Los recuerdos puntuales también suelen pasar de la memoria.
¡Vete al infierno!
Son numerosas las expresiones coloquiales que se aplican a la persona que molesta o causa disgusto con su presencia. Entre ellas están las que implican el deseo de que el molesto se vaya lejos para perderle de vista (“vete a paseo”, “vete a tomar viento” o “vientos”); las que se dicen anhelando que el interlocutor se vaya lejos y que ese alejamiento dure mucho tiempo (“vete a freír espárragos”, “vete a freír churros”, “vete a freír monas”, “vete a hacer puñetas, “vete a hacer gárgaras”); que en ese distanciamiento del personaje en cuestión algo malo le suceda (“vete a tomar por (el) culo”, “vete a tomar por saco”, “vete a tomar por donde amargan los pepinos”); aunque hay otras expresiones más benévolas relacionadas con el deseo de que el pesado se vaya, pero a un lugar que solo sea desagradable: “vete a la porra”, “vete al cuerno”, “vete a la mierda”, “vete al carajo”… Y la que abre este comentario, “¡Vete al infierno!”, que viene a ser como mandarlo a un lugar donde los pecadores eran atormentados eternamente por los demonios que lo pueblan.
No mezclar churras con merinas
Se trata de una locución proverbial popular referente al error que comete una persona cuando coloca en el mismo plano y mezcla temas muy diferentes, temas que nada tienen que ver con la cuestión que se esté tratando.
También se usa “mezclar churras con merinas” y no falta quien diga “churros” en lugar de “churras”, o “mezclar churros con merinos” por desconocer el significado de estos vocablos.
La expresión proviene del mundo rural, y más concretamente del ovino, pues hace referencia a dos razas con características muy diferentes; la lana de la raza merina se caracteriza por disponer de un vellón blanco o negro según la variedad, con características especiales, tanto en lo relacionado con la amplia extensión, que llega a cubrir todo el cuerpo, como por la excelente finura, el rizado y otras particularidades de la fibra, que hacen que su lana sea más apreciada que la de las churras, pues la de esta última es más basta.
Sin embargo, la lana de la churra es blanca, larga y basta con un vellón abierto y colgante y un cerco negro alrededor de los ojos, las orejas, el extremo del hocico y la punta de las extremidades. Y es muy apreciada por la calidad de su leche y de su carne.
Por estas y otras diferencias con el cruce de churras con merinas se conseguirían ovejas productoras de mala carne y de mala lana. De ahí la inconveniencia de esos cruces que se reflejan en la locución “mezclar churras con merinas”.
Aunque siempre les queda, a quienes desconocen y confunden los términos churras y merinas, poder acudir a otra expresión prácticamente equivalente y menos propensa a confusión: “No confundir la velocidad con el tocino”.
Oración del borracho
Continuación del ‘Mandamiento del borracho’ y de la ‘Ley del vino’, puestos en el número XXIX de ‘Pasado con memoria’.
Cerveza de Cristo,
Embriágame.
Donde hay parranda,
Llévame.
A la hora de dormir,
protégeme.
A la hora de pagar,
escóndeme.
Del trabajo,
sálvame.
De mi suegra,
aléjame.
En la resaca,
alíviame.
Podéis beber.
¡¡Salud!!
Abrir el paraguas en lugares cerrados
El origen exacto de esta superstición se desconoce, aunque existen algunas teorías sobre cómo y por qué comenzó a transmitirse de generación en generación como un presagio de mala suerte.
Según una de las teorías habría comenzado en Egipto, aproximadamente el año 1200 a. de C., cuando los antiguos sacerdotes egipcios y la realeza comenzaron a utilizar sombrillas hechas con plumas de pavo real y papiro para protegerse del sol. Hasta aquí todo normal. Lo que no comenzó a parecer tan religioso fue el hecho de abrirlas dentro de las casas debido a su conexión con el astro rey y porque también su forma simbolizaba al disco solar; de ahí que abrirlo en un lugar sombreado, fuera de los dominios del Sol, era considerado un sacrilegio o una herejía capaz de provocar consecuencias nefastas para la persona que la abría y para la sociedad en general.
Una segunda teoría apunta que los primeros paraguas se diseñaron para reflejar y honrar la forma en que la diosa Nut o Nuit (personificación del cielo) protegía la Tierra, motivación por la cual su sombra se consideraba sagrada.
Dejando a un lado las mitologías, dos teorías podrían considerarse más apropiadas para explicar o reforzar esta superstición. Una, el hecho de que cuando los paraguas llegaron a Europa, fueran usados casi en exclusividad por los sacerdotes durante los entierros para protegerse de las inclemencias del tiempo; la otra, evitar lesiones al abrirlos dentro de casa, pues según escribe el físico industrial estadounidense nacido en Baltimore Charles Panati en ‘Orígenes extraordinarios de las cosas cotidianas’, “Un paraguas de radios rígidos que se abre repentinamente en una habitación pequeña podría lesionar gravemente a un adulto o a un niño, o romper un objeto frangible”. Por lo tanto, la superstición surgió como un impedimento para abrir los paraguas en el interior.
A buen capellán, mejor sacristán
Se cuenta que cierto día comía un capellán y un palomino en una posada, cuando se sentó a su mesa un caminante. Este, atraído por el buen olor del guiso, rogó al sacerdote que le permitiera compartirlo con él, claro está, pagando su parte. El clérigo, glotón, se excusó. El caminante, resignado, comió su pan y, al terminar, dijo al capellán.
– Tan bien he comido yo al olor como vos al sabor.
– Si así es –respondió el clérigo– pagad vuestra parte.
El caminante, lógicamente, se negó a ello, mas como el clérigo insistiera en su reclamación, decidieron poner como juez al sacristán del lugar que, por casualidad, allí se encontraba.
– ¿Cuánto ha costado el palomino? –preguntó el sacristán.
– Medio real –repuso el capellán.
Entonces, el sacristán hizo sacar un cuartillo (la mitad de medio real) al caminante y, haciéndolo tintinear sobre la mesa delante del capellán, dijo:
– Reverendo, teneos por pagado con el sonido, como este se tuvo por contento con el olor.
Indica que a un pícaro puede salirle otro mayor.
Sobre viejas
Con algo de sorna.
Una vieja muy revieja
de la quinta’l treintiocho
tenía las uñas negras
de tanto rascarse el cho…
Una vieja, seca seca
seca seca se casó,
con un viejo seco, seco
y se secaron los dos.
Una vieja se cagó
debajo de una higuera,
y los higos le caían
al son de la pedorrera.
Una vieja se comió
siete kilos de sardinas
y anduvo toda la noche
del culo sacando espinas.
Una vieja muy revieja
más vieja que San Antón,
se echaba la teta al hombro
y le arrastraba el pezón.
Una vieja muy revieja
se lo miraba y decía,
qué seco te estás quedando
saca perras de mi vida.
Y ahora, un cuento: el de Mariquita y las dos palomas
Este era un comerciante viudo que tenía tres hijas, que se quedaban solas en casa cuando él iba a la ciudad a comprar género para el comercio. En una de esas ocasiones, a medianoche, oyeron unos ruidos en la calle y se asomaron por la ventana, viendo que había unos cuantos hombres en la puerta de la casa.
De pronto oyeron ruido en el piso alto y vieron a otro hombre que tiraba a los de la calle los géneros que su padre tenía allí almacenados.
– ¡Ay! ¿Y qué hacemos? ¿Qué hacemos? –susurró una de las hermanas.
– Callaos… Veréis –dijo Mariquita.
Fue a la cocina, encendió una lamparilla y subió al cuarto de arriba. Cuando llegó, el desconocido estaba asomado al balcón para tirar una pieza a los de abajo. Y Mariquita, ni corta ni perezosa, lo agarró por los pies y lo tiró balcón abajo. Los otros lo cogieron y se lo llevaron corriendo.
Cuando vino el padre le contaron lo que había pasado y alabó la conducta de Mariquita y el valor que había tenido.
Pasó el tiempo y un día entró en el comercio un joven apuesto y le pidió al padre la mano de Margarita, pues quería casarse con ella. Mariquita aceptó, así que prepararon la boda y, después de la ceremonia, el marido dijo que se irían de luna de miel a un campo que ellos tenían allí cerca. Y así lo hicieron.
Cuando ya iban por el camino dijo él:
– Tú no me conoces, ¿Verdad? Pues soy el que tiraste del balcón aquel día, y si me he casado contigo es para matarte.
Como es de suponer, ella empezó a llorar, y cuando llegaron al campo, Mariquita dijo a su marido:
– ¡Ay, espera! No me mates hasta que no me haya quitado el traje de la boda.
– Pues anda. Entra en la casa y desnúdate.
Ella había llevado dos palomitas que tenía, que se llamaban Celia y Bomba, y al entrar en la habitación escribió corriendo una carta y se la dio a Bomba, que volaba más ligera. Y a Celia la puso en el balcón.
Él, al ver que tardaba, le dijo:
– ¿Voy ya?
– No, espérate que me quite el traje de novia.
Y a Celia:
– ¿Viene Bomba?
– No. Ni viene ni asoma -repuso Celia.
– ¡Ay, qué cortas van siendo mis horas!
– ¿Voy ya? –preguntó de nuevo el hombre.
– No, que me voy a quita la combinación que me regalo mi hermana.
Y a Celia:
– ¿Viene ya Bomba?
– No. Ni viene ni asoma.
– ¡Ay, que cortas son mis horas!
Y el hombre insistía:
– ¿Voy ya?
– No, que me voy a quitar el collar de perlas que me regaló mi otra hermana.
Y a la paloma:
– ¿Todavía no viene Bomba?
– No, ni viene ni asoma. ¡Ay, qué cortas son mis horas!
Y el hombre:
– ¿Voy ya?
– Espérate a que me quite los zapatos de charol que me regaló mi padre.
Celia, ¿No viene aún Bomba? ¡Ay, que cortas van siendo mis horas!
– Voy ya –insistió tajante el hombre.
– Pues ven cuando quieras –respondió ella resignada–. Ven cuando quieras.
Y entró con un puñal en la mano y, al tiempo de ir a matarla, llegó su padre con la policía, agarraron al tipo y se lo llevaron preso.
Y Mariquita, feliz, se quedó con su padre y sus hermanas.
Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado. Y, por cierto, las palabras colorín y colorado no aportan un significado especial a los cuentos. Son, simplemente, parte de una fórmula sonora y pegadiza, fácil de recordar por los chicos como cierre de la narración que han escuchado.