No cabe duda de que el escritor madrileño Francisco de Quevedo, muerto (pobre y abandonado, en la miseria) en Villanueva de los Infantes y enterrado en el Convento de Santo Domingo de esa misma localidad ciudadrealeña, es más conocido entre el público poco ilustrado por la agudeza, perspicacia o ingenio que puso en sus chistes y varias anécdotas disparatadas que por sus obras literarias, que le colocaron en lugar señero dentro del conceptismo del Siglo de Oro español. Pues, dejando a un lado su parte de polemista y de político, ha sido considerado uno de los escritores más ingeniosos del Siglo de Oro español.
Su sagaz ingenio ha quedado constancia en divertidas historias y anécdotas, no solo en sus escritos sino también en los de otros escritores contemporáneos suyos. En fin, fue considerado el maestro de la agudeza verbal en castellano, fruto de su fuerte personalidad e ingenio. Véanse algunos ejemplos de lo dicho.
Un día un aprendiz de escritor insistió en leerle un par de sonetos que había escrito. Tras leer el primero, Quevedo le dijo:
-El siguiente será mejor. A lo que el aprendiz replicó:
-¿Cómo podéis saberlo, si aún no os lo he leído? Y Quevedo respondió:
-Sencillamente, amigo mío, porque es imposible que sea peor que el que acabo de escuchar.
Entre las anécdotas que se le atribuyen está la situada en la calle del Codo, una tranquila calle del Madrid de los Austrias donde Quevedo acudía a orinar cada vez que recorría los bares de la zona, y más concretamente en la puerta de un vecino en particular que, por un motivo desconocido, usaba cada día como urinario particular.
Cansado el vecino de tal insistencia, dibujó una cruz donde Quevedo solía orinar, con la esperanza de que al ver el símbolo sagrado desistiera de hacerlo. Sin embargo, cuando el vecino se levantó al día siguiente, vio que su estrategia no había surtido efecto, por lo que añadió a la cruz un cartel que decía “Donde hay cruces no se orina”.
De nada sirvió el cartel, pues a la mañana siguiente el vecino comprobó que el borracho Quevedo, además de miccionar sobre la cruz y el cartel, había puesto otro de su cosecha como contestación: “No se ponen cruces donde se orina”. Y punto final. O jaque mate.
En otro de sus chascarrillos más divertidos se cuenta que un día el rey Felipe IV, mientras paseaba con Quevedo por los alrededores de palacio, le pidió que le dedicase unos versos espontáneos. Quevedo salió del paso pidiéndole al monarca que le diera pie, refiriéndose con ello a que le diese un comienzo. Pero Felipe lo interpretó de otro modo y tuvo la ocurrencia de poner uno de sus pies en las manos del poeta, que no se alteró lo más mínimo y, como alusión directa a la inteligencia más bien equina del monarca, le espetó:
Paréceme, gran señor,
que estando en esta postura,
yo parezco el herrador
y vos la cabalgadura.
Otra versión dice que fueron unos nobles, no el rey, quienes formularon la petición, con igual resultado.
Estando enfermo Quevedo durante su cautiverio en el Convento Real de San Marcos, en León, uno de los religiosos que lo cuidaban le trajo un caldo que, más que caldo, era agua caliente. El poeta empezó a decir:
-¡Bravo caldo, valiente caldo! Ante la pregunta del religioso de por qué era valiente el caldo, Quevedo respondió:
-Porque no tiene nada de gallina.
Cuentan que, pasando por una calle, vio a tres mujeres que le miraban desde un balcón, mofándose de él. Quevedo se quedó mirándolas y una de ellas le espetó:
-¡Usted! ¿Qué coño mira? Y Quevedo replicó:
– ¿Yo? El del medio.
Otra anécdota atribuida a nuestro satírico escritor fue la de llamar coja a la mismísima Isabel de Borbón, reina de España y consorte de Felipe IV; eso sí, con toda sutileza, pues se enojaba mucho si le recordaban la pequeña cojera que padecía.
Se cuenta que una noche, estando de parranda con los amigos, uno de ellos, tal vez influido por el vino y la cerveza, le retó a que llamara coja a la reina en su misma cara. Dicen que el poeta se quedó pensativo y, pasados unos segundos de reflexión, le respondió:
– ¿Y qué me das si lo hago?
– Te pagamos otra cena como esta.
Y, a riesgo de ser encerrado en prisión por su atrevimiento, le respondió:
– ¡Eso está hecho!
El caso es que al día siguiente se dirigió al Palacio Real y se personó ante el trono de la reina portando un ramo de claveles en la mano izquierda y otro de rosas en la derecha y, haciendo las acostumbradas reverencias palaciegas, le dijo:
-Entre claveles y rosas su majestad escoja.
Ella le contestó que sabía que la había llamado coja, pero que elegía las rosas. Quevedo ganó la apuesta, pero desde entonces dejaron de irle bien las cosas en la Corte, tomando así la reina venganza por el agravio.
En otra anécdota con Quevedo como protagonista se cuenta que un día se fijó en una mujer que estaba en un balcón. Ella, al ver al escritor, comenzó a insinuársele con tanta insistencia que él trató de subirse al balcón aprovechando una polea que allí había. Lo que no sabía era que la mujer estaba acompañada de unos amigos, encargados de tirar de la polea, y que todo era una broma. Cuando Quevedo había recorrido la mitad del trayecto entre el balcón y la calle dejaron al escritor colgado, provocando el sarcasmo de los amigos de la mujer, que le miraban desde arriba, y un ruidoso jolgorio entre los viandantes, situación que alertó a la guardia nocturna, que estaba de ronda por el lugar.
Cuando llegaron para restablecer el orden preguntaron, como era su costumbre:
-¡Quién vive!
-Soy Quevedo, que ni sube ni baja ni está quedo.
También se cuenta que el rey y Quevedo iban subiendo una escalera de palacio cuando al escritor, que iba delante, se le desató un cordón del zapato y, al agacharse para atárselo, su trasero quedó muy cerca del rostro del monarca. Entonces este le dio unas palmadas en las nalgas para que continuara subiendo. Los cachetes provocaron en Quevedo una sonora ventosidad delante de la misma cara del rey, que exclamó:
-¡Hombre, Quevedo, más respeto!
A lo que respondió el poeta:
-¿A qué puerta llamará el rey que no le abran?
En un banquete palaciego al que había sido invitado por el monarca, Quevedo volcó accidentalmente su plato de comida sobre el comensal que estaba a su lado, enfangándole su lujoso traje. El invitado no se anduvo con chiquitas y propinó una sonora bofetada a Quevedo, quien a su vez se la devolvió al comensal que le quedaba al otro lado, sin percatarse de que era el mismísimo rey a quien había devuelto el castañetazo. Los presentes, incluido Quevedo, quedaron estupefactos, pues tal acción podía acarrear al infractor cadena perpetua o el patíbulo. Pero Quevedo reaccionó con su ingenio nato y dijo:
-¡Qué siga la rueda! – la rueda de bofetadas, como si fuera un juego. Y así pudo salir del lío tan tremendo en que se había metido.
Quevedo mantenía relaciones amorosas con una dama, consorte de un miembro importante de la corte. Al tener conocimiento de ello, el marido burlado decidió resarcirse de tal afrenta. Pero como en aquellos tiempos estaban prohibidos los duelos, ideó para vengarse una forma que consideraba más ofensiva para el arrogante Quevedo, y pidió permiso al rey para defecarse en la alfombra que el escritor tenía en su casa y a la que, al parecer, tenía gran aprecio. Petición tan inusual sorprendió al monarca y, como le pareció divertido, firmó el permiso. Y con él en la mano se personó en casa de Quevedo, a quien mostró el permiso real para descargar su necesidad fisiológica sobre la alfombra en cuestión. Quevedo, con el ceño fruncido, leyó el documento real y dijo al cornudo:
-Aquí dice defecarse, pero si cae el menor chorro de orines sobre la alfombra le denuncio al alguacil y le demando por daños y perjuicios.
El marido, pensando en lo difícil que resultaría defecar sin soltar la más leve gota de orín, salió de la casa de Quevedo doblemente burlado: Una por la infidelidad de su mujer y otra por el conciso permiso del rey.
En cierta ocasión el rey Felipe IV, cansado de las quejas y denuncias que recibía de sus nobles y ciudadanos sobre las travesuras, insolencias y desfachateces de Quevedo, decidió expulsarlo de la Corte y del país.
-No vuelvas a pisar tierra castellana nunca más – le dijo.
Quevedo sacudió el polvo de sus zapatos y se exiló a Portugal. Una vez una vez en tierra lusa compró una carreta, la llenó de tierra y siempre sobre ella se encaminó hacia Madrid, donde se presentó ante el rey. Al verlo, el monarca se enfadó mucho y le dijo:
-¿No te dije que no pisaras más tierra castellana?
-Majestad – respondió Quevedo –. Estoy cumpliendo su mandato real, pues me hallo sobre tierra portuguesa.
Y tal inesperada artimaña hizo tanta gracia al monarca que le perdonó el destierro, tal vez pensando, como alguien escribió, “que un individuo con esa capacidad de imaginación y respuesta sería más conveniente tenerlo cerca que lejos”.
Otra historia parecida se atribuye a la reina, que no queriendo que el escritor merodease por el palacio le dijo:
–Quevedo, no te queremos ver más por Madrid. Vete a tu tierra.
El poeta obedeció y se fue posiblemente a la Torre de Juan Abad, en Ciudad Real, de donde era señor desde que fue nombrado caballero de la Orden de Santiago, y llenó una orza de tierra. Y con ella regresó a la Corte donde tenían lugar unos torneos.
Al verlo la reina, le espetó:
-¿Pero no te había dicho que te fueras a tu tierra?
Entonces Quedo volcó la tierra de la orza y el suelo y se subió en ella, a la vez que decía:
-Pues en mi tierra estoy.
Se desconoce el final del suceso.
El rey tenía enfermo a Wilbur, su caballo preferido, y mandó a Quevedo al prado para que viera si estaba vivo o muerto. Y le advirtió:
-Si está muerto, no me lo digas, que te castigo.
Vuelto a Palacio, Quevedo dijo al monarca:
-Wilbur estaba tumbado en el prado, le entran moscas por la boca, y le salen por el rabo.
-¡Ay! –dice el rey. Entonces ¿Qué quieres decir, que está muerto?
Y Quevedo respondió:
-Su majestad lo ha dicho, que no yo.
Como muestra de su ingenio espontáneo cuentan que cierta ocasión en que iba caminando por el campo se encontró con un gañán que por la cuenca de una calavera contemplaba una bonita flor que había dentro.
-¿Qué le parece? – comentó el gañán – ¡Qué flor tan bonita en un sitio tan triste!
Quevedo se detuvo y dijo:
Flor que ende que naciste
vas con la mala suerte,
al primer paso que diste,
tropezaste con la muerte.
Si te cojo, te marchitas,
si te dejo, es cosa a suerte.
El dejarte con la vida
es dejarte con la muerte.