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Y además… salud. Grada 158. Jesús Dorado

Y además... salud. Grada 158. Jesús Dorado
Foto: Pixabay. Elle Katie
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Como ya estamos metidos en verano y no nos vemos hasta septiembre me apetecía tratar alguna cosa ligera. Por eso voy a hacer alusión a dos artículos sobre los beneficios que tiene para el cuerpo humano la degustación del vino pero, como siempre hacemos aquí, vamos a ir a algo que tenga algún detalle especial.

La red está inundada de textos, algunos con base científica, que aseguran las bondades físicas que nos puede aportar un consumo moderado; alguna de las que más he escuchado citar es la de sus efectos cardiovasculares; otro de los ‘top three’ es que algunos de los polifenoles, dado su poder antioxidante, retrasan el envejecimiento (físico, se entiende), algo que no sé si al primer ser humano le preocupaba mucho, pero desde Sarita Montiel para acá desde luego que sí.

Colesterol, Omega3, perder peso… y ahí no acaba la lista, pero en su día me llamaron la atención dos estudios no tan recientes que tratan sobre otro tipo de envejecimiento, por decirlo así, el intelectual, y sobre los que el vino parece tener algo bueno que aportar también.

Empezando por el principio, debemos diferenciar entre degustar y catar, porque cada una nos sitúa en momentos diferentes de nuestra forma de disfrutar cualquier producto. La degustación produce unos estímulos, sensaciones y percepciones que podremos calificar desde agradables y desagradables hasta lo que queramos añadir; mientras que la cata implica el uso de algunas técnicas y un cierto aspecto de análisis sensorial de las cualidades del producto con un carácter descriptivo, crítico, comercial, analítico, para establecer la calidad…

Esto no quiere decir que sea imprescindible ser un profesional o experto para poder llevarlo a cabo, pero sí hay que distinguir a qué nivel o con qué finalidad se realiza cada una.

Si recordamos anteriores conversaciones que hemos mantenido, cuando practicamos esto intervienen todos los sentidos, no solo el gusto. Y he utilizado el verbo ‘practicar’ a propósito, con intención de que suene a ejercicio, a esfuerzo, porque, además de disfrutar, esta práctica nos exige un trabajo cognitivo aunque no lo parezca.

Y aquí es donde encajan los estudios que comentaba al principio. Uno de ellos, firmado por el catedrático de la Universidad de Navarra Miguel Ángel Martínez-González, indica que la presencia de problemas relacionados con el consumo de alcohol en casos de depresión es algo habitual. Pero también dice que hay que distinguir dos cosas: diferenciar el consumo excesivo del moderado; y que la depresión, cuando va asociada a un consumo descontrolado de alcohol, suele ir asociada también a un entorno social, económico, laboral o de estilo de vida poco saludables en general. Concluye que el consumo moderado puede reducir la incidencia de depresión y puntualiza que debe ser de vino. Todo esto lleva a pensar en ese ambiente favorable de disfrute y de ejercicio intelectual que genera una copa de vino.

Por otra parte, Gordon Shepherd, neurocientífico de la Universidad de Yale, asegura en su libro ‘Cómo el cerebro crea el sabor del vino’ que desde que visualizamos la botella y lo servimos, hasta cuando analizamos un vino con nuestro paladar, se genera una intensa actividad sensorial, cerebral y motora tal que supera a las funciones requeridas para escuchar música o resolver un problema matemático complejo. Indica que esto último, por ejemplo, exige una cantidad limitada de acciones y actividad cerebral, mientras que el disfrute de un vino desencadena una tremenda reacción cognitiva, sensorial, emocional, placentera, evaluativa y de memoria mucho más compleja.

Después de estos datos solo queda por decir ¡Salud y buen verano!

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