¿Quién no ha oído en Badajoz referido a un sacerdote nombrar el apellido López?, ¿o además referido también a otro sacerdote el nombre de Rafael?
El primero movía el mundo y construía escuelas juntando limosnas de perras chicas, lo que hoy sería como juntar simbólicamente céntimos de euros; el otro siempre a las puertas del Hospital Provincial acogiendo con su hospitalidad a los enfermos.
Antes se valoraba la santidad, aunque quiénes de nosotros, simples pecadores, no hemos sido alguna vez de niños, adolescentes o jóvenes unos diablillos, y es que esto de creer es tan relativo, porque sea o no tu caso -el mío sí lo es-, algunas veces soy creyente al amanecer, agnóstico al mediodía, y un poco ateo por la noche, cuando me cuesta creer en los milagros (por ejemplo, que tendremos AVE y que volveremos a tener buenos políticos).
Eso sí, hay un libro del que luego diré el nombre, que a mí es el que me emociona incluso más que el Quijote; por cierto, el lector que se haya leído de un tirón todo lo que le acaeció a Alonso Quijano El Bueno, o perdió totalmente el juicio como susodicho hidalgo, o acaso lo recuperó del todo. Digo que el libro que me emociona más que esa primera vez que interpreté El Cuervo, o que interpreté de Samuel Beckett su teatro, o acaso recité a Bertolt Brecht, o leí poemas sobre el Guadiana de la primera época de Manuel Pacheco, digo que el libro con el que seguiré sempiternamente emocionándome más y más son los Evangelios.
Yo, que no soy de rezar mucho pero sí de escribir poemas religiosos, acabaré hoy con religiosidad este artículo, poniéndole broche con la estrofa final de mi poema titulado ‘María’: “Y la que siendo mujer no fuera Eva,/ la que en el santoral no tiene iguales,/ la de nombre mejor que mujer lleva”.