La mayor virtud que tenemos los seres humanos es poder sentir y emocionarnos. Es por esta razón que somos capaces de realizar los mejores actos y nada de lo que le sucede a los demás nos es ajeno.
Nunca es sencillo gestionar el dolor interno que provoca la muerte de un ser querido, más aún si a ello le sumamos la particularidad de esta pandemia, como el hecho de no poder acompañar a los enfermos hospitalizados, no poder despedirse de ellos en sus últimas horas de vida o la imposibilidad de formalizar un adiós con distancias obligadas a familiares, amigos, compañeros… que con sus palabras o un cálido abrazo mitigan el desgarro producido en tan duros momentos.
Tales circunstancias pueden llevar a la persona que sufre una pérdida a sentirse desprovista de la mayor fuerza que posee el ser humano, el apoyo, y, a largo plazo, afectar a la salud física y mental.
No poder vivir un duelo saludable excava un túnel más profundo, sombrío y oscuro a las emociones que acompañan a las personas dolientes, la impotencia, la pena, el aislamiento, la culpa, el enfado o el dolor. Aunque el frío velatorio digital no es la mejor forma de hacerles llegar nuestra calidez, cercanía y cariño, sí puede conseguir que el consuelo abra una rendija a la esperanza y sirva como drenaje a aquellos corazones que están de luto y su alma llora en silencio.
Hoy, más que nunca, debemos sentir que estamos cerca unos de otros, llevando a la práctica aquel refrán por casi todos conocido de ‘hoy por ti, mañana por mí’. Si mañana caigo, yo sé que tú me ayudarás.