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Entre dos mundos. Grada 156. Alicia Morán

Entre dos mundos. Grada 156. Alicia Morán
Foto: Cedida
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En esta segunda edición de ‘Sentimiento castúo’ quiero hablar de lo que implica pertenecer a dos mundos, esa sensación de ser ‘de aquí y de allí’ y a la vez de no sentirte parte de ninguno de estos mundos. Contaremos la historia de Paula Fröhlich, otra pacense radicada en Berlín que conoce perfectamente de lo que estoy hablando.

Como el muro de la capital germana, que separaba entre sus cementos dos formas de vivir totalmente distintas, seguramente se sientan tantas personas como yo, o como Paula, que dejaron sus rutinas en un lugar para adaptarse a otras formas de vivir y hacer. Personas que cada vez que visitan o habitan algunos de estos mundos tienen que volver a adaptarse y mimetizarse, camuflando que una mitad de ellas pertenece a otra realidad.

En mi caso esta sensación se ha visto más avivada estos últimos meses. Desde que en 2012 salí la primera vez de casa, siempre he intentado volver de visita como máximo cada cuatro meses y no perder el contacto con mi gente.

Regresaba con frecuencia, pero mi estadía era de un máximo de cinco días. Días que daban para ver rápido a las personas con las que siempre quedaba al volver, desayunar una buena catalana al sol, y volver a empacar.

Este año, el año de la ‘no-planificación-porque-todo-puede-cambiar-de-repente’, el contexto global me dio la oportunidad de poder pasar más de cinco días en casa. Esta vez la estadía se resumió en tres meses improvisados, en los que tuve el regalo de poder reconectar con las costumbres y forma de ser de mi tierra, sus tiempos, su música, sus conversaciones, su clima, su comida, su humor.

Volví a caminar por calles de Badajoz que hace años no transitaba, visité mi barrio de la infancia, saludando a viejos conocidos que aún reconocían mi cara, y pasé por el barrio de mi abuela, donde las vecinas ya con alta edad se alegraban al verme, pese a que tuvieran que hacer el esfuerzo de mantener el cuello alzado al mirarme.

Pero no solo conecté con lo pasado, también tuve la sorpresa de conocer a personas nuevas. Muchas de ellas eran personas con las que eventualmente compartía o a las que conocía de vista, pero que en estos cinco días y nueve años fuera eran imposible de encontrar o de generar un espacio rutinario digno de la creación de una amistad.

Además, a diferencia de Berlín, donde veo a mis amistades cada tanto y de forma separada, ya que es difícil coincidir en grupo en una ciudad llena de tanto estímulos y planes, en Badajoz para bien o para mal no me quedaba otra que estar ‘tóh’ los días con las mismas personas. Una se hace un máster en las manías de los demás.

Con lágrimas en los ojos dejé en marzo mis raíces y volví a mi actual casa. Esta vez traía algo distinto a otras veces en la maleta; la melancolía de todo lo vivido estos últimos meses y las ganas de volver pronto para poder compartir de nuevo con todos los queridos ocupaban más espacio que el lomo, el salchichón y el queso de oveja que mamá suele entrarme en la maleta cada vez que parto.

Me costó más de una semana volver a anclarme en mi rutina de aquí. Y era inevitable la comparación de mis dos mundos: “aquí no me dicen cariño al ir a comprar, es más, a veces hasta me hablan mal, pero allí la gente hace mucho ruido en los bares y me molesta”; “aquí la gente consume menos carne y más ecológica, pero el 80% de la fruta y verdura que compro ha pasado miles de kilómetros entre camiones y frigoríficos antes de llegar a mi mesa, y allí tengo tomates grandes, baratos y de ‘kilómetro 0’ en la esquina de mi casa”; “allí existen incoherencias políticas-sociales, como estar en un bar sentado sin mascarilla y por el simple hecho de alzarte tener que ponértela, pero aquí te ponen toque de queda por primera vez cuando por fin llega el buen tiempo y se puede estar en los parques”.

Después de haberme adaptado por fin a Berlín y haber luchado contra todas mis contradicciones, volví a estar integrada; ya tenía mi fin de semana entero planificado, algo muy típico por aquí, e incluso los primeros días de la siguiente semana, cuando de pronto, estando ya en la calle, recibo una llamada: —Alicia, tienes que volverte inmediatamente en el primer avión que veas, papá está en el hospital.

Tres semanas después, estaba cogiendo un vuelo de vuelta a casa; esta vez las vacaciones que me esperaban no eran tan agradables, pero finalmente todo salió bien y un mes después pude volverme. Por supuesto, este avión de vuelta fue más difícil que el anterior. Más preguntas acechaban sobre mí: ¿qué hago yéndome? ¿por qué quiero seguir estando fuera? ¿pero cómo voy a abandonar todas mis amistades y proyectos que tengo ahora mismo brotando en Berlín?

La vida es siempre un coste de oportunidad, y las decisiones que se ponen en la balanza a veces no son tan fáciles. Pero el otro día, caminando por el bosque, un amigo me dijo unas palabras muy ciertas que aliviaron mi angustia: “no tenemos que andar comparando o echando de menos sitios o personas con las que no estamos en el momento presente, porque todas las ciudades, formas de vivir o seres queridos están dentro de nosotros donde sea que vayamos”.

Paula Fröhlich
Paula desde que nace en 1996, pertenece a dos mundos. De padre alemán y madre pacense, Paula crece en Badajoz con un apellido extranjero y con ciertas diferencias con los niños de su edad inculcadas por la educación de autosuficiencia de su padre; era la única chica que iba sola y en bicicleta a la escuela y recuerda que hasta sus padres tuvieron que hablar con el colegio para que le dejaran un sitio donde aparcar la bici, algo inusual para la gente de su generación.

Recuerda también que, pese a que sus amigos siempre hicieran bromas de su ‘alemanidad’ desde un lado muy amistoso, siempre soltaban algunas risas en clases de Inglés cuando ella mezclaba el idioma anglosajón con el alemán.

Su padre decide volverse a su país natal y ella, ya con temprana edad, empieza a viajar sola para pasar las navidades en su otro mundo. Su madre la dejaba en el aeropuerto de Lisboa y ella tenía una azafata privada que le acompañaba en todo su vuelo hasta encontrarse con su padre.

Pese al miedo que Paula tenía las primeras veces de esta aventura, ella estaba siempre muy contenta de volver a ver a su padre, aunque para ella era una barrera el idioma y sentía que no podía interactuar en los encuentros familiares. Daban por hecho que ella sabía el idioma, pero tan solo sabía pocas palabras que solo se sentía cómoda de usar en la intimidad. “Creo que este tipo de situaciones me hicieron ser muy observadora; atendía a ver el tipo de relación que tenían entre ellos, si estaban bien o mal, o si se habría generado un cambio en la conversación”.

En verano ella volvía a hacer el mismo viaje a Alemania durante un mes, y ahí sí era distinto. “Pasaba más tiempo a solas con mi padre, o mi padre quedaba con amigos que tenían hijos y con ellos podía jugar”.

Paula se hace mayor y decide darle un vuelco a su vida, o mejor dicho, adentrarse a conocer su otro mundo. Dice que era una decisión que su padre siempre había tomado por ella y que con 18 años se consolidó: “Paula algún día vendrá a Alemania a aprender alemán”. Además de venirse a aprender el idioma, Paula decide hacer su carrera de Medicina en Berlín.

Al ver todas sus maletas en el coche ella no entendía qué estaba haciendo. “¿Estoy dejando España por ir a un país donde no conozco nada?”; “¿Tengo que aprobar un examen de alemán antes de entrar en la carrera? con lo fácil que hubiera sido en España”. Ahora, mirando al pasado, ve esta decisión como algo muy gratificante y entiende cómo le hizo crecer como persona.

Hace dos años Paula sintió una gran crisis entre sus dos mundos. Sentía incluso que odiaba Alemania y a los alemanes y que solo tenía ganas de estar en España, y así fue como decidió dejar su carrera en ‘stand-by’ por algunos meses, y posteriormente hacer una beca Erasmus en Madrid que, por motivos pandémicos, le hizo volver a Badajoz. “Me pasé 15 meses de seguido en casa, y me sentaron de maravilla, fueron necesarios para volver con ganas a Alemania”.

Al ser una Paula distinta conoció un Badajoz distinto. Durante esos meses en casa decidió formar parte de Ecologistas en Acción, donde conoció a mucha gente nueva con intereses afines, y se dio cuenta de la cantidad de proyectos y personas que siempre habían estado ahí, pero que al ser ella diferente cuando marchó, y al no haber pasado los últimos años allí, no pudo conocer.

Gracias a ese tiempo y lo que en él creo, Paula ya no ve Badajoz como una necesidad de ir, sino como un sitio que siempre le espera con los brazos abiertos.

Después de ese largo tiempo Paula volvió en noviembre a Berlín, en pleno invierno y con las restricciones de la pandemia, y siguió con sus clases de Medicina online. Cabe decir que todo este tiempo Paula ha estado combinando su carrera de Medicina con la pasión por la música. Fue con 15 años cuando compuso la letra de su primera canción, la cual grabó 10 años después en su proceso de reconectarse con las raíces. “En España me resulta más fácil ponerme bajo el sol y crear; ¿seré ‘climatodependiente’?”.

Curiosamente Paula y yo coincidimos en Badajoz este último mes y volvimos el mismo día a Berlín. Cabe decir que somos personas que nos gusta quedarnos pegadas mirando el pasado, y los primeros días ambas debatimos entre las caras de nuestros dos mundos. “Aquí siempre están ocupados y no puedes proponerles cosas espontáneas”, pero agregaba Paula “aunque de allí a veces no me fio con tanta espontaneidad, te pueden fallar”.

Hoy en día, pese a todo, Paula tiene una premisa clara, que pertenecer a dos mundos me da más de lo que me quita. Ahora he integrado en mí lo que me gusta de cada mundo y aprendo a jugar con eso. Yo soy yo con estas dos realidades, ya no tengo miedo de mostrarlo.

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