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Pasado con memoria (XXVIII)

Pasado con memoria (XXVIII)
Bodas aldobrandinas. Wikimedia Commons
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Desempaña ya esos sueños que, si no, vas a quedarte sin ellos.

Vamos de boda
La tradición de coger en brazos a la novia la noche de bodas por parte del novio para llevarla hasta la entrada del dormitorio se mantiene viva y se remonta a la antigua Roma.

Los romanos creían que una caída de la novia al entrar en el nuevo hogar podía ser un mal augurio para el futuro del matrimonio. Por eso el novio procuraba cuidar a su esposa y evitar que se cayera cargándola en sus brazos y cruzando juntos la puerta, siempre con el pie derecho.

También se pensaba que los malos espíritus se acumulaban o apostaban en los umbrales o entradas de las casas, que las novias eran muy susceptibles a estos espíritus y que, por tanto, el novio debía preocuparse de protegerla. Así, los núbiles pies de la recién casada, al no pisar el suelo, alejaban de sí esos malos espíritus, celosos de su felicidad.

Hay otra historia que dice que aquel que entrara primero al nuevo hogar sería quien dirigiera la casa. Entonces al cargar a la novia, el hombre era el primero en poner un pie en la casa.

Otra tradición que se originó entre los romanos es el ritual de la partición de la tarta, momento que simboliza la unión y el compromiso mutuo de la pareja de recién casados y el compromiso de comenzar a hacer todo entre los dos. El reparto de porciones de tarta entre los invitados se consideraba una forma de compartir con ellos la buena ventura de la pareja.

Y como en la costumbre de portar a la recién desposada al nuevo hogar en brazos del marido, la tradición de la tarta también tuvo su origen en la antigua Roma, donde los novios solían romper un pan de trigo sobre sus cabezas como símbolo de prosperidad y fertilidad. Luego, los invitados comían parte de esas migas para compartir la dicha de los recién casados. Tradición que fue evolucionando hasta convertirse en el actual corte de una tarta en las bodas.

Adivina, adivinanza
Para echar a volar la imaginación:

Quién son aquellas tan favorecidas
que en cena se tiene con ellas tal ley,
que en fin se presentan en mesa de rey
y de otras personas en mucho tenidas.

Tengo esférica figura,
y a las veces prolongada,
mi amargor la industria cura,
y cualquier persona honrada
me compra, busca y procura.

Verdes fueron mis principios
y de luto me vestí,
y ahora que estoy de negro
hacen justicia de mí.

Cien damas en un convento
y todas visten de negro.

Verde fue mi nacimiento
y de luto me vestí
y por darle gusto al mundo
el tormento padecí.

La pata de conejo
Los pueblos celtas fueron los primeros en asociar al conejo entero, y no solo a una de sus partes, con la buena suerte; este reconocimiento se retrotraía al menos 600 años antes de Cristo. Basaban tal convencimiento en una creencia también ancestral que convertía a este mamífero lagomorfo en un mediador con los espíritus del inframundo por el hecho de vivir en madrigueras, bajo tierra.

Entonces, ¿De dónde surgió tal superstición de la pata sola? Provino del ‘hoodoo’, que según recoge Wikipedia es un conjunto de prácticas espirituales populares, tradiciones y creencias que fueron creadas por esclavos de África Central, del pueblo ‘bakongo’, en el Sur de Estados Unidos, “de varias espiritualidades tradicionales africanas, cristianismo y elementos del conocimiento botánico indígena”.

Creían eso porque aseguraban que las patas de los conejos daban buena suerte debido a sus hábitos reproductivos, de ahí la presunción de que llevar una pata de conejo encima ayudaba a la fertilidad, para lo cual había que seguirse una serie de normas, tales que fue-ra la pata trasera izquierda la protagonista del prodigio, haber sido capturado el conejo o sacrificado en un cementerio y que la pata debía cortarse en un día específico (generalmente un viernes) pero con ciertas variaciones según el clima, la fecha, etc.

Sin embargo, la tradición de llevar una pata de conejo en el bolsillo para atraer la suerte, según algún que otro estudio, no nace de este animal, sino de la liebre. Los antiguos británicos pensaban que estos animales eran criaturas mágicas que había que evitar ingerir.

Por otro lado, algunos tratados medievales mencionan que las mujeres embarazadas y durante la época de lactancia acostumbraban a sentarse en un rincón del hogar y ponerse en el regazo uno de estos nobles animales, para que las calentara; a cambio, dejaban que la liebre tomada de su pecho.

La leyenda popular aseveraba que, durante la caza de brujas, estas se transformaban en liebres y se colaban en las casas de los campesinos para zafarse del peligro. Incluso había una manera de reconocer el engaño: si la liebre, una vez atrapada, resultaba difícil de despellejar o cocinar, entonces la bruja se había transformado en animal antes de morir.

Pero la idea de que la pata de liebre trae buena suerte nació de la primitiva creencia de que los huesos de sus patas curan la gota y otros reumatismos, así como los calambres. Eso sí, para ser eficaz, el hueso debía tener una articulación intacta. Por ser tan parecidos, la liebre y el conejo se unieron como fruto de las supersticiones relativas a sus virtudes mágicas.

A buen capellán, mejor sacristán
Se cuenta que cierto día comía un capellán un palomino en una posada, cuando se sentó a su mesa un caminante. Este, atraído por el buen olor del guiso, rogó al sacerdote que le permitiera compartirlo con él, claro está, pagando su parte. El clérigo, glotón, se excusó. El caminante, resignado, comió su pan y, al terminar, dijo al capellán:

– Tan bien he comido yo al olor como vos al sabor.

– Si así es –respondió el clérigo– pagad vuestra parte.

El caminante, lógicamente, se negó a ello, mas como el clérigo insistiera en su reclamación, decidieron poner como juez al sacristán del lugar que, por casualidad, allí se encon-traba.

– ¿Cuánto ha costado el palomino? –preguntó el sacristán.

– Medio real –repuso el capellán.

Entonces, el sacristán hizo sacar un cuartillo (la mitad de medio real) al caminante, y haciéndolo tintinear sobre la mesa, delante del capellán, dijo:

– Reverendo, teneos por pagado con el sonido, como este se tuvo por contento con el olor.

Ya se sabe que a un pícaro puede salirle otro mayor.

Pullas segovianas con reflejos en Extremadura
Preferentemente en la comarca de Sierra de Gata.

– ¡Ay, qué risa con la tía Felisa,
que se cagó en misa!
(Segovia)

– ¡Ay, qué risa con la tía Felisa,
que se cagó en misa
y se limpió el culo con la camisa!
(Sierra de Gata)

Mañana es domingo de pipiripingo
y se casa Benito con una mujer
que tiene las tetas como un cascabel.
(Segovia)

Mañana domingo se casa Perico
con una mujer que no sabe coser
y abre la puerta con un alfiler.
(Sierra de Gata)

Marcelino, pan y vino;
rompió el jarro en el camino.
(Segovia)

Marcelino fue a por vino,
y se le cayó la jarra en el camino…
Pobre jarra, pobre vino,
pobre culo de Marcelino.
(Sierra de Gata)

Mi suegra, p’a que la quiera,
me ha regalado un rosario.
Ahora tengo con mi suegra
Corona, cruz y calvario.
(Segovia)

Mi suegra, p’a que la quiera
me ha regalao un rosario,
teniendo yo con su hija
cadena, cruz y calvario.
(Sierra de Gasta)

A todas las suegras juntas
las van a tirar al mar;
la mía, la puñetera
se está enseñando a nadar.
(Segovia)

Dicen que a todas las suegras
las van a tirar a la mar.
La mía, la mu puñetera
está aprendiendo a nadar.
(Las Hurdes)

Cuento extremeño: el cura y el matachín
Esto era un cura que estaba de párroco en un pueblo donde era muy querido por todos los vecinos, de modo que cuando alguno hacía la matanza le llevaba un obsequio. Y así, hasta que le tocó a él hacer la suya. Y preocupado dijo al matachín:

– Y ahora cómo me las arreglo yo, pues todo el pueblo me ha traído algo de sus matanzas y si correspondo con ellos me quedo sin guarro.

– Para solucionar ese problema –le dijo el matachín– esta noche deje el guarro en la azotea y por la mañana, cuando se levante, dice que se lo han robado. De ese modo cumple con todos los vecinos que en su día le trajeron algo.

El matachín tenía su casa junto a la del cura. Y pensó: – ¡Esta es la mía!

El sacerdote, convencido de que aquélla era la solución, dejó el cerdo en la azotea y se fue a dormir, ocasión que aprovechó el matachín para llevarse el animal. Cuando el cura se levantó por la mañana, lo primero que hizo fue subir a la azotea para ver cómo estaba el guarro y, al no verlo, comprendió que alguien se lo había robado. Fue entonces a casa del matachín para decírselo.

– ¡Así, así! –exclamó el matarife.

– No señor, que me han robado el guarro, que es verdad!

– ¡Así, que lo oiga la gente! Dígalo a voces –le estimulaba el matarife.

– ¡Que sí, que me han robado el guarro! –insistía el cura.

– ¡Eso! ¡Para que lo vea la gente, para que sepan que se lo han robado! Y ya está, se solucionó el problema.

Hablemos de las zorras
El sustantivo zorro procede el portugués ‘zorro’ (holgazán), que a su vez deriva del in-transitivo ‘zorrear’ (arrastrar). Con zorro hacemos referencia a ese mamífero de la familia de los perros y de los lobos de costumbres más bien nocturnas, considerado muy astuto a la hora de cazar cualquier clase de animales; destreza que ha pasado a los humanos para referirse, por una parte, a la persona muy taimada, astuta y solapada, y, por otra, a quienes afectan simpleza e insulsez, especialmente por no trabajar, y hacer tarde y pesadamente las cosas.

Y en femenino zorra, con referencia a las prostitutas, meretrices, putas, furcias, rameras, fulanas y pelanduscas. Claro que ese femenino afecta también a los amigos del vino y a los efectos que producen en ellos esa amistad: Borrachera, embriaguez, trompa, mono, moña, cogorza, melopea, merluza, curda, castaña, cohete, bomba, peludo y cura.

Ambos sustantivos, bien en masculino, bien en femenino, han dado lugar a locuciones verbales coloquiales, como “Desollar la zorra” (dormir la borrachera); “Estar hecho un zorro” (estar tan cargado de sueño que no puede despertarse o despejarse); “Hacerse el zorro” (obrar con cautela o aparentar ignorancia o distracción); “No hay zorra con dos rabos”, que advierte sobre la imposibilidad de adquirir o hallar algo que, siendo único en su especie, ha dejado de existir física o moralmente; o “No ser la primera zorra que alguien ha desollado” (estar adiestrado por la costumbre para hacer algo).

Y con “El testamento de la zorra” se censura al que deja en herencias bienes que no tiene o no puede dar. (Nota aclaratoria: En el número 460 de ‘Revista de Folklore’ publiqué un trabajo bajo el título ‘El entierro de la zorra y su testamento’, tradición que se celebra en Las Alpujarras, el Valle de Lecrín y la Vega granadina).

Y dando un giro al significado de zorra que, como reseña Pancracio Celdrán en su obra ‘El gran libro de los insultos’, “se documenta con intención insultante en el siglo XIII a través del significado de persona holgazana, de donde por extensión pudo predicarse de la mu-jer que se entrega por dinero”.

Este vocablo de origen hispanoportugués, que no latino, aparecía ya en la copla 1782 del ‘Poema de Alfonso Onceno’ o ‘Crónica rimada’ que Rodrigo Yáñez, caballero zamorano de la corte de Alfonso XI de Castilla, escribió mediado el siglo XIV, que dice:

Y fue muerta otra sorra,
reyna era pagana,
fija fue de una chamorra
que salió falsa xristiana.

Según algunos estudiosos el vocablo zorra tuvo su origen en la antigua Grecia, donde, debido a que la prostitución estaba mal vista, solían llevar de distintivo el dibujo de un zorro para que sus clientes las reconociesen como trabajadoras sexuales, así que se las empezó a llamar ‘vulpes’, que traducido sería zorra.

Sin embargo, Pancracio Celdrán, en ‘Inventario general de insultos’, considera como probable el hecho de que su etimología proceda de la voz árabe ‘surriya’ (concubina), a pesar de las dudas expresadas por Américo Castro o el mismo Corominas en su ‘Diccionario Crítico’.

Lo cierto es que este término, a pesar de ser ofensivo para la mujer, aparece en todos los autores del Siglo de Oro español, para llegar con toda su expresividad hasta el siglo XVIII. Por ejemplo, el poeta y dramaturgo salmantino Diego de Torres Villarroel lo utiliza así en su ‘Historia de historias’: “El picarote, como no era la primera zorra que había desollado, y como no conocía que la moza era un poco caliente de rabadilla, la cargaba la mano, hasta que le dejó con tanta baba; y como aún se tenía la miel en los labios la desesperada volvió a las andadas, y a hacer de las suyas”.

Ya a mediados del siglo XIX el dramaturgo y poeta logroñés se hace eco de los disturbios y reyertas que la vida licenciosa y desordenada ocasionaba, tanto en los burdeles como en la calle de Madrid:

Si hay de noche camorra
por culpa de una zorra,
y yo por un acaso
triste, me encuentro al paso
y el agresor escapa,
y la ronda me atrapa…

Ya en nuestro siglo, el sustantivo zorra se ha convertido en protagonista de una agria polémica al ser el título de la canción que el grupo alicantino ‘Nebulossa’ llevó a la última edición del Festival de Eurovisión como representante de España; quejas y discusiones (polémica al fin) surgida principalmente entre las feministas por el uso, indebido o no, del nombre:

Zorra, zorra, zorra
Zorra, zorra, zorra
Ya sé que soy solo una zorra,
que mi pasado te devora.
Ya sé que soy la oveja negra,
la incomprendida, la de piedra.
Si salgo sola soy la zorra
Si me divierto, la más zorra
Si alargo y se me hace de día
Soy más zorra todavía
Cuando consigo lo que quiero (zorra, zorra)
Jamás es porque lo merezco (zorra, zorra)
Y aunque me esté comiendo el mundo

Y, para finalizar, como aumentativo despectivo malsonante de zorra (prostituta) está zorrón, que aparece reflejado en unos versos de ‘La mujer pública’, atribuidos al poeta almendralejense José de Espronceda:

Y yo os digo, por más que os cause enojo,
que son tan necesarios los zorrones
como es la luz del sol a nuestros ojos,
el pan al cuerpo, el aire a los pulmones.

Crédito de la imagen

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