Al igual que en otros países el silencio reina en las calles vacías de una España confinada. Extraña sensación en el alma, difícil de definir con palabras. Carreteras fantasmas y rostros tristes emitiendo mensajes de incertidumbre ante el paisaje desolador.
Después de la viruela, el sarampión, la peste, la fiebre amarilla, la gripe aviar, el Covid-19 toma protagonismo en 2020. Las personas intentan conservar el equilibrio, siendo difícil conseguir la concentración en las tareas, la tranquilidad y la estabilidad interna mientras dura el proceso.
El miedo se transmite de unos a otros, lo que lleva a niveles altos de estrés, ansiedad, temor, confusión, provocando en el ser humano adentrarse en un bosque sombrío y sin color. Estamos ante una guerra biológica, fría, que limita la libertad, la cercanía, la falta de contacto, no poder rozar la piel, ni dar besos o un abrazo a quien deseas demostrar tu amor. Quizás, todo ello sirva para darnos cuenta de lo frágiles que nos volvemos cuando no podemos vivir de una manera acorde y cercana en sociedad, llevándonos a valorar la importancia y la belleza que tienen las relaciones interpersonales y la comunicación.
La corresponsabilidad puesta en práctica en estas semanas de silencio ha testificado que el mundo cambia con nuestro ejemplo, refrescándonos la memoria de que nuestro compromiso implica concienciar al entorno y ayudar al resto de la comunidad, como equipo que somos de pertenencia a un colectivo. Si seguimos manteniéndonos unidos transmitiremos valores que impulsen al cambio social y que irán más allá del disfrute de la vida de manera individual e independiente.
Si esta insólita pandemia nos lleva a aprender a vivir de una forma menos superficial y más humanizada, y si el recuerdo que deje en las nuevas generaciones los lleva a diseñar un mundo mejor, no habrá mal tan malo que de él no resulte algo bueno.
Siempre, lo mejor espera un poco más adelante.