A pesar de estos tiempos tontos que nos está tocando vivir, “always look on the bright side of life”, estamos obligados a mirar más a todos esos ojos que viven por encima de las mascarillas; salir a la calle supone descubrir caras en las que no habíamos reparado así, miradas que dicen mucho más que con la boca destapada y rasgos que antes nos parecían diferentes.
Pues resulta que, pensando que el vino era para beber, los entendidos dicen que hay que mirarlo a los ojos y que hable antes de dejarme ni olerlo. Pero tiene su cara más informativa y otra disfrutona.
Sin ser muy rigurosos ni entrar en si ese rosa es más o menos pálido, ya que la percepción de colores sería un tema para varias horas y botellas, algunos de los presentes en el vino son un espectáculo. Los asalmonados y piel de cebolla de algunos rosados que, por cierto, vuelven locos a los orientales; el juvenil violeta de algunos tintos; la ausencia casi de color en algunos blancos; la profundidad caoba de algunos generosos… Esto puede orientar sobre la edad, elaboración del vino, variedad de uva…, pero el caso es que, igual que el rojo nos alerta de peligro o el azul nos da serenidad, una copa llena de líquido coloreado también nos quiere anticipar sensaciones posteriores en nariz o en boca.
Casi inseparable del color, la cualidad del brillo es un reflejo cristalino en la superficie proporcionado por los componentes ácidos del vino, y nos puede adelantar así una parte de su carácter también.
La limpidez también nos preocupa especialmente. Digamos que nos suele atraer más, o casi exigimos, un zumo de naranja embotellado con su pulpa porque es signo de naturalidad; sin embargo, no nos atrae tanto la idea de ver y paladear un vino con partículas grandes y sólidas. Para ello, y para que no sufra cambios indeseados, se llevan a cabo ciertas tareas finales en el proceso de elaboración, como la clarificación, la estabilización y el filtrado, aunque es fácil que cuantas más cosas se quiten se pierda en riqueza organoléptica también. Podemos seguir encontrando algunos posos todavía, que no son más que uniones de ácido, calcio y potasio totalmente inofensivas.
Si no vemos borbotear un champagne parece que nuestro equipo no ha ganado esa final, o que la pareja que dice acabar de casarse no consuma del todo. Mirar cómo baja la espuma y el hipnótico rosario de burbujas que no paran… ¿de dónde salen tantas?
Todo esto es ‘solo’ un provecho más que sacar a esa copa, porque seguro que podemos encontrar mil webs instructivas de cómo se hacen estas liturgias de observar qué es la famosa lágrima, el posible mal estado del vino según la fluidez, o si tiene más o menos capa, etc., pero como esto os lo estoy contando con la copa mal cogida y pegada a la frente mirándola, pues simplemente son esas otras cosas que se nos pasan por la cabeza.
Esta fase de la cata puede engañar tanto como iluminar, según qué, quién y cómo se mire. Por la vista nos llega más del 80% de la información que luego procesamos; sin embargo, el recuerdo de lo visto no perdura ni influye tanto en la toma de decisiones de nuestro cerebro como lo hace algún otro sentido. ¿Adivináis cuál?
Al final, ya lo decían los Monty Python en ‘La vida de Brian’: las cosas importantes que nos dejaron los romanos fueron el acueducto, el alcantarillado, las carreteras, el regadío, la sanidad, la enseñanza… y el vino. ¡Salud!
