Ya en el 2004 Álvaro Valverde abre ‘Lejos de aquí’ con una cita reveladora de Wislawa Szymborska: “No me gusta viajar, pero me gusta volver”, para admitir líneas más abajo: “Confieso que me resultan más agradables los lugares entrevistos a través de las páginas de un libro”. Ese aparente rechazo inicial contrasta con la presencia que el viaje, desde sus más múltiples perspectivas, tiene en su obra. Recuerdo con nitidez la emoción con que leí “Más allá, Tánger” (2014) y la impaciente espera que he tenido estos últimos años al conocer la noticia, en voz de su autor cuando presentó en Cáceres “El cuarto del siroco” (2018), de que se avecinaba un “Cuaderno de Sofía”. La espera se alargó más de lo que uno hubiera deseado, pero como recompensa nos encontramos con una obra mayor, “Sobre el azar del mapa”, bajo cuyo hermoso heptasílabo (tomado inconscientemente de un verso de Aníbal Núñez) se agrupaban el “Cuaderno de Sofía” y el “Cuaderno de Suiza”. Pero no solo en estos libros encontramos textos que reflexionan sobre una experiencia viajera o que presentan alguna suerte de retrato de una ciudad, ya que, en buena medida, gran parte de la obra del poeta placentino se asienta entre la contemplación y el movimiento.
Lo cierto es que no se camina nada o se camina poco y mal. Se camina sin ver, sin contemplar, sin abandonarse al paseo; se marcha sin dejarse interpelar (interrumpir) por el paisaje, por lo visto y todo lo que surge”. Comienzo con estas palabras del argentino Edgardo Scott, recogidas en su ensayo ‘Caminantes’ (Barcelona, gatopardo ensayo, 2022), porque no se me ocurre mejor definición, pero a la inversa, del libro del que estamos hablando. Porque la voz poética de Sobre el azar del mapa “camina mucho y bien. Camina viendo, contemplando, abandonándose al paseo; marcha dejándose interpelar (interrumpir) por el paisaje, por lo visto y todo lo que surge”.
Y es que este libro de poemas es, sobre todo, un viaje; un paseo por tres ciudades (la búlgara Sofía y las suizas Grandson y Ginebra) vistas desde los ojos del yo poético. Y, ciertamente, uno tiene la sensación de encontrarse con tres largos poemas cada uno dedicado a una de esas ciudades y divididos con números arábigos. El propio autor lo advierte: “el cuaderno está compuesto por medio centenar de poemas… que son fragmentos de un único poema”. (¿Acaso toda a obra de un autor no son fragmentos de un único poema?).
Cuando uno echa la vista atrás y recuerda sus viajes, normalmente no se para a pensar en las visitas guiadas, en los edificios y monumentos más emblemáticos, en los museos célebres… Uno recuerda, por lo menos es lo que me pasa a mí, aquella tarde que quedó descolgada por alguna cancelación o por cualquier plan truncado… y que la pasó alejado del ajetreo general del viaje, paseando, tomando un café lentamente, ociosamente, en un bar que no sale en las guías o sentado en un parque sin apellidos. Y esos momentos son los que al final te dan el pulso exacto de la ciudad. Ese pulso es lo que el autor refleja con sencillez y elegancia en ‘Cuaderno de Sofía’.
En la nota final, Valverde explica que escribió de memoria una vez que había regresado del viaje: “No tomé ninguna nota sobre ese viaje de invierno… ni llevé ningún diario; de memoria, decía, fui dando forma a esos versos” y también lo dice en el poema 50 ‘(Epílogo)’ que cierra esta parte:
He escrito de memoria.
Ni un verso tan siquiera
se concibió en Sofía.
Fie todo al recuerdo.
Esta manera de plasmar el paisaje recordado, que refleja la imagen vista pero depurada por el recuerdo, le conduce a la esencialidad y a la ausencia del adorno marginal, algo que directamente me trae a la cabeza esas láminas rescatadas de Godofredo Ortega Muñoz que han formado la exposición ‘Del otro lado’ y donde aparecen esos dibujos que el pintor hacía después de sus paseos y nunca al natural (“prefiero pintar los lienzos después de que hayan posado y reposado mis impresiones visuales”). Es el mismo proceso que encontramos en ‘Sobre el azar del mapa’, donde el recuerdo elimina lo accesorio.
Uno lee ‘Sobre el azar del mapa’ con la expectación con la que se atraviesa una ciudad desconocida, esperando qué nos encontraremos al doblar la esquina o la página, como un álbum de viejas fotografías sencillas y certeras. Un álbum melancólico y un tanto desolado al advertir que en esta ciudad de Sofía “Parece que uno asiste a un hecho póstumo, a la celebración de lo que el tiempo debería haber dado por perdido”, lugares “que evocan viejos tiempos / donde la vida pudo ser más alta”.
Conforme avanza el paseo/lectura por los paisajes/páginas de esta ciudad/libro aparece una nueva dimensión que enriquece su profundidad, al romper el tiempo único presente del viaje, cuando el paseante se queda contemplando una “casa con estilo” de un “linaje acomodado”, ahora en ruinas, y nos hace ver ese pasado glorioso y perdido; o también al imaginar “a las puertas de Alexander Nevski” el paso de las tropas nazis por aquella ciudad. De esta forma se va dibujando una ciudad donde ha tenido lugar “el paso inexorable de la Historia” y ese paso ha dejado una piel llena de cicatrices en forma de ruinas. Es una constante esa mirada sobre el presente en el que se superpone el pasado conjugándose con armonía terrible lo histórico y lo particular, como en el poema 35 donde se nos presenta la catedral de Sveta-Nedelya y se nos recuerda que fue escenario de numerosos asesinatos mientras que en este instante “una muchacha rubia/ se bautiza”, y todo ante la mirada del yo poético que se incluye como un personaje más en la escena: “Contemplamos/ la vieja ceremonia”.
La mirada no solo se detiene en los edificios, sino también en sus habitantes: el rostro de los viajeros de un tranvía, una anciana rodeada de palomas… “A los supervivientes pertenece / la historia de Bulgaria” se nos dice en uno de los poemas e irremediablemente recordamos el inicio de la última novela del poeta Julio Llamazares “A partir de una edad todos somos ya supervivientes”. Y esta mirada lúcida sobre el presente llega a convertirse en algún momento en un análisis social (palabra abaratada hoy en día por algunos sectores parapoéticos) y político: “Qué fácil concebir las pobres vidas / de quienes sufren mundo adentro” se dice ante los impersonales y deshumanizados edificios periféricos proyectados por los regímenes pasados. O cuando observa:
Me cruzo en las aceras
con mujeres y hombres
que arrastran la pobreza
en sus bolsas de plástico.
Y hay una dimensión más de profundidad, otra capa de abstracción, cuando la voz poética, identificada ahora plenamente con el autor, se dirige a sí mismo y recuerda unos versos de su primera obra, ‘Territorio’, conectando así su propio pasado personal y literario con el presente: “que se hizo la distancia / para amar lo recóndito”.
El poema 23 quizás contenga toda la esencia de lo que el poeta busca de ese viaje y de lo que aspira al escribir sobre él:
El viajero,
que rehúye a conciencia
el papel de turista,
evita otra intención
que no sea
la que mueve al disfrute
del paseo.
No quiero pasar por alto cómo en varias ocasiones el “yo lírico” es un “nosotros”, incorporando así la presencia de la compañera, constante durante todo el libro; una compañera que complementa con su mirada las diferentes escenas y que completando la deducción inicial y evidente, también podríamos interpretar como la propia poesía:
Los dos bajo la nieve.
En Rila, por ejemplo.
Cerca del cementerio.
Los dos a la intemperie.
En medio de un camino
que nunca hemos sabido
a dónde lleva.
Otra constante en este ‘Cuaderno’, que también lo vertebra, es la presencia entrevista del otro, de ese sueño fugaz que asalta al viajero y que le hace preguntarse cómo sería su vida en ese lugar. Creo advertir ese desdoblamiento levemente cuando descubre a alguien que le observa desde un balcón de una fachada (poema 7) o en el poema 37 donde habla sobre las elegantes estatuas de hombres con abrigo y termina recordando la de los Slaveikov donde dos poetas, padre e hijo, “ven, desde la eternidad / pasar el tiempo”. Y más claramente aparece en los poemas 42 y 43:
Porque ¿cómo ponerse en el lugar del otro?,
¿cómo saber si aquello que intuimos
es en la realidad lo que sucede?
Es fácil suponer qué pasaría
si viviera uno aquí.
Más sólo eso: imaginarlo […]
*
Lleva uno otra ciudad
su ciudad dentro.
Con ella la compara.
En ella sueña
ser siquiera unos días
alguien que es otro.
Comprenderán que no puedo dejar de advertir que en ese dibujo del paisaje hay otra presencia real pero también poética que nos va acompañando en el paseo: la nieve (“la ciudad es un mapa / cubierto por la nieve”, “Una ciudad blanca / debido a la nevada”, “dibujadas de blanco / por la nieve”, “La nieve se derrite”, “Los dos bajo la nieve”…).
Y todo contando con la sencillez desacomplejada de la maestría en la que se ha instalado la voz poética de Álvaro Valverde, desnuda y profunda a la vez, limpia y exacta; y con una claridad que, sin embargo, esconde significados que para ser descubiertos necesitan de la misma inteligencia y sensibilidad que él ha tenido al hablar de la decadente Sofía. Una sencillez tranquila que, sin embargo, va calando a lo largo de la lectura impregnándonos de su “humilde verdad”.
Decía al principio que, como broche inesperado, el libro se cierra con el ‘Cuaderno suizo’ que consta de dos partes bien diferenciadas tanto en el tono como, sospechoso, en la concepción.
‘Grandson’ lo configuran nueve poemas o fragmentos de un único texto donde se plasma la impresión que le causó la visita a esta aldea medieval suiza y donde se refuerza la contención y la elegancia de ese paseante por un espacio casi mágico que contempla un jardín, una luz tras las ventanas, las calles estrechas… “Es agradable, sí, / sentir cómo los pies / recorren el camino de este sueño”.
Diferente es ‘Ginebra’, donde hay una compilación de textos que persiguen la sombra perdida de admirados poetas que pasaron por la ciudad: Eugenio Montejo y Ramos Sucre, Costafreda, Valente, Aquilino Duque, Gimferrer, María Zambrano y, sobre todo, Borges con la hermosa descripción de su tumba y el relato de una curiosa anécdota personal sobre el borgiano ‘El oro de los tigres’. De esta parte me impresiona especialmente el poema dedicado a Alfonso Costafreda, un texto de tal calidad, que me emocionó incluso en un recitado tan adverso como el de presentación en la Feria del libro de Cáceres (quien lo probó, sabe a qué me refiero).
Por estas calles caminó doliente
Alfonso Constafreda.
Enfermo imaginario,
confeso melancólico.
[…]
Nunca alcanzó la imagen
que soñó de sí mismo:
[…]
Y así se cierra este esperado ‘Sobre el azar del mapa’. “Homo viator”, dijeron los clásicos, y todos comprendimos que el viaje es la metáfora más perfecta de la vida. Porque tras la sencillez de estos versos, de esas imágenes recordadas de manera aparentemente fortuita, se asienta una profunda reflexión existencial que va más allá del retrato histórico; el propio yo poético lo reconoce al contemplar la corriente del Ródano: “Su limpia transparencia / -para mí, una metáfora-“.
Limpia transparencia, quizás la definición más acertada para la obra de uno de nuestros más altos maestros.
Álvaro Valverde, ‘Sobre el azar del mapa’, Barcelona, Tusquets, 2023.