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Vinos de pañuelo. Grada 155. Jesús Dorado

Vinos de pañuelo. Grada 155. Jesús Dorado
Foto: Pixabay. MJ TF
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Aunque ya venía siendo partícipe de esta familia que es Grada con anterioridad, este mes hace una docena desde que retomamos esta sección y, además, coincide con el engalanamiento del formato de nuestra revista. Por eso, qué mejor momento para hablar de un mundo diferente.

Si os pregunto qué es lo que más valoráis, probablemente me digáis que vuestra familia, y no muy lejos en la lista estaría vuestro tiempo. Pues de algo así va la cosa hoy; de personas para las que el espacio y el tiempo funcionan de manera diferente a las demás y para otros tipos de vino; desde antaño han elaborado unos vinos que, en muchos casos, no llegarán a beberlos, puesto que algunos reposan más de 30 años (algunos se tienen que identificar mediante el carbono 14) para alcanzar su plena madurez. Ya los abrirán sus hijos, igual que hicieron ellos con los que elaboraron sus padres en esas catedrales del vino, llamadas así por los altos techos y las arcadas de las bodegas de crianza que recuerdan a ellas.

El Marco de Jerez es un lugar tradicional de progreso, cuya vitivinicultura cambió cuando hizo falta y cambió el mundo; una zona donde se oyen apellidos de origen anglosajón desde que Francis Drake saqueó Cádiz en el siglo XVI y llevó a la corte inglesa un botín de un vino que ya les era conocido pero que desde entonces se les hizo más accesible.

El tiempo empezó a perderse en largas filas de viejas botas de madera (su tipo de barrica) que, cuando se les saca una parte para embotellar, se rocían o completan esos vinos viejos con los nuevos. Por eso, en muchas de sus etiquetas no se puede indicar una añada concreta, como solemos ver en otros; así se mantiene la personalidad de sabores y por eso también se dice que, cuando tomas un jerez hoy, en esa copa hay al menos una mínima gota de hace 200 años.

El propio suelo de Andalucía occidental es especial al conservar su perfil de cuando fue fondo marino y es ahora albariza que guarda humedad, refleja luz y alimenta a la uva palomino.

Una muestra del mejor producto que obtiene la familia se guarda en una habitación de la bodega, llamada sacristía, destinada a acoger y compartir. De ahí surge la costumbre de impregnar un pañuelo con un par de gotas de alguno de los amontillados y olorosos de aromas más profundos y embriagadores. Unos dicen que para perfumarse y cautivar; otros dicen que para poder oler el pañuelo y disfrutar del vino incluso cuando no se está bebiendo.

Podremos oír que los llaman vinos de misterio, para meditar, de alcoba, de beso (sorbo corto pero sabor duradero)… Vinos de pañuelo me parece lo más chulo si hubiera que elegir, por eso de querer llevarlo como una parte más que viste tu cuerpo.

Si solo esta historia no provoca el morbo suficiente para tomarse un generoso y teletransportarse allí puedo dar más argumentos: echando cuentas de los años y trabajo que cuesta elaborarlos, son los vinos más baratos del mundo. Potencian de una forma única al acompañar casi cualquier comida. Un fino sabe a almendra, en un amontillado tienes una avellana, un oloroso es una nuez y un Pedro Ximénez huele a higos.

Esto simplemente significa que ¿habría más cosas que contar? Claro, muchas más. Pero ¿hace falta contarlas todas ahora para disfrutarlo ya mismo? Por supuesto que no; no compliquemos las cosas más de lo que son. ¡Salud!

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