En un mundo donde la lucha por los derechos de las personas con discapacidad ha cobrado fuerza resulta intrigante observar el papel de las nuevas organizaciones defensoras de la baja visión. Son las que se presentan como faros de esperanza y defensores de los derechos de quienes enfrentan desafíos visuales; sin embargo, la realidad es mucho más sombría.
Sus eventos, aunque bien intencionados, se quedan en la superficie, centrados más en la sensibilización que en la acción por políticas efectivas que garanticen la igualdad de derechos. Mientras sus discursos brillan con promesas de apoyo y empoderamiento, en el trasfondo a menudo hay un vacío de acción tangible. Se contentan con generar ruido, como si hablar del problema fuera suficiente para solucionarlo.
Y, por supuesto, no podemos olvidar las asambleas y reuniones, donde se celebra el ’empoderamiento’. En realidad, parecen más un ejercicio de autocelebración que un verdadero esfuerzo por cambiar las cosas. Los mismos discursos de siempre, las mismas sonrisas complacientes, y el inconfundible sabor a indiferencia.
Es casi conmovedor cómo logran mantener la ilusión de que están haciendo algo significativo, mientras las necesidades reales de quienes padecen baja visión aún siguen en la lista de ‘pendientes’.
Estas organizaciones, en lugar de ser referentes del cambio, parecen estar más enfocadas en perpetuar su existencia que en ser verdaderos defensores de los derechos de las personas con baja visión. Porque si de verdad se dedicaran a la causa veríamos un cambio tangible, no solo palabras que se desvanecen como humo.
Así que, a todas esas asociaciones que se presentan como los salvadores de la baja visión, les digo: ¿Pueden dejar de tratar de lucir ocupados y empezar a hacer algo que realmente cuente? Porque, hasta ahora, su legado es un monumento a la inacción y un recordatorio de que, a veces, el mayor obstáculo no es la falta de visión, sino la falta de voluntad para hacer algo al respecto.