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Pasado con memoria (IV)

Pasado con memoria (IV). José Luis Rodríguez Plasencia
'Las tres parcas', de Marco Bigio
Léeme en 14 minutos

Y, como escribió Antonio Machado en ‘Nuevas canciones’, Bueno es recordar/ las palabras viejas/ que han de volver a sonar… seguimos adelante.

Tocar la negra
Desde la antigüedad el blanco y el negro han sido colores destinados para designar la buena y mala suerte, la vida y la muerte. Y dependiendo de la cultura y la civilización le daban, o le dan, un sentido u otro. En la mitología romana y griega existían unos personajes, las diosas del destino o infernales, llamadas Parcas en la antigua Roma y Moiras en Grecia, que eran las encargadas de ovillar el ‘hilo de la vida’, y dependiendo de lo feliz o desdichada que fuera la existencia de cada persona y el hilo de lana que usasen, esa existencia sería dichosa y afortunada (lana blanca) o desdichada (lana negra), según la que cortase con su tijera (de ahí lo de “cortar el hilo de la vida”).

Por otra parte, la expresión ‘tocar la negra’ la tenemos como sinónimo de mala suerte. Y su origen se remonta a la antigüedad, cuando alguien que deseaba conocer su destino preguntaba a los dioses o a los oráculos. Para ello cogían dos piedras, una blanca y otra negra, las introducían en un recipiente y formulaban la pregunta deseada, y dependiendo de la que piedra que saliera la respuesta sería positiva o negativa.

A la misma tradición correspondía la costumbre romana de elegir a algunos de sus representantes públicos (magistrados o senadores) a través de meter piedras o habas blancas y negras en una vasija, que cada candidato debía sacar (bien un haba, bien una piedra) de la vasija. Si salía blanca, los dioses le eran favorables y le sonreía la fortuna; y si le salía negra, contrarios, tenía el infortunio de no ser elegido y quedar fuera.

La creencia de que la Divinidad marcaba el destino se patenta en la copla 739 del ‘Libro del Buen Amor’, del Arcipreste de Hita, que escribe:

Creedme, hija señora, que de cuantos os solicitaron
ninguno igualó a este muchachillo;
el día que vos nacisteis los hados blancos os pronosticaron
que para vuestro donaire tal cosa os aguardaron.

Y, a modo de conclusión, en marzo del año 2001, en la votación que se realizó en el Liceo de Barcelona para decidir si se admitían mujeres, se emplearon bolas blancas y negras.

La copla de ’La Dolores’
El 13 de octubre de 1945 el erudito publicista aragonés Gregorio García Arista publicó en ‘El Español’ un extenso trabajo titulado Cómo nació la canción de ’La Dolores’, del cual José María Iribarren,‘El porqué de los dichos’, páginas 356-357, extractó lo que sigue.

En la segunda mitad del siglo último vivía en Tarazona de Aragón un ciego de vihuela y gayata, bohemio y andariego, que se llamaba Pascualón, un hombre que según asegura García Arista “era hombre inteligente y culto”, al que conoció siendo un muchacho y Pascualón ya un sesentón.

Pascualón recitaba de memoria la mayoría de los romances de nuestro romancero, e improvisaba coplas con gran facilidad. Así, por ejemplo, dedicó al obispo riojano Cosme Marrodán y Rubio la siguiente, donde elogia un rasgo caritativo del prelado:

Pa socorrer a los pobres
con caridad sin igual,
empeñó el señor obispo
hasta el coche episcopal.

Pascualón pasaba los inviernos en Tarazona, y en llegando el buen tiempo se echaba a correr mundo, llevando como lazarillo a un muchacho apodado Mosquita. Solía salir de Tarazona hacia Castilla por Vozmediano y Olvega, segía por Borobia y Deza, y entraba de nuevo en Aragón por Ariza para recalar en Calatayud.

Un año llegó a Calatayud el día de la Ascensión, día de mercado y de gran concurso de forasteros y en la posada de San Antón, la más concurrida entonces de arrieros y traficantes, empezó a cantar coplas. Le rodeó la gente, y los ochavos morunos y algún cuarto menudeaban en el plato del lazarillo, cuando del interior del patio salió una guapa moza, que en tono cariñoso le preguntaba por la causa de su ceguera, pues los ojos parecían normales.

– Maña – contestó Pascualón –, se me cayó la gota serena.

– Pobrecito –exclamó la moza.

Y depositando otra cuaderna en su plato, se volvió al patio.

La cuantía desusada del donativo iluminó de gratitud el rostro del ciego. Se enteró de que la moza se llamaba Dolores e improvisó la copla:

Si vas a Calatayud,
pregunta por la Dolores,
que es una chica muy guapa
y amiga de hacer favores.

Años después, en la penúltima década del siglo XIX, el escritor catalán don José Feliú y Codina marchaba de Madrid a Barcelona en el rápido. Cuando el tren se detuvo en la humilde estación de La Zaida (Feliú y Codina dice que fue en la de Binéfar), un ciego de este pueblo, que solía cantar coplas aragonesas al paso de los trenes, acompañándose con la guitarra, entonó la jota de ‘Si vas a Calatayud’. Al oírla, germinó en el celebro de Feliú y Codina la idea de un drama de ambiente aragonés.

Feliú, vio, o quiso ver, en la palabra ‘favores’ una intención distinta de la que tuvo en la copla original. Y así surgió ‘La Dolores’.

El drama, estrenado en Madrid el 19 de marzo de 1893, tuvo un éxito inmenso, y la copla se popularizó. Luego, Tomás Bretón la llevó otra vez al teatro como zarzuela. Y esto aumentó la popularidad de la copla en términos extremos; tanto que los de Calatayud se sintieron amohinados.

En el año 1924, la ciudad de Calatayud convocó un certamen, ofreciendo mil pesetas de premio a la copla de estilo popular que, enalteciendo el honor de la mujer bilbilitana, desvirtuase el sentido de la famosa copla de ‘La Dolores’.

Hasta 11.000 coplas se dijo que habían sido remitidas, aunque a manos del jurado llegaron bastantes menos. Toda la prensa se ocupó del asunto y hubo un poeta festivo que enjaretó esta jota de circunstancias:

Dicen en Calatayud
que están echando las muelas,
porque no hallan un cantar
que eche al honor medias suelas.

El jurado declaró desierto el concurso. Entre las coplas enviadas al certamen figuraban estas dos:

Si vas a Calatayud
no preguntes por Dolores,
que las hembras son muy hembras
y los hombres son muy hombres.

Dicen que don Juan Tenorio
estuvo en Calatayud
y agotó su repertorio
sin rendir una virtud.

En cierto aspecto, el certamen bilbilitano resultó contraproducente, porque hubo concursantes festivos o de mala intención que “remacharon el clavo” en lugar de sacarlo. Entre las coplas de este jaez que alcanzaron mayor difusión figura la siguiente:

Si vas a Calatayud
pregunta por la Manuela,
que es nieta de la Dolores
y más “maja” que su abuela.

El fallo del jurado aragonés armó gran gritería y revuelo. Por iniciativa del diario madrileño ABC, se abrió nuevo concurso. El jurado, constituido por Rodríguez Marín, Darío Pérez, los hermanos Álvarez Quintero y Antonio Mompeón, en fecha 6 de enero de 1925, otorgó el premio a la siguiente jota:

La copa de la Dolores
todo el mundo la cantó,
y entre tantos cantadores
ni uno solo la creyó.

Por cierto: En una conferencia que José María Pemán dio en Calatayud se le ocurrió cambiar el cuarto verso por este otro: “y más puta que su abuela”. Escapó ileso de puro milagro. Así que ya saben, si van a Calatayud, a ‘La Dolores’ ni mentarla.

Señores de horca y cuchillo
Los villanos (habitantes de las villas) estaban sometidos durante la Edad Media a la justicia de un señor. Si el villano cometía una infracción, el señor le hacía pagar una multa en beneficio propio; si había cometido un crimen, el señor le hacía ahorcar y confiscaba sus bienes. El derecho de cobrar las multas, la justicia, era una renta en provecho del señor y figuraba en la enumeración de sus bienes. El señor podía vender, dar en feudo o repartir ‘su justicia’.

En señal de su derecho, el señor mandaba levantar una horca en sus tierras; de ahí los ‘señores de horca y cuchillo’ y el dicho “poner la horca antes que el lugar”. Se llamaba ‘horca patibularia o la potente’ (la potencia). Los ladrones que él mandaba ahorcar eran una prueba manifiesta y patente de su derecho.

Cuando dos señores se disputaban la justicia de una villa (circunstancia harto frecuente entonces), las gentes del señor que reclamaba su dominio descolgaban al ahorcado y lo volvían a colgar en su territorio. Si el proceso terminaba a favor del señor que había ordenado el ahorcamiento, se había que devolver el cadáver de su ahorcado o, en su defecto o falta, una camisa henchida de paja que lo representase, y hacía colgar de nuevo al muerto o la efigie.

De noblezas y mayorazgos
En la España del siglo XVIII se daban dos circunstancias sociales ciertamente curiosas. La primera era que los niños de padres desconocidos tenían derecho a llamarse hidalgos y a disfrutar de todos los privilegios propios de la nobleza. Para ello necesitaban antes probar que habían sido abandonados al nacer y que recibieron lactancia y educación en un hospicio.

La segunda era que, como las principales familias poseían y transferían casi todos sus bienes a título de mayorazgo, acontecía que al morir todos los miembros varones de una misma familia, o de sus parientes más cercanos igualmente varones, heredaban los hijos naturales, de haberlos. En caso contrario, el criado más antiguo de la casa tomaba el nombre y el título de su señor, convirtiéndose así en su heredero universal. Por ello, muchos segundones de casas ilustres aceptaban servir como criados en otras familias poderosas con la esperanza de heredar título y bienes si sus amos y familiares más directos carecían de línea sucesoria masculina.

Derecho de pernada
Este derecho, contra lo que generalmente se cree, no consistía en la potestad preestablecida por el señor feudal para desflorar lindamente a cuanta villana o sierva de sus dominios se hallase en disposición de contraer matrimonio, adelantándose con ello al derecho de cualquier marido a ser el primero en poseerla, sino en un acto simbólico del vasallaje que, tanto los recién casados como sus descendientes, debían al señor.

En algunos lugares la ‘pernada’ consistía en poner el señor o su representante, sobre el lecho de los desposados, una pierna, como símbolo de su potestad. En otros, ese derecho se limitaba a recibir el señor feudal un cuarto trasero (la pernada) de los animales que durante el banquete nupcial fueran a consumir los asistentes al enlace.

Ello no implica que algún que otro señor no se acostase realmente la noche de bodas con la desposada; como escribe Carlos Mendoza en su ‘Historia de la civilización’, página 347, “no había abuso feudal que fuese desconocido en la tierra catalana, incluso el ‘derecho de pernada’, de que disfrutaban los buenos frailes de Poblet, si bien lo reiniciaron mediante cierto censo en dinero que debía pagar la villa de Verdú, favorecida con susodicho derecho”.

Curiosa excomunión
Había en el Perú pan y vino; el primero, introducido por doña María de Escobar, esposa del conquistador don Diego de Chaves, que había llevado de España un almud de trigo que repartió a razón de 20 o 30 granos entre algunos vecinos; y el segundo por Francisco de Carabantes, que llevó desde Canarias los primeros sarmientos de uva negra. Pero faltaba el aceite, de ahí que don Antonio de Ribera, al embarcarse en Sevilla en 1559, tuviera la feliz idea de meter en el barco cien estacas de olivo.

Desgraciadamente para Ribera, según asegura Ricardo Palma en sus ‘Tradiciones peruanas’, páginas 91-93, la navegación duró nueve meses y, a pesar de sus precauciones, se encontró al pisar tierra con que solo tres de las estacas podían aprovecharse.

Don Antonio se dio en cultivar con gran ahínco. Y para que en ningún instante escapasen a su vigilancia, plantó las tres estacas en un jardincillo bien murado y resguardado por dos negros colosales y una jauría de perros bravos.

Una mañana, al levantarse tras una noche de desasosiego, se dirigió al jardincillo, y comprobó que le habían robado una de las tres estacas. Cansado de moler a palos a los perros y de coser a latigazos las espaldas de los esclavos, y viendo que sus pesquisas no daban fruto, acudió a su buen amigo el arzobispo, que fulminó con excomunión mayor, conocida por entonces entre los españoles como ‘ladrillazo de Roma’, al ladrón de la estaca, y ni por esas.

Y fue transcurriendo el tiempo sin que apareciese la estaca, hasta que un día, tres años después, se presentó al arzobispo un caballero recién llegado de Valparaíso, quien bajo secreto de confesión reveló al eclesiástico el nombre del ladrón de la estaca, que había sido llevada a Chile, donde había acabado formando un olivar.

El arzobispo convino en levantar la excomunión al caballero en cuestión, pero imponiéndole la penitencia de restituir la estaca a don Antonio, quien al visitar su jardincillo se encontró con la estaca viajera y al pie de ella un talego con mil duros y una nota sin firma en la que el anónimo donante le pedía cristianamente un perdón, que él consintió, máxime cuando vio que le habían caído de las nubes aquellas relucientes monedas.

Por cierto, la estaca le había costado a don Antonio en Sevilla media peseta.

El papado
Escribe el historiador francés Charles Signobos en ‘Historia de la civilización en la Edad Media’, página 123, que en el siglo X quedaron los papas sometidos a los seglares, como todos los demás obispos de Italia; los señores medio bandoleros de Roma, que vivían atrincherados en las ruinas de los monumentos antiguos, hacían elegir papa a quien les parecía. La Santa Sede fue durante cierto tiempo propiedad de una familia feudal cuyas mujeres, Teodora y Marozia, designaban Sumo Pontífice. Entonces se vio un papa de 12 años y otro que vendió el puesto a su sucesor.

El emperador Enrique III puso término a tan grandes escándalos, pero fue atribuyéndose el derecho de nombrar los papas. Los partidarios de la reforma no querían que la primera dignidad de la Iglesia estuviera sometida de ese modo a un laico. León IX, a quien su primo el emperador había hecho papa, se presentó como peregrino en las puertas de Roma, a fin de que el pueblo y el clero de la capital del mundo lo eligiesen conforme a los cánones.

Después, en 1061, el concilio de Letrán resolvió que en lo sucesivo sería elegido el papa por los cardenales, esto es, por los sacerdotes de Roma y los obispos de las pequeñas ciudades de la campiña romana, y se pidió al emperador que confirmara el nombramiento. Pero no tardaron en prescindir de esta formalidad. La nueva manera de elegir pontífice, que hasta hoy subsiste, hizo al papado independiente del pueblo de Roma y de los soberanos extranjeros.

Torrija
La torrija es un dulce internacionalmente conocido, típico de Semana Santa, aunque con diferentes nombres, dependiendo del lugar. Suelen hacerse con rebanadas de un pan duro, que se empapan en leche, almíbar o vino, y que se rebozan en huevo, para posteriormente freírse y endulzarlas con miel o azúcar desleída en un poco de agua y algo de coñac o vino. De ahí que con el uso de tales ingredientes alcohólicos se pueda entender que surgieran frases coloquiales como “llevar una torrija” o “una buena torrija”, “estás atorrijado” o “eres un torrija”, entre otras variaciones como referencia a ir o estar ebrio. De hecho, la Academia de la Lengua pone como ejemplo de este significado: “Estaba torrija de tanto como bebió”.

Lo que tampoco está claro es dónde surgió el significado de borracho aplicado a quienes comen este dulce típico, aunque según se dice pudo venir de la costumbre de tomarlas en las tabernas o bares acompañadas de un vaso de vino, y que el hecho de comerse más de una torrija conllevaba beberse también varios chatos de licor, alcanzando con ello cierto grado de embriaguez.

Según se cuenta, la expresión “llevar una buena torrija” o “menuda torrija que llevas” comenzó a usarse en Andalucía durante el siglo XVII, aunque para otros surgió en la taberna taurina más antigua de Madrid, la de Antonio Sánchez, situada en el barrio de Lavapiés, donde el plato más solicitado era el de las torrijas, que los parroquianos solían acompañar con abundantes vasos de vino, de ahí que solieran marcharse a casa con una buena pítima.

El origen de la torrija no está nada claro, de ahí que haya diferentes versiones, aunque los más entendidos señalan al poeta, músico y autor teatral Juan del Encina como el primero en usar en España el vocablo ‘torreja’, que incluye en un villancico de su ‘Cancionero’ de 1496, donde unos pastorcillos cantan sobre los regalos que llevan al pesebre para donárselos a Jesús, recién nacido, y a María, su madre, pues era costumbre obsequiar a las parturientas con los ingredientes necesarios para hacer torrijas, sobre todo si habían parido con esfuerzo, para que se recuperasen. De ahí que en algunos lugares sean conocidas como ‘torradas de paridas’.

Escribe del Encina:

No piense que vamos
su madre graciosa
sin que le ofrezcamos
mas alguna cosa
que es de gran valor
madre del redentor.

En cantares nuevos
gocen sus orejas
miel y muchos huevos
para hacer torrejas
aunque sin dolor
parió al redentor.

Nobles de bragueta
Un caso particular de las diversas clases de hidalgos era la de los denominados “de bragueta”; es decir, aquellos que habían recibido las exenciones y los privilegios de nobleza por tener 12 o más hijos mayores.

Carne de gallina
Como bien se sabe, carne de gallina es el aspecto que toma la epidermis del cuerpo humano, semejante a la piel de un ave desplumada, por efecto de ciertas sensaciones o emociones. Pero lo que no todo el mundo sabe es que en la piel humana se hallan los ‘arrectore pili’, unos diminutos músculos que ante cualquier emoción repentina o ante una sensación de miedo o de frío se contraen de modo involuntario al producir el sistema simpático de nuestro cuerpo unas sustancias conocidas como catecolaminas. La contracción simultánea de numerosos arrectores pili, que tiran del bulbo piloso, provoca el arrugamiento de la piel, allá donde sobresalen las partes libres de dichos músculos.

Presos modelo
En Granada, con motivo de una epidemia, fue prohibida la salida de los pasos de Semana Santa. Entre las cofradías estaba la de Jesús el Rico. Los presos de la cárcel local solicitaron de la autoridad competente el correspondiente permiso para sacar ellos el paso, mas como le fuese denegada su petición, se amotinaron primero, y más tarde salieron a la calle, llevando la imagen de Jesús por su recorrido habitual y luego volvieron a la cárcel, sin faltar ni uno. Sabedor Carlos III de tal hecho, aprobó por orden real cédula que, mediante sorteo, cada año un recluso fuese liberado por Jesús el Rico.

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