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Las Crónicas del Far Wext. Grada 164. Rades

Las Crónicas del Far Wext. Grada 164. Rades
Foto: Cedida
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Las Crónicas del Far Wext se publicaron con periodicidad mensual en esta revista ya hace unos años. Comenzaron en noviembre de 2007. Se pudieron leer durante todo 2008.

Hace pocas semanas, volvieron estas crónicas a la radio. A Canal Extremadura Radio. Hoy queremos evocar algunos momentos de ellas.

Porque queremos volver al cine.

Vamos al cine, sí. En ‘Cinema Paradiso’ el protagonista es un niño que pasa buena parte de su infancia junto a la máquina de un cine de pueblo, rodeado de carboncillos, de bobinas donde venía enrollada la película, acompañando siempre a su amigo el operador, y viendo la vida pasar a través del agujero en la pared que separaba la cabina de la sala de proyección.

Quien esto escribe pasó también muchas horas pintando en la pared con los carboncillos de la máquina de cine, guardando carteleras de películas de indios, ayudando de vez en cuando a su padre y a su tío Juan a pasar la película a través de las bobinas.

Quien esto recuerda visitó también el paraíso en su infancia, ‘Las Tres Campanas’. Ese lugar mágico que estaba en la Plaza de la Soledad en Badajoz, donde compraba figuritas de comanches y navajos, con los que formaba ejércitos tirado en el suelo de la habitación de la máquina del cine de verano. Su infancia fue puro oeste.

La realidad y la ficción iban de la mano en un pueblo de colonos, donde don Isidoro marcaba el paso del tiempo con su regla y su docencia que tanto recordaba al maestro arengador de ‘Amanece que no es poco’ (otra vez el cine), mientras Toro Sentado o Gerónimo atacaban ranchos y robaban caballos al Séptimo de Caballería huyendo por las montañas del desierto de Nevada; al tiempo que el olor a leche recién ordeñada salía de los corrales de la calle de la Paloma o de la señora Asunción y bañaba el aire; al tiempo que John Wayne guardaba diligencias con bellas señoritas camino del fuerte Apache; al tiempo que el tren te despertaba de las dulces siestas de verano, y no sabías si ese tren venía de Boston repleto de buscadores de oro o pasaba por allí camino de Guadiana con reclutas y petates llenos de cartas de la madre y mudas recién planchadas.

Y los nombres de Missisipi o Texas se mezclaban en su imaginario con los de Pueblonuevo, Novelda, Valdelacalzada, Zurbarán, donde estaba su prima Carmen, Palazuelo, Valdivia, El Torviscal o Vegaviana, auténticos pueblos de diseño, calles de tiralíneas, con casas encaladas en lugar de ranchos, con carros y los primeros tractores en lugar de lazos y rodeos.

Cuentan los historiadores que el proyecto de colonización venía ya de los tiempos de la República.

Lejos de entrar a valorar las luces y las sombras que acompañaron este proceso que cambió para siempre el paisaje y la geografía humana de Extremadura (eso le corresponderá a los investigadores y a los maestros de Historia), uno va a hablar de su propio oeste, y de la Calle Ancha que Rorry, Juan, Nicolás y José Antonio recorrían como pistoleros en busca de los duelos amorosos de la pubertad.

Uno imaginaba que a su paso las ventanas del ‘saloon’ se cerraban, que las madres escondían a sus hijas en las habitaciones de sus casas, que las campanas de la iglesia dejaban de sonar, y que el aire cortaba las caras dejando huellas de antiguas batallas, de antiguos duelos en OK Corral.

En todo caso estas Crónicas no van a pretender otra cosa que una reivindicación del oeste, de un estado mental, de la épica que acompañó a buena parte de los protagonistas que se sumaron a la Caravana de un nuevo mundo, y que venían del sur, de la sierra, de las tierras veratas, allá en el norte, de la Siberia, en el este, conformado una auténtica rosa de los vientos a veces huracanados por el dolor de la guerra, y por supuesto una vuelta a la infancia, porque lo quiera o no, uno es hijo del Far Wext.

Cuando uno visita el Museo Arqueológico de Badajoz un gran mosaico de Orfeo encantando a los animales le da la bienvenida.

Ese mosaico lo llevaron al museo desde una villa romana encontrada en Pesquero, en el oeste, a la ribera del río, y habla de las lágrimas y el canto del héroe griego por la pérdida de su amada, un canto que, según decían, amansaba a las fieras.

Uno iba a Pesquero, a la villa romana, creyendo que él mismo iba a encantar a los perros que cuidaban de la parcela, y pensando que al ir con los mellizos nada malo le iba a pasar, que los perros iban a voltear la cabeza hacia ellos en señal de sumisión.
Con la llegada de la villa de Pesquero a sus vidas, llegaron los romanos a su bolsillo, al derecho, porque en el izquierdo seguía escondiendo las figuras de Toro Sentado y de algún guerrero apache.

Con Pesquero uno conoció que los romanos hicieron de la vega del Guadiana solar de labor y locus amoenus al tiempo, y aprendió que, a este oeste de colonias, a este Far Wext en sepia, John Wayne o Clint Eastwood no fueron los primeros en llegar; que antes, mucho tiempo antes, habían acampado Petronio, o un tal Ben Hur con Varinia y Claudia, y Espartaco, el gladiador que también sometía a las fieras en la arena del circo, porque así lo veía en el cine de verano y, porque al lado del oeste, junto a Pesquero, transcurre una vía a la que siempre oyó nombrar como la Calzada Romana, una calzada a la que, en las tardes de vacaciones, uno iba con Juanito y Nuria, en bicicleta, la misma bicicleta con la que su padre, cuando aún no era padre, atravesaba la vega, antes de transformarse en vega, desde Rueda Chica hasta Pesquero para ver a su madre, antes de ser madre.

Y allí, en medio de la carretera, se sentaban a esperar que pasaran las legiones del César o de Pompeyo, con los estandartes y las cuadrigas, porque así tenía que ser, y porque así lo había imaginado en la casa de Orfeo.

Cuando la tarde caía, volvían al pueblo contando que habían visto a Ben Hur cargando heno de la parcela en un carro, o en los primeros tractores verdes, aunque en realidad habían visto a John Deere, o al menos eso era lo que pensaban.

Si el visitante del museo se acerca a las teselas del mosaico de Badajoz podrá escuchar un susurro que parece salido de las piedrecillas. Es el canto de Orfeo lamentándose de haber perdido a Eurídice, y queriendo escapar de la pared, y coger la bicicleta para volver a Pesquero, para encontrarse con Isabel, para pedirle su mano al abuelo Julio, sabiendo que los perros ya nunca más ladrarán cuando se acerque a su casa junto al río.

Cuentan las viejas crónicas que un día de octubre, allá por el año 1086, cuando el oeste era un jardín del rey Al Mutawakil en Badajoz, se detuvieron las aguas del río para contemplar el paso de los ejércitos de la morería camino de Sagrajas.

Iban al encuentro de los castellanos. Al acabar el día, el final de la batalla, y al amanecer una paloma voló a Sevilla, al sur, para contar de la victoria, al tiempo que Al Mutawakil entonaba himnos de amor en su jardín bajo la luna de la alcazaba.

Uno volvía a Sagrajas con los mellizos, siempre los mellizos, con el eco de los tambores de guerra en el Renault 5, para encontrarse con las tres hermanas y contar leyendas de la finca que dicen de una duquesa.

Uno pensaba que allí era donde vivían Axa, Fátima y Marién, las hermanas que vinieron desde aquel sur, y que oyeron desde un campo cercano los gritos de la batalla y el relincho de los caballos.

Aquellas hermanas que alcanzaron la fama porque algún joven Alí les dedicó una vieja canción de las batallas del desamor:

“Tres morillas me enamoran en Jaén: Axa y Fátima y Marién. Tres moricas tan lozanas iban a coger manzanas, y cogidas las hallaban en Jaén: Axa, Fátima y Marién”.

Porque con la llegada de Sagrajas a sus vidas llegaron los turbantes a su cabeza y la cimitarra al cinturón, mientras en los bolsillos guardaba los restos del Fort Apache de Comansi y una cartelera de Quo Vadis.

Con Sagrajas, uno aprendió que hubo un tiempo en el que el oeste, antes de ser Far Wext, fue oriente, y que la vega fue una huerta de poemas y arcos de herradura. Y supo que Ben Hur abrazó la fe del desierto y se hizo llamar Lawrence de Arabia, y cabalgaba por las llanuras de Bótoa, y supo que las palomas mensajeras llevaban los ecos de la victoria hasta Novelda, donde vivía la tía Carmen, o al menos, eso es lo que ella le contaba mientras le preparaba el bizcocho para desayunar cuando sacaba el permiso de conducir, y era lo que había visto en las películas del cine de verano, porque así tenía que ser, y porque así lo dibujaba Diego Antonio, antes de ser Diego, en sobres usados, antes de ser cartero.

Y aunque Lawrence no era Lawrence, y El Cairo era una plaza de Sevilla, a uno le quedaba Emilio el Moro, que allá por 1970, según cuentan las crónicas, abarrotó el cine de Pueblonuevo en una noche de tanto frío que sus cantes supieron a brasero de picón.

Y aunque las palomas vivían en el palomar de al lado, el palomar de la casa que llaman de Los Cacereños, y no eran mensajeras, traían anillados besos de Rebeca, recién nacida, y de Santi, porque venían de Novelda, siguiendo la estela de los raíles del tren.

Y aunque en realidad las tres hermanas no cogían manzanas, ni vieron batallas que no fueran surcos de maíz en la parcela del Arroyo Guerrero, llevaban en sus ojos el rastro de la hierba fresca, del heno, de la leche de vaca recién ordeñada, y de la banda sonora de La Casa de la Pradera.

Días de escuela. Bien abrigado llegaba al colegio, sentados frente a una cruz y ciertos retratos… y el himno de ‘Asfalto’. La goma de borrar de nata Milan, el catecismo y la comunión.

Y por la tarde íbamos a la tienda de Chiripita a comprar lápices Alpino o algún rotulador Carioca, con los que nos manchábamos los pantalones y la manga de la camisa. Y luego al comercio de Miguel Molina, porque tenía encima del mostrador el aguzalápiz con el que sacábamos punta a nuestros colores. Y más tarde a por hojas de morera con las que llenábamos las carteras para dar de comer a los gusanos.

Y alguna de esas tardes uno creyó oír que don Isidoro contaba que Colón escribió unas cartas a un fraile de Guadalupe, unas cartas donde narraba las maravillas de un nuevo mundo por conocer, por conquistar, y que por eso navegaron Francisco Pizarro, Hernán Cortés, Pedro de Valdivia o Núñez de Balboa, convirtiéndose en los hijos del mar, aunque esto uno nunca lo vio en el cine, ni conocía por entonces Lisboa, ni había tocado aún el océano.

Uno iba a escuela imaginando los barcos del almirante atracando en costas repletas de indios, pero no de los indios de Glenn Ford, el vaquero de mirada triste, ni de Toro Sentado. Eran indios porque así se lo enseñaba don Isidoro, y eran soldados cristianos porque así se lo aseguraban en catequesis.

Uno iba a escuela pensando que nunca ganaría los concursos de dibujo, porque para eso estaban los mellizos, siempre los mellizos.

Porque con la llegada de América a sus cartillas saltaron los héroes a sus pupitres, mientras en las paredes del aula 2 colgaban los dibujos coloreados de vaqueros y de romanos junto a esos ciertos retratos de la canción de ‘Asfalto’.

Con América uno pensó que aquellas cartas habían llegado al Far Wext; a los buzones de Pizarro; a la plaza de Hernán Cortés o de Alvarado; a las casas de Balboa, donde los aviones; al Ayuntamiento de Valdivia, donde las fábricas de tomate y los lotes de parcelas; a Conquista del Guadiana; a Vivares; a Alonso de Ojeda o al taller de Zurbarán y a su plaza de Guadalupe, donde estaba el cine de tío Antonio.

Y uno pensó que este Far Wext, después de ver pasar en tractor a las legiones del César, y después de ver volar a las palomas de Saladino camino de Novelda, se pobló de navegantes que habían venido del mar y que traían el oro de un tal Atahualpa.

Y uno pensó, también, que cuando iba a las Vegas Altas a ver a tía Severina deshacía el camino de ese Colón, porque atravesaba los pueblos que dieron nombre a los héroes del mar, o acaso fuera al revés, y aquellos navegantes fueran héroes del No-Do con cuyos nombres bautizaron a buena parte del Far Wext, y que los verdaderos héroes del oeste llegaron aquí por los años sesenta.

Despertamos en pupitres de dos en dos, aún recuerdo el estrecho bigote de don Ramón y la estufa de carbón frente al profesor, la dichosa estufa que no calienta ni a Dios.

Las Canciones del Canal. Uno no sabe dónde escuchó por primera vez esa canción de los ‘Rolling’, el ‘You gotta move’. Éramos adolescentes, y eran tres acordes que cantábamos una y otra vez. Diego la teatralizaba, el mellizo Manolo no la entonaba mal, y a Ramón le costaba trabajo cantar en público.

Sentados en el canal aprendimos que esa canción no era de los ‘Rolling Stones’. Era un canto triste, un blues del profundo sur algodonero, que cantaban los afroamericanos (por aquel entonces no conocíamos esa palabra, se hablaba de negros) que levantaron las tierras que bordean el Mississipi.

Uno iba al canal pensando que el agua daba vida a la vega, y que corriente abajo, hacia el sifón, traspasando compuertas, irían las notas de la canción negra regando de Mi séptima, La Mayor y Si Mayor las primeras cosechas.

Porque con la llegada del canal a sus vidas, llegaron los acordes a su guitarra, también negra, y los ecos de los algodonales a sus recuerdos, mientras iba dejando a Toro Sentado a buen recaudo de la madre que lo guardaba en el bote de Cola Cao, donde estaban los bolindres de Rorry, hasta que llegó Juanito y los perdió casi todos, y donde estaban dibujadas las figuras, negras también, que uno imaginaba cantando el blues del ‘You gotta move’.

Con el canal uno aprendió más tarde que hubo un tiempo en el que, en un campo cercano, muy cercano, alguien cantaba canciones tristes, mientras intentaba conciliar el sueño en la Colonia Penitenciaria Militarizada de Montijo, donde ahora hay heno, y un depósito de agua, y un pony de crines blancas.

Y uno pensó que, después de oír las voces del cordel de cautivos que hacían navegar, al compás del látigo y la percusión, el barco de Ben Hur y desanudar la red de Espartaco, después de comprar esclavos en Nubia para dar de comer a los camellos de Lawrence, y de contar el oro del rey inca encadenado, y de honrar a pueblos que dieron apellido a conquistadores, o conquistadores con los que llamaron a esos pueblos, llegó a este oeste cercano gente sin nombre, gente cautiva que levantó un mar de cemento para construir un canal.

Uno pensó también que no conocía sus canciones, las de los constructores del canal de Montijo, a orillas del Guadiana, aunque ya sabía algunos acordes de los cantos tristes de los algodonales de Nueva Orleáns, la ciudad de los canales a orillas del Mississipi.

Y uno recordó que esas canciones sin título, sin nombre, nunca salieron en el cine de verano mientras el señor del No-Do recorría las presas y los pantanos, pero sí oyó en la radio algunas del río americano.

Cuentan que los pilotos de las avionetas que sulfataban los campos y las parcelas en los primeros años del Far Wext podían seguir desde el espacio interior la estela del Canal de Montijo serpenteando por la vega, hasta encontrarse con el Guadiana, de la misma manera que, según dicen los cosmonautas, desde el espacio exterior se percibe una línea de sangre en la estepa, la Gran Muralla que levantaron los antiguos chinos con las manos de gente de libertad disfrazada.

Y cuentan también que, cuando el piloto se acercaba a la vertical de la Colonia, al borde del canal, se veía, allá abajo, una mano abierta mirando al cielo, y dicen que son las almenas del castillete que controlaba el barracón de presos de aquí, de los presos que construyeron el canal donde uno cantaba las canciones tristes que habían creado presos de allí.

De momento, acabamos. Cuando menos te lo esperes retomaremos nuevas crónicas para ir al cine.

Y, para adornarlas e ilustrarlas, hemos escuchado a Rui Díaz, ‘Amargura Blues’, ‘Deker’, Pepe Peña, ‘Le Stomp’, Daniel Catarino, ‘El Gran Quelonio’, ‘Olivenza’, ‘Redneck Surfers’, ‘Furia’, Flávio Torres, a ‘Bambikina’, a ‘Guillotina’, a ‘La Ruina’, a ‘Prexton’, a Daniel Cárceles, a ‘Granero XVI’, a ‘Guitar Not so Slim’, a ‘Little Orange’, a ‘Milana’, a ‘Happy New Year’, a Jorge Navarro, a ‘Olivia de Happyland’, y a ‘La casa de la pradera’ y a ‘Asfalto’ y sus ‘Días de Escuela’.

Y es que todos fuimos gringos alguna vez, y estamos hechos de conquista sobre conquista, de soledades y remiendos.

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