosaicos mortales que se hallaban en el paraíso”.

Bécquer escribe: “Madrid sucio, negro, feo, como un esqueleto descarnado tiritando bajo su inmenso sudario de nieve”…

Y otro anónimo autor advierte: ”Nada, que Madrid no sirve para dar poetas ni para inspirarlos”.

Bécquer recoge cierta copla popular, uno de cuyos versos dice: ”… te has caído”.

Y un corrector, matiza al lado: “… caístes”.

Y un corrector del corrector, apostilla: “¡Bestial! No se pone caístes, sino caíste”.

Y así más cartelitos que Arnaldo de España prefirió guardarse en el caletre.

Personalmente, me he tropezado con poquísimos carteles en los libros que he consultado o solicitado en préstamo en las bibliotecas públicas por mí visitadas. Será porque los graffiteros actuales leen poco, o porque prefieren las paredes y vallas a las hojas impresas (algo hemos ganado), o porque quienes leyeron los mismos libros que yo eran más amantes del libro que del lápiz. Sin embargo, recogí dos de estas anotaciones cuando consulté ‘La política pintoresca’, de García Carraffa, ambas al final de sendas anécdotas, y de hacía ya mucho tiempo, lo que me llevó a suponer que nuestros ancestros eran más letrerristas que nosotros; tal vez porque leían más… o porque en aquellas fechas se respetaban más las paredes que los libros. 

En la primera anécdota (‘Para no perder el tren’) se cuenta cómo D. Alfonso XII, en Alemania, para que nadie de su séquito se quedara en tierra, pues desconocían que en aquel país la salida de los trenes no se avisaba ni con silbato ni con campana, sino que el tren salía, sencillamente, cuando llegaba su hora, y en vista de que el tren iba a partir en unos instantes y su acompañamiento seguía en el andén hablando amigablemente, exclamó en castellano y en voz suficientemente alta:

– “¡Señores viajeros, al tren!”

“Y esta fue (dice Carraffa) la señal de alarma. Todos se acomodaron inmediatamente en sus departamentos y cuando el tren, un instante después, partía rápido, no dejó a nadie en tierra”.

Pues bien: a continuación, con perfecta caligrafía, alguien había escrito: “Si non é vero, é ben trovato”.

La segunda anécdota (‘La diplomacia de don Trinitario’) trata de las intrigas políticas habidas entre José Canalejas y sus partidarios para acabar con el tambaleante Gobierno Moret, cuya dimisión consiguieron al fin.

La misma mano del “si no é vero”, había anotado a continuación: “Política… Política”.

El Diccionario de la Real Academia dice que plagiar era entre los antiguos romanos, comprar a un hombre libre sabiendo que lo era y retenerlo en servidumbre, o utilizar un siervo ajeno como si fuera propio. Y añade que (figurada y familiarmente) es copiar o imitar en lo substancial obras ajenas, dándolas como propias. Y en Cuba y México, apoderarse de una persona para obtener rescate por su libertad.

“La costumbre de plagiar llegó al extremo que, como escribe Ludovic Lalanne, ‘Curiosités littéraires’, Paris, 1857, en el siglo XVIII se estableció en París una clase, cuyo objeto era bastante original. Richesource, miserable declamador que se hacía llamar ‘Director de la Academia de los creadores filosóficos’, enseñaba a cualquiera, por desprovisto que estuviese de facultades literarias, a convertirse en orador distinguido. Publicó los principios de su arte bajo el título ‘Careta de oradores’, o manera de disfrazar toda clase de composiciones cortas, sermones, panegíricos, oraciones fúnebres, dedicatorias, discursos, etc. Al arte de apropiarse así de las obras ajenas lo denominaba plagiarismo”.

Por su parte, Iribarren escribe: “Llamamos ‘plagiar’ al hombre que vende por suyos los conceptos, sentencias o producciones literarias de otro, y al que, como dice el Diccionario, ‘copia o se apropia en lo substancial obras ajenas’. Y plagio al hurto literario, al hecho de apropiarse obras ajenas.

Marcial usó ya la voz plagiario (‘plagiarius’) en la misma acepción literaria que le damos actualmente.

“Derívase este nombre de que los romanos llamaban ‘plagiarii’ a los que robaban a la fuerza hombres para venderlos como esclavos, y a aquellos que robaban esclavos ajenos para venderlos como propios, o que ocultaban a los esclavos fugitivos. Dióseles este nombre porque la ley Flavia, llamada también ‘lex plagiaria’, condenaba a la pena de azotes (‘damnabata plagis o ad plagas’) a los culpables de los robos dichos. […] Este significado primitivo de la palabra ‘plagiario’ es el que recoge nuestro Diccionario cuando dice que ‘plagiar’ es ‘retener a un hombre libre como esclavo o utilizar un siervo ajeno como propio’“.

Un escritor con fama de plagiario fue el francés Alejandro Dumas; circunstancia que él mismo no negaba: “Yo (solía decir con ironía cuando alguien hacía mención del asunto), como Shakespeare, tomo lo bueno donde lo encuentro”. Por supuesto, también consideraba que la obra resultante debía superar a la plagiada. Como hizo Shakespeare, que plagió su ‘Romeo y Julieta’ de un antiguo y olvidado escritor italiano: Mateo Bandello.

Así, cuentan que un día se presentó en casa de Alejandro Dumas padre un joven de ojos vivos, buena figura y aire de mosquetero, que iba recomendado por Gerardo de Nerval. Se llamaba Augusto Naquet, había sido profesor y escribía novelas históricas. Entregó a Dumas la titulada ‘En biemp de Buvat, o la conspiración de Cellamare, muy interesante, pero relatada con pesadez. Dumas aligeró el manuscrito y lo convirtió en ‘El caballero de Harmental’, que se publicó en Le Siècle. Maquet no lo firmó, pero recibió a cambio de 2.000 francos.

Y ahora tratemos de los seudónimos que emplearon algunos autores de las nacionalidades y de las épocas más diversas que han ocultado su verdadera identidad bajo nombres supuestos a la hora de crear. ¿Por qué? Parece no estar claro el motivo, si es solo uno, de este cambio de identidad: Quizá el deseo de despistar a los lectores curiosos sobre su auténtica personalidad; quizá la suposición más o menos manifiesta de que el propio nombre no reúne las condiciones de sonoridad suficiente para enganchar al posible consumidor de libros; quizá por la admiración hacia determinado personaje, real o ficticio, del que toma prestado el nombre… Sea lo que fuere, lo cierto es que, según algunos psicólogos, el seudónimo empleado puede caracterizar a quien lo usa, según sean pomposos, vulgares… Pero creo que seguir estos derroteros sería adentrarnos en honduras que ahora y aquí no vienen a cuento.

Como seudónimo curioso, por lo repetitivo, debe señalarse ‘Un Ingenio de esta Corte’, usado por vez primera en el siglo XVII español, encubriendo a varios autores dramáticos. Incluso se llegó a pensar que ocultaba la personalidad del propio rey Felipe IV, idea desestimada hoy día. La mayoría de las comedias impresas bajo este seudónimo son de escasa calidad. Destaca, entre todas ellas, una comedieta típica de moros y cristianos titulada ‘El triunfo del Avemaría y la toma de Granada’.

De nuevo apareció este seudónimo en el siglo XVIII, ocultando el nombre de Tomás de Erasmo y Zabaleta, autor de un ‘Discurso sobre el origen, calidad y estado presente de las comedias españolas’ (1750); en el siglo XIX volvió a usarlo Ramón Nocedal, firmando con él varios dramas y, más modernamente, Eugenio D’Ors en la sección que tuvo en ‘Blanco y Negro’.

Veamos algunos ejemplos de seudónimos: 

A
Abate Marchena. José Marchena y Ruiz de Cueto.
Abel Abulema. Juan Cortada y Sala.
Adolfo García. Gustavo Adolfo Bécquer.
Adolph Meyer. Meir Aaron Goldschmidt.
Alberto Moravia. Alberto Pincherle.
Alejandro Casona. Alejandro Gutiérrez.
Amado Nervo. Juan Ruiz de Nervo.
Anatole France. Anatole Thibault.
André Maurois. Camile Herzog.
Andrenio. Eduardo Gómez de Baquero.
Ángel Guerra. José Betancourt.
Antonio de Padua. Antonio Altadill.
Antoniorobles. Antonio Robles.
Azorín. José Martínez Ruiz.

B
Blanco White. José María Blanco y Crespo.
Bradomín. Ramón María del Valle Inclán.
Brocense, El. Francisco Sánchez de las Brozas.

C
Caballero Audaz, El. José Mª Carretero Novillo.
Cabellera. Antonio Machado.
Carmen Sylva. Reina Isabel de Rumanía.
Clarín. Leopoldo G. Alas y Ureña.
Colombine. Carmen burgos Segui.
Collete. Sidonia Caludina de Jouvenel.
Corpus Barga. Andrés García de Barga.
Cristóbal de Anzarena. Donato de Aranzana.
Cualquiera. Federico Balart.
Cura de Argamasilla. Diego Luque de Beas.
Curioso Parlante, El. Ramón Mesonero Romano.

D
Desperdicios. Antonio López Becerra.
Diablo Cojuelo, El. Hermanos Quintero.
Doctor Pablo Segura. Juan Pablo Forner.
Duende, El. Mariano José de Larra.

E
Efe Gómez. Francisco de Paula Gómez.
Emil Ludwig. Emil Gohn.
Eric María Remarque. Eric María Kramer.
Erizo Kiriquiño. Evaristo de Bustinza.

F
Fernán Caballero. Cecilia Böhl de Faber.
Fígaro. Mariano José de Larra.
Filósofo Rancio. Francisco de Alvarado.
Françoise Sagan. Françoise  Qouinez.
Fray Candil. Emilio Bobadilla.

G
Gabriel D’Anunzio. Gaetano Ragazzetta.
Gabriela Mistral. Lucila Godoy.
Gaziel. Agustín Calvet.
Geerten Gossaert. Frederic Carel Gerretson.
George Eliot. Mari An Evans.
George Orwell. Eric Blair.
George Sand. Aurora Dupin
Gérard De Nerval. Gerard Labrunie.
Gerardo Hispano. Gonzalo Céspedes y Meneses.
Gil-Baré. Gabriel María de Lafitte.
Gryphius. Andreas Greif.
Guillaume Apollinaire. Wilhelm Apillinais Kastrowitzki.
Gustavo. José Gutiérrez Benítez.

H
Hugo Wast. Gustavo Martínez Zubiria.

I
Ibrahim Clarete. Luis González Bravo.
Inca Garcilaso de la Vega. Gómez Suárez de Figueroa.

J
Juan Moreas. Juan Papadiamantopoulos.
Jorge Pitillas. José Gerardo Hervás.
Joseph Conrad. Teodoro Konrad.
Juan García. Amós de Escalante.
Juan Pérez de Munguía. Mariano José de Larra.
Juanito López Polinario. Juan Fernández de Rojas.
Juules Romains. Luis Farigoule.
Julio Diniz. Manuel Teixeira Gómez.

K
Katherine Mansfield. Catherine Beauchamps.
Knut Hansun. Knut Pedersen.

L
Leocadio Doblado. José María Blanco y Crespo.
Lewis Carroll. Charles Lutwidge Dogson.
Licenciado Francisco Agustín Florencio. Juan Fernández de Rojas.

M
Mark Twain. Samuel Clemens.
Marnix Gijsen. Jean-Albert Coris.
Max Nordan. Max Simon Südfeld.

N
Novalis. Friedrich von Hordemgerg.

O
Octavi De Romeu. Eugenio d’Ors.

P
Pablo Ignocausto. Juan Pablo Forner.
Pablo Neruda. Neftalí Ricardo Reyes Basoalto.
Paracelso. Theophrastus von Hohenheim.
Paul Géraldy. Paul Lefébre.
Peregrina, La. Gertrudis Gómez de Avellaneda.
Peter Pasley. Samuel Griswold Goodrich.
Pierre Loti. Louis-Marie Julien Viana.
Pitigrilli. Dino Segre.
Pobrecito Hablador, El. Mariano José de Larra.

R
Ramón De Garciasol. Alonso Calero.
Rector de Vallfogona. Francesc Vicens García.
Rubén Darío. Félix Rubén García Sarmiento.

S
Saint-John Perse. Alexis Léger.
Solitario En Acecho, o El Solitario. Serafín Estnez. Calderón.
Stendal. Henri Beyle.

T
Tablante de Ricomonte. Hermanos Quintero.
Tirsis. Francisco de Figueroa.
Tirso de Molina. Fray Gabriel Téllez.
Tomé Cecial. Juan Pablo Forner.
Tono. Antonio de Lara.
Tristán. Ramón Gómez de la Serna.

V
Voltaire. François-Marie Arouet.

X
Xenius. Eugenio d’Ors.

“Nunca se ha sabido (escribe Jesús Marchamalo) en qué medida las manías de los escritores son simples hábitos inofensivos adquiridos a lo largo del tiempo, o si de algún modo forman parte del propio proceso creativo. Y a continuación cita a Blas Matamoro, escritor y crítico literario: ‘Personalmente, pienso que, en efecto, todo este tipo de manías, costumbres o como queramos llamarlas, son sumamente importantes para la creación”.

Y Marchamalo añade: “La escritura tiene un decisivo comportamiento fetichista. De algún modo, se trata de llenar un espacio vacío, y el escritor tiende a rodearse de elementos, de ambientes que faciliten la inspiración. Estos ambientes no tienen que ver únicamente con el espacio, sino con la temperatura, los olores, las luces, las sensaciones, a veces con cuestiones ajenas absolutamente al hecho literario. Thomas Mann, por ejemplo, tenía en su estudio fascos de colonia, palanganas con agua de violetas con las que a cada tanto se lavaba las manos, mientras que Rimbaud pasaba días enteros sin ocuparse de su higiene personal, escribiendo a veces desnudo”.

He aquí el catálogo de manías o rarezas a la hora de escribir de algunos autores, que recoge Jesús Marchamalo en su trabajo.

Hemingway escribía a lápiz, sobre papel cebolla, y controlaba sus progresos anotando cuidadosamente el número exacto de palabras que escribía a diario; Goethe lo hacía de pie, con pluma, porque el sonido del lápiz arañando el papel le desconcertaba; Kafka trabajaba casi a oscuras, en penumbra, con tinta azul o morada; Colette escribía a mano, en la cama, sobre una mesa especial que se hizo construir, siempre en papel de color azul. Y Robert Graves trabajaba en su casa de Mallorca en una habitación en la que, salvo los interruptores de la luz, todo estaba hecho a mano. Confesó que era importante par su actividad creativa saber que estaba rodeado de cosas construidas de forma artesanal.

El escritor suizo Robert Walser, quien pasó los últimos 28 años de su vida recluido en un manicomio, escribía en minúsculos pedazos de papel que siempre llevaba encima, guardados en algunos de sus innumerables bolsillos. También Walter Benjamín presumía de tener una letra microscópica; de hecho, su ambición nunca realziada fue escribir cien líneas en una cuartilla.

Thomas Wolfe, el autor de ‘El ángel que nos mira’, escribió gran parte de su obra en hojas de asientos contables. Y es curioso el caso del dramaturgo argentino Florencio Sánchez que, casi siempre falto de recursos, acostumbraba a hurtar papel a los amigos que trabajaban en butefes o en oficinas, o se llevaba formularios o impresos de telegramas de las oficinas de correos.

Luis Mateo Díaz escribe en cuadernos, en concreto unos franceses con la tapa dura, de distintos colores. “Son bastante sencillos, dice, al tiempo que resistentes, y me he acostumbrado a trabajar en ellos”. Mateo Díaz, añade Marchamalo, se considera un escritor de primavera-verano. Trabaja con el ordenador encendido, el cuaderno abierto, y un folio doblado por la mitad en el que escribe con un rotulador de punta fina de color negro, saltando del filio al ordenador y viceversa. “No necesito mucho más: una mesa de madera, un grato sillón, una tranquilidad y comodidad razonables, y el clima de los libros en las estanterías”.

Doris Lessing necesita moverse, hacer cosas que la tengan ocupada. En sus memorias explica cómo coloca la máquina de escribir y los papeles sobre la mesa y comienza a dar vueltas por la casa: lava los platos, toma un café, ordena los estantes de los armarios. Cuando está preparada se sienta a escribir, hasta que se interrumpe el flujo y retoma las tareas de nuevo. 

Ricardo Baraja, sin embargo, pegaba los folios con engrudo para conseguir un papel continuo que le permitiera escribir sin tener que interrumpir su caudal creativo ni siquiera para cambiar de folio.

Jack Keronac escribió ‘En el camino’ en un rollo, éste de papel de teletipo, en sólo tres semanas. Un récord innecesario, comenta Marchamalo, desde el momento en que después debió emplear seis años en encontrar editor.

Ramón María del Valle-Inclán escribía de vez en cuando en un banco del Retiro madrileño, apretando las cuartillas contra el costado, con el muñón, para que no se las arrebatase el viento, Caymond Carver, autor de ‘Catedral’, durante una época de su vida, y a falta de un lugar tranquilo donde poder trabajar, se decidió por escribir en el coche.

Justo en el otro extremo se encuentra Marcel Proust, encerrado durante años en su casa, prácticamente sin salir de una habitación tapizada de corcho, con las ventanas tapadas con densas cortinas de terciopelo que impedían el paso de la luz y el aire, y respirando polvo medicinal Legras para desesperación de sus vecinos.

De William Faulkner cuentan que escribió ‘Mientras agonizo en un plazo de seis semanas, mientras trabajaba de noche en una mina, apoyando los folios en una carretilla de mineral volcada que le servía de mesa, y alumbrándose con la vacilante lámpara de carburo del casco.

En realidad, todo esto de las manías de los escritores (opina Jesús Ferrero, que Jesús Marchamalo cita en su trabajo) no deja de ser producto de una cierta situación podríamos decir de privilegio, ya que hay obras que se han escrito en circunstancias de suma incomodidad o directamente dramáticas. Cervantes escribió ‘El Quijote’ en la cárcel, y San Juan de la Cruz su ‘Cántico espiritual’ en una letrina. Marchamalo dice que, como consecuencia de la necesidad, escribió en la recepción de un hotel donde trabajaba de recepcionista y conseguía un nivel de concentración muy aceptable. Claro que prefería escribir en su casa, pero estaba seguro de que conseguiría escribir en cualquier parte.

‘Antes que anochezca’ es una de las obras más conocidas de Reinaldo Arenas, que eligió ese título para denunciar las condiciones extremas en que debió escribirla. Prófugo en el parque Lenin de La Habana, durmiendo entre cartones y periódicos en una alcantarilla, mendigando o robando comida, y huyendo de la policía que lo perseguía, a falta de cualquier cosa que le alumbrara, debía escribir de día, antes justo de que anocheciera y el parque se sumiera en la oscuridad.

Va de escritores y de libros. José Luís Rodríguez Plasencia
Ilustración de ‘El Quijote’, de Gustavo Doré.

Ferrero organza su espacio de trabajo como si fuera una especie de cueva: la mesa frente a la ventana, abierta o cerrada, dependiendo del momento por el que camine el texto, y rodeado de estanterías con libros tras los que se siente protegido. También Bernardo Atxaga procura que el lugar donde trabaja sea un espacio íntimo carente de elementos intrusos, sólo sus libros más cercanos y cuadros firmados por amigos suyos. “Con todo, afirma, lo único necesario para mí es la muralla que construyo en la mesa en la que me pongo a escribir. Suele estar hecha de libros, cuadernos y algún que otro objeto; por ejemplo, una figurilla de bronce que representa un avestruz. Si me voy de viaje y me veo obligado a escribir en un hotel, levanto la muralla y ya estoy preparado”.

En todo caso, sí parece que hay cosas que facilitan el trabajo creativo, y otras que definitivamente lo entorpecen.

Witold Gombrowicz solía leer novelas policíacas de ínfima calidad antes de escribir porque sostenía que nada despertaba tanto la imaginación como la mala literatura. Stendhal encontraba sosiego leyendo el ‘Código de Justicia’ napoleónico que, según él, le ayudaba a depurar su estilo. Sin embargo, a Concha Espina le resultaba imposible trabajar si sorprendía a alguien mirándola. A Juan Ramón Jiménez, lo que le molestaba, al punto de provocar un interminable rosario de mudanzas a lo largo de su vida, era el ruido. De la calle Conde de Aranda se marchó porque unas cubanas tocaban la pianola en un piso cercano; de Lista, 8, porque el hijo de un vecino le hacía la vida imposible con sus llantos; de Velázquez, 96, porque el sonido chirriante de los tranvías le impedían trabajar. En su casa de Padilla se quejaba del alboroto de los gorriones en el jardín del cercano hospital del Rosario. Otro escritor que sufría intensamente con el ruido fue el arabista Así Palacios, que pagaba un alquiler mensual a su vecino de arriba para que no utilizara la habitación que quedaba sobre su despacho. Así Palacios, por cierto, trabajaba junto a sus colaboradores en una gran mesa de billar que cubría con unos tableros de madera. La mayoría de los días, a última hora de la tarde, los tableros se retiraban, los libros y los papeles, y se dedicaban a jugar unas carambolas para culminar la jornada.

Las mesas son otro de los elementos que han dado mucho de sí en la historia de la literatura. Seguramente, uno de los casos que resulte más llamativo sea el de Ramón Gómez de la Serna, quien en su casa de Estoril se hizo construir una cesa con seis u ocho pupitres que le permitían trabajar en varios manuscritos al tiempo. Mesa grande utilizaba también Mújica Láines y el mismo José Ortega y Gasset quien, en ocasiones, utilizaba la mesa del comedor de su casa hasta que la familia hambrienta, decidía poner punto final al trabajo por el expeditivo método de poner los platos.

Azorín daba un paseo hasta la Biblioteca Nacional antes de escribir una sola línea. Torrente Ballester se rodeaba de sus libros favoritos y más queridos. Y Félix Grande de las fotos de sus autores más admirados. Las instrucciones para la inspiración son definitivamente interminables.

En la página de Gaia World se cuenta cómo Norman Mailer necesitaba una buena sesión de boxeo antes de ponerse a escribir y cómo Borges le dictó a su madre sus textos hasta que ésta era muy mayor.

Alfonso Reyes escribía de pie, paseando constantemente; T. S. Eliot nunca escribió más de tres horas seguidas.

Marchamalo añade que “para casos singulares de creación, los de dos escritores cuando menos anómalos. El primero es George Simenon, autor de casi cuatrocientas novelas y millares de cuentos, artículos, obras más o menos autobiográficas y textos de todo tipo. Solo en el año 1929 escribió ¡41! Preguntado por lo que se había convertido en una enfermiza facilidad para inventar y escribir historias, comentó que había ideado un método personal que le permitía acabar sin esfuerzo un libro cada diez días, y que pensaba depurarlo hasta conseguir terminar un libro a la semana”.

Por cierto, Simenon publicó sus primeras novelas policíacas ante la general indiferencia de los lectores parisinos, pese al alarde publicitario que le procuró su editor de Le Petit Parisien, que le puso a escribir en una garita de cristal, en el vestíbulo del periódico. Pasados los tres primeros días, Simenon escribía sin más espectadores que algún chiquillo que le sacaba la lengua. Después se embarcó con rumbo desconocido y durante muchos meses no se supo nada de él; hasta que empezaron a llegar las novelas que habían de darle fama y riqueza.

Como curiosidad se dice que Simenon tomó por modelo para su célebre Maigret, al sagaz detective Guillaume, muerto en 1963, quien entregó a la justicia muchísimos criminales peligrosos.

-“Solo Landrú consiguió burlarse de mí durante algún tiempo”, repetía con frecuencia el viejo detective.

El otro caso es el del escritor también francés Restif de la Tretonne que era tan prolífico y rápido escribiendo que decidió aprovechar los conocimientos que había adquirido cuando trabajaba en una imprenta de modo que, para ahorrar tiempo escribió gran parte de su obra directamente sobre el teclado de una linotipia.

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