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Imagen primera de Luis Landero. Dionisio López

Luis Landero Dionisio López
Foto: Cedida
Léeme en 3 minutos

En abril de 2002 yo estaba terminando la carrera de Filología en Salamanca, gracias a la recién creada Beca Séneca. Una tarde, casi por casualidad, asistí junto a un compañero de piso, a una charla de Luis Landero en la biblioteca Torrente Ballester. De él poco sabía, solo lo que mis profesores en los primeros años de la carrera en Cáceres me habían dicho de manera puntual. Luis se encontraba promocionando El guitarrista, novela claramente inspirada en su adolescencia madrileña. Habló de sus noviazgos, de sus gamberreos, de sus primeros tonteos con la guitarra y con la literatura… Quedé completamente seducido por su forma de expresarse, su pasión, su alegría… bueno quien le ha visto sabe de qué hablo. Me dedicó una edición, que conservo completamente desencuadernada y subrayada, de Juegos de la edad tardía: «Para Dionisio, paisano y, desde ahora, amigo, porque los amigos de mis personajes también lo son míos».

Al día siguiente, la biblioteca abrió a las nueve y media. A esa hora entré con varias carpetas de apuntes sobre etimología lingüística que finalmente no iba a tocar. Me senté en la última mesa, de cara a un gran ventanal que daba al Paseo de los Olivos y a un parque presidido por una bonita edificación de piedra de planta octogonal, tal vez fuera un depósito, rodeado de bancos, césped y perros mañaneros. Comencé a leer… «La mañana del 4 de octubre, Gregorio Olías se levantó más temprano de lo habitual…». Recuerdo que pensé en Kafka y que escribí encima, con lápiz, «La metamorfosis». Gregorio Olías. ¡Qué curioso! Ese día entró en mi vida este personaje de ficción que tanta ternura me provoca, que tanto me acompaña, en el que tantas veces pienso como si fuera un ser querido… Leí sin parar toda la mañana. No hubo los cotidianos cafés, periódicos, hojeo de libros y películas, ojeo de lectores adyacentes, ni pensamientos en las nubes, ni vagabundeo en general. Sólo leer. Sólo pasear por aquel Madrid gris de posguerra. Bajé y comí algo rápido, un bocadillo quizás, sin abandonar la nebulosa en que toda obra artística nos sumerge.

De vuelta a la mesa fui testigo de la vorágine quijotesca en la se sumía Gregorio, acompañado por otro soñador llamado Gil… Casi sin darme cuenta recorrí capítulos. Casi sin darme cuenta llegaron las nueve de la noche y me echaron de la biblioteca. Casi sin darme cuenta me senté en un banco del parqué y leí las veinte páginas finales… que ya no transcurrían en Madrid, sino en el pueblo de infancia de Gregorio… sospechosamente parecido al pueblo de infancia de Luis y al que veo cada mañana desde las ventanas de mi instituto.

Aquella noche tardé en volver al piso. Paseé conservando el ensueño de la historia (en la que estoy seguro, todavía sigo un poco atrapado).

En aquel tiempo Landero había publicado cuatro libros más. Quince días después los había leído todos en riguroso orden cronológico. Busqué entrevistas, artículos, reseñas… Desde entonces, cada vez que sale algo nuevo, no pasan más de dos o tres días sin que lo haya leído.

¿Quién me iba a decir que, pasado el tiempo, el padre de Gregorio y de Gil, de Emilio y Raimundo, de Dámaso y Tomás, de Lino, de Matías Moro y Manuel Pérez Aguado y Amalia y Alicia y Martina y Teresa y Aurora y Marcial Pérez… iba a abrazarme cada vez que me viera o a pedirme que le acompañara en la presentación de su precioso El balcón en invierno en su pueblo o a reírnos juntos paseando por la casa de su infancia?

Sentado aquella sala de la Biblioteca Pública Torrente Ballester, minutos antes de que apareciera, ¿quién iba a pensar que aquel señor se iba a convertir en un maestro absoluto y que iba a leer mis libros y a llamarme para hablarme de ellos?

Porque volví a ver a Luis ese verano, en El Escorial, y muchas veces después… Y el azar caprichoso me llevó a Alburquerque, y me dio la fortuna de agradecerle un poco tantas horas de compañía, presidiendo el premio que lleva su nombre. Pero bueno, eso es otra historia.

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