Si hablamos de convivencia y tolerancia se nos viene enseguida a la cabeza el diálogo entre culturas que tuvo lugar en la España medieval, y lo consideramos un ejemplo a seguir en cualquier ámbito. Tanto en el lado andalusí como en el lado cristiano había una religión oficial, pero las otras no eran perseguidas.
Nuestros antepasados medievales fueron capaces de crear un modelo de sociedad de convivencia y tolerancia. Sin embargo, cuando hablamos de diversidad y convivencia lingüística, la cosa se tuerce. La Europa de la época moderna eligió otro camino: en cada Estado se debía hablar una sola lengua. Y para lograrlo había que hacer desaparecer las demás, bien prohibiéndolas, bien ridiculizando a sus hablantes. La convivencia lingüística, en cualquier caso, nunca fue una opción. Portugal llegó incluso a jactarse de ello, afirmando con orgullo que eran el único país con una sola lengua.
Estas semanas, en las que andamos recorriendo la provincia de Badajoz con nuestro proyecto ‘Assina’, en colaboración con la Diputación de Badajoz, donde quiera que vamos escuchamos la misma pregunta: “¿Por qué nadie nos dijo que lo que hablábamos era extremeño? ¡Con lo fácil que hubiera sido enseñarnos bien el castellano para poder distinguirlo del extremeño!”.
Las consecuencias ya las conocemos: un patrimonio lingüístico en grave peligro de extinción. Afortunadamente, aún estamos a tiempo de recuperarlo, como hicimos con los buitres negros en Monfragüe, o como hacemos con los dólmenes y menhires que pueblan nuestra región. Por cierto, en la actualidad, y tras muchos años de lucha y esfuerzo, en Portugal han sido capaces de reconocer el mirandés, una lengua hermana del extremeño, como lengua propia hablada en Miranda do Douro y su comarca.
En definitiva, aunque tengamos una lengua oficial y vehicular, nuestras lenguas propias (fala, extremeño y portugués rayano) merecen ser reconocidas y protegidas, para que puedan convivir en armonía con el castellano.