Antonio Santainés, en su biografía de Domingo Ortega, Espasa-Calpe (1986), al escribir acerca de sus primeros pasos nos relata que, el 16 de agosto de 1928, “se presentaba en Almorox, villa de la provincia de Toledo donde iban a celebrarse dos novilladas.
Se había ajustado como matador a un diestro que, según rumor generalizado por la comarca, no se atrevería estoquear las dos reses de cada tarde. No fueron, al parecer, totalmente infundadas las sospechas, pues el primer día estoqueó una y sufrió una cogida. Domingo sin previa autorización salta a la plaza, muletea y mata con tal arrojo al otro astado que produce autentico alboroto”.
También Antonio Díaz-Cañabate, en ‘La fábula de Domingo Ortega’, escrito muchos años antes, cuenta algo similar. En las notas que escribo a continuación relato una visión de los hechos, igual en lo fundamental, pero en la versión del desconocido diestro que “no se atrevería a estoquear las dos reses de cada tarde”. Y, además voy a desvelar su nombre. Figuró en el tomo 3 de ‘el Cossío’ pero tampoco allí se apuntó nada que pudiera asociarle con este suceso. Ángel Rubio Galán se llamó, nacido en Gálvez (Toledo), y toreó como ‘Niño de Toledo’. Alrededor de los años 40 se casó con una hermana de mi madre y por tanto era tío mío.
Y así me lo contó él. Efectivamente tenía que torear una novillada en Almorox. Ya estaba vestido de luces para ir a la plaza, siempre según su relato, cuando un hermano suyo llegó a la habitación de la fonda. Le dijo que la novillada era una ‘tía’ y no se lo pensó dos veces. Primero se quitó el corbatín, luego la faja y cuando terminó de vestirse de paisano desapareció sin dejar rastro. Me contaba que su puesto lo ocupó Domingo Ortega, que estuvo muy bien y… todos conocemos la trayectoria de este paleto de Borox, que nunca lo fue, desde aquella tarde.
A primeros de marzo de 1983, la historia es más larga, en el domicilio de Domingo Ortega en Madrid, le entregamos al maestro el original de un cuadro, un gouache a cinco tintas, del que soy autor y que se había reproducido en el frontis del tomo 7 de ‘el Cossío’. Fuimos un grupo de amigos y allegados a la editorial y después del acto cenamos en un restaurante. Había tenido ocasión de hablar con el maestro en bastantes ocasiones. Quizás debería decir escucharlo porque era un placer hacerlo.
En aquella cena, o quizás en su casa, no lo recuerdo, él hablo de este comienzo suyo. Comentó que le hubiera gustado tratar a aquel novillero al que debía sus primeros pasos firmes en su carrera. Le dije que él lo conocía pero me aseguró, y reiteró, que no. Como gran aficionado que era a las carreras de galgos a campo abierto, le pregunté: “¿Cómo se llamaba el presidente de la Federación de Galgos de Toledo en los años…?”. Me contestó: “Ángel Rubio”. Pues ese era el novillero. “¡Pero si hemos vivido muchas jornadas juntos! ¿Por qué nunca me dijo nada?”. “Es mi tío”, le contesté, “le conozco y no se lo hubiera comentado. Él nunca ha considerado que usted pudiera deberle nada”.
Ángel Rubio, aquel torero que por miedo huyó de la fonda, aquel ‘Niño de Toledo’, estuvo ligado siempre a su Gálvez natal, a la administración municipal y a sus tierras. Pero, y es lo más importante para él, toreando vacas en tentaderos de amigos ganaderos hasta que la edad le aconsejó lo contrario. Quizás algún tiempo más porque muchas veces no le hizo caso y pagó con más de un revolcón y sus consecuencias. Nunca, puedo asegurarlo, perdió la afición a la Fiesta de los Toros. Falleció el 18 de agosto de 1988 en su Gálvez natal. Lo enterraron envuelto en un capote de brega, pues ese fue su último deseo.