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A propósito de ‘Vida salvaje’, de Juan Ramón Santos

A propósito de 'Vida salvaje', de Juan Ramón Santos
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Después de meses de lecturas semiobligadas, empiezo a despejar las columnas de libros que, como un bosque de estalagmitas, ha ido creciendo por mi casa. Así llego a ‘Vida salvaje’.

Este libro de poemas, con rostro amable y ropas perfectamente medidas en endecasílabos y heptasílabos, preferentemente, va dejando ver con suavidad un lado oculto y, por momentos, inquietante. Se mantienen algunas de las señas de identidad de su autor: la atención cuidada a la forma, la retórica sutil y clara, la constate ironía que produce un efecto casi kafkiano en el lector con el contraste entre el tono sencillo y ligero, y el contenido profundo y, a veces, desolador. De esta manera, se establece un choque entre lo que se cuenta y su tono.

Desde el primer bloque del libro, ‘Día de campo’, nos adentramos en el mundo apacible de la infancia (“al aire infinito de la infancia”, dice en un verso) en la naturaleza, retratada esta como en los viejos tópicos del Locus amoenus y del Beatus ille cantándose con nostalgia a la sencillez, a lo esencial. Se suceden escenas amables, casi costumbristas (la furgoneta del panadero, un día de cosecha…), pero en esa cotidianidad el poeta nos asalta con continuos paralelismos existenciales. De esta manera, algo tienen estos poemas de parábola o fábula moderna. En la observación del mundo vamos extrayendo enseñanzas, como cuando el repaso a los árboles de su infancia se traduce en “la más sabia lección de resistencia”.

La añoranza de la vida en la naturaleza es, al fin, la nostalgia de la infancia, de los primeros descubrimientos: jamás volverá a sentir el furor que producía la lectura en esa época remota, certifica en ‘El tesoro de la isla’.

“no volvería a sentir aquel furor,
aquel deslumbramiento, el arrebato
de aquel verano penetrando a tientas”

Pero esa naturaleza, esa vida rural, que por momentos es paraíso, refugio y armonía, en ocasiones muestra un lado oculto apareciendo el tedio o la violencia (“mátalo con la azada”), aunque pronto se le concluya como el único consuelo posible (“volverán/ sin nostalgia las aguas a su cauce”).

El yo poético comprende, pasado el tiempo, que en aquel último verano de su infancia sintió por vez primera “la terrible pobreza de estar vivo” o “el inmenso vacío que nos deja/ querer medirnos con el universo”.

Ya hacia el final del libro, en el tercer bloque de poemas, Aprendizaje, se sucede una serie de retratos de personas o paisajes o momentos (como ese en el que el albañil sella un nicho). Hay una suerte de curioso equilibrio entre el uso cotidiano del lenguaje (tanto en el léxico, en las expresiones…) y la profunda atención formal con la preferencia de metros clásicos. Ese contraste, seña de identidad, entre el tono ligero, casi informal, y el dolor terrible de lo que cuenta, lo podemos apreciar en el poema ‘Retrospectiva’ cuando fantasea con asistir como espectador a su propio entierro mientras se encuentra “vivito y coleando”.

“Hoy uno lleva demasiadas pérdidas
a cuestas como para, aún,
creer en una muerte reversible”.

Otra marca fundamental del autor presente en estos poemas es la ironía que baña todo el libro y hace de contrapunto ocasional, de desahogo, a las referencias desoladoras. Hay ironía, por ejemplo, cuando describe la extrañeza que le produce el que el día de un entierro resplandezca un cielo luminoso y no sea de “lluvia, vendavales o borrascas”, tal y como nos ha educado la tradición del Romanticismo.

“el mundo nos ignora o que, tal vez,
le importa poco nuestra pesadumbre,
o que, quizás, por no pensar mal
ni ponerme nefasto por las buenas,
no tiene mucho aprecio que se diga
por la Literatura”.

Un libro, en definitiva, de rostro amable y hospitalario, pero que no renuncia a mostrarnos los oscuros rincones del alma (esa vida salvaje), y que con un aire evocador nos traslada a la esencialidad, envolviéndonos con su ritmo suave en una atmósfera de familia grata y cálida, melancólica, que nos hace esbozar una leve sonrisa en mitad de “esta vida tan rara” y nos ayuda, como toda la buena literatura, a “seguir cuerdos en toda esta locura”.

Introducción a los ascensores

Que la muerte requiere aprendizaje
de todos es sabido y por entonces
yo acababa de entrar en parvulario.
Mi primera lección fue conocer
lo que duele el teléfono a deshora,
cuando, al caer la tarde, en la penumbra,
suena en el recibidor con insistencia,
cómo al colgar, vencidos, caen los cuerpos,
cómo se mezcla el llanto con los gritos
y fluye hasta agotar los manantiales
dejando atrás miembros dislocados,
la espalda lastimada, temblorosas
las manos y la boca, que se afana
en hallar una excusa convincente
que disfrace la fuente del dolor
que ha anegado la casa tan de golpe.
Pero antes de ese día, que fue el último
de los tuyos, tú ya me habías dado
otra lección primera, aunque de vida,
que no he tenido tiempo de olvidar.
Fue en el ambulatorio, ibas al médico
y, no sé bien por qué, yo iba contigo.
Teníamos que subir una o dos plantas
y, por no utilizar las escaleras,
presionaste un botón con una luz
que desató un crujido de metales
profundos, crepitantes, angustiosos
que solo me dejaron de abrumar
cuando abriste la puerta sin pensártelo.
Vosotros dos entrasteis, pero yo,
que no había visto nunca un monstruo así,
me detuvo espantado en el umbral
sin ser capaz de dar un paso al frente,
negándome a inmolarme, pero entonces
tú comprendiste mi terror de niño,
me ofreciste tu mano y tu sonrisa
de chavalín de seis o siete años
y me llevaste adentro y, con ternura,
me enseñaste que no hay por qué temer,
porque lo cierto es que los ascensores,
pese a sus ruidos y a su luz lechosa
y a su siniestro aspecto de ataúdes,
no suelen ir directos hasta el cielo.

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