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La onírica isla de Eriteia. Grada 149. Yolanda Aldón

La onírica isla de Eriteia. Grada 149. Yolanda Aldón
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Necesitaba saber quién se despertaba hoy.

La paloma torcal iniciaba su cántico, atrás quedó dar leche del buche a sus crías. Los grillos machos cobraban protagonismo con el raspado de sus alas y patas, algunos machos no podían sostener su ritmo, más elevado que el vecino, porque las hembras con las que se aparearon mordieron sus alas para que no cortejaran a otras.

Miro al frente y veo ‘El beso eterno’, giro la mirada hacia la mesilla de noche y me duelen los ojos al recordar las lecturas repetidas de Nietzsche ‘El caminante y su sombra’. Para apaciguar la sensación de no saber cómo me sentía levanté el libro de Friedrich y allí estaba mi ‘Voz a ti debida’ y ‘Razón de amor’; al menos Pedro Salinas me aportaría tranquilidad en este sobresaltado despertar, pero mi sorpresa es que abro el libro por la página 91, marcada para leer “¡Qué probable eres tú! Si los ojos me dicen mirándote, que no, que no eres de verdad…”.

Entonces comienza a invadirme una quemazón por todo el cuerpo, quizás he llamado al Ave Fénix para hermanarme con él y me rapte en su pico para renacer de nuestras cenizas. Quizás fuera esa la solución, me preguntaba con ‘escalobríos’ fervientes. Iniciaba un titánico despertar de neologismos y a debatirme en mi propio duelo. Kierkegaard tenía algo de culpa, Sartre y las lecturas que recubrían mi infancia…

Tras leer la página marcada de Salinas encuentro debajo otro libro que nunca terminé de leer. Los libros significan y simbolizan momentos. Este me lleva al confinamiento, aquellos días y noches más duros de mi existencia, donde me sentía Aquiles sin pies ligeros, con alas amputadas y mis tobillos inutilizables. Era el símbolo de conversión del cuadro del beso en eterno. Tras el aislamiento los protagonistas de la obra se amaron frente a él, lloraron, rieron, dialogaron días, hasta caer rendidos por un dolor insoportable entre el amor de dos almas reconocibles y el definitivo adiós.

Ya no podría besar a mi musa, ni acariciarlo, ni hacerle el amor en libertad. Era una musa titiritera, que tan pronto podía desempeñar el papel de policía como de bibliotecario, o de protagonista de una triste historia de amor, cuyo final intuimos. Le amé sin límites, juraría que nunca he amado tanto, incluso he llegado a sentir mi piel despojarse para revestir zonas donde su cuerpo ya no tenía piel, por las batallas encarnizadas que le marcaron. No me importaba quedarme con heridas, mi fuerza las cicatrizaría. No me arrepiento de amar sin armaduras. Él era consciente, juraría que se avergonzaba en su afán de hombría. Pero yo venía de la isla de Eriteia, ya hermanada a él.

Me incorporo, me dirijo a la cocina y tomo un vaso de zumo de manzana muy frío. Siento un ligero placer entre mis dientes al caer el dulce líquido que imita sutilmente a la fruta prohibida; debo ser muy pecadora, ahora que lo pienso, pero me acerco más a Santa Teresa, rezo a Atenea, y a intervalos, me escondo en el convento de los Carmelitas.

Me tiro sobre la cama, como si fuera a nadar entre las sábanas azules, frescas por el aire que entra de la ventana de esta Extremadura, que riego con devoción a palabras, todos los días, sin detenimiento. Huele a azul, a detergente azul, diría que a lavanda, o quizás me he querido sentir con 18 años cuando en medio de la Provenza dejábamos en la cuneta esa África Twin que me llevara por Europa junto a mi profesor de Latín y le pedía que hiciéramos una parada para cumplir uno de mis sueños, acostarme en soledad sobre los campos llenos de ese azul violáceo…solo era una adolescente que hablaba con filósofos de 60 del Ateneo malagueño, y en vez de botellón paseaba por la sierra de las nieves hablando de Kafka, Unamuno o Juan Ramón Jiménez, esa era mi droga y mi alcohol.

Dejo de rememorar. Me tiemblan las manos más de lo normal, pero no pasa nada, lo dejo estar, oigo su voz diciéndome “déjalo estar, todo está bien”.

Son ya las 12, y sobre mi cama están todos estos libros y uno más. El autor no sabe que le vi cuando tenía 18 años en aquella Francia estival de campos en flor. Tampoco se imagina que mi dislexia sea el motor de que mi pensamiento gire sobre mí y mis lecturas, como la rotación de la tierra sobre sí misma. Así surge la noche y el día, o el día y la noche, depende de dónde nos ubiquemos.

Yo estoy ahora mirando sus personajes, leyéndolos. Son el producto de su pensamiento, enternecedor, henchido por la incertidumbre de un amor sin habla, y que descubre que balbuceaba en cada parpadeo, en cada gesto, en cada gota de agua, esa agüita de mis versos de infancia, miento, de nacimiento, miento, de mi creación.

Dicen que el ‘amor’ es todo, pero acabo de descubrir, mientras escribo, que es el agua, motor de nuestras vidas; somos agua, amor, pura energía, motor que bombea, corazón y de nuevo fluye, agua, vida, amor…

Ya con 7 años inventé una ciudad construida de papel, era ‘Origami’; muchos años más tarde la primera editorial que publicaba mi poemario se llamaba así. Después diseñé los ‘Fruittis’ y los comercializaron en televisión, a cambio un diplomita de la responsable de Cultura. Lo destrocé e hice añicos con mi imaginación al llegar a casa. Supe que nos engañaron al ver la emisión del domingo al mediodía. Mis frutas cobraron vida, eso sí, fue muy emocionante porque, al menos, le pusieron a uno de mis personajes acento andaluz. Les quedaría algo de consideración por su pueril autora.

Soñaba despierta camino del colegio que memorizaba todas las matrículas de los coches, pero me sentía muy inquieta, no lo lograba, el autobús iba demasiado deprisa. A veces uno desea plasmar y conseguir cosas, y aunque seamos conscientes de que se puedan lograr, en ocasiones, lo que nos rodea puede interferir, y no por ello se debe considerar un fracaso, muy al contrario, estuviste o estás en ello, es lo que realmente importa, me decía.

Mi Quijote no era de La Mancha, lo siento por Cervantes, pero mi Quijote era Aldonza Lorenzo, era una libertaria pensadora, que veía salinas en las marismas de la antigua Isla de León, y realmente eran nubes que el Levante arrastraba hacia la orilla, configurando imágenes grotescas y divertidas. Digamos que ‘gaditanicé’ la obra maestra cervantina.

Mi caperucita era una tímida muchacha, pícara con liguero ligero y lengua viperina, traviesa y muy despierta, con su caperuza atrapada al lobo para enseñarle que las Sombras de Grey son solo sombras. O mi pulgarcito realmente era un Catulo dejando señales para encontrar de regreso el camino a su amada e infiel Lesbia. O como Brunilda, en su complejo, se duerme como en el cuento de la Bella Durmiente para no despertar jamás.

Reconozco que me he despertado sin saber qué ocurría, y ahora, me miro frente al gran espejo de mi estancia, robusto de madera ébano apoyado sobre la pared, y me veo enamorada, ¡por fin! Estoy enamorada. Ahora me siento libre. Me he enamorado de mí.

Yolanda Aldón Toro
Escritora, periodista, distribuidora teatral

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