Es un misterio cuándo el ser humano empezó a beber sin tener sed y comer sin tener hambre. Y también por qué nos suele invadir la necesidad casi inmediata de contarlo, enseñarlo, compartirlo… Pero no hablo de ‘perder el culo’ por subir la foto a las siete redes sociales y apostillar “aquí, sufriendo”, sino de querer conocer, explicar y juntarnos a contrastar con el prójimo lo que estamos experimentando. Por eso, hablemos aquí de placeres, pero en su idioma, acercándolos a nosotros en vez de alejarlos con piruetas técnicas a veces indescifrables.
Me atrevería a asegurar que en todo el universo gastronómico no hay producto que tenga tantas formas, elaboraciones, momentos, virtudes y conversación como el vino. Me recuerda a un dios griego cambiando de forma para seducirnos. De hecho, cuando oímos a alguien decir “a mí es que no me gusta el vino”, suele ocurrir que no ha encontrado bien por dónde empezar, porque ¿cuántas cosas hay que al principio no nos parecían agradables y ahora no podemos vivir sin ellas? A algunos les ha pasado hasta con el ‘running’.
“Vale, ¿entonces por dónde demonios puedo empezar?”. Pues tanto va a influir el vino que elijamos como nuestra actitud frente al vaso: no solo los nacidos para ello y bajo el signo de ‘capricuario’ son capaces de entender el vino, por mucho que hablen raro. Todos somos capaces de degustar, catar un producto y formar una opinión válida. Eso sí, tampoco ayuda el “póngame una caña, por favor”, porque si llegamos pidiendo cualquier cosa nos van a servir cualquier cosa y de cualquier manera. No es ningún pecado mirar, preguntar, probar, escuchar al vaso, crear tu propio gusto. Para eso viven ahí todas esas botellas, no para adornar estanterías. Curiosidad y desvergüenza son el primer paso.
Si nunca le hemos prestado mucha atención al vino, meterse directamente con un tinto seco (sin dulzor) puede ser como querer cargarse directamente al monstruo final del juego, ya que suelen ser más complejos (subrayo ‘suelen’, porque aquí no hay ‘siempres’ ni ‘esto es así y punto’), e incluso se pueden acusar los grados de alcohol.
Por empezar con cosas que solemos tener a mano, una buena opción es un vino blanco tranquilo, no espumoso, que sea semiseco o semidulce. Se trata de que ese ligero dulzor lo haga más amable a nuestro paladar, siempre que lo compense una buena acidez y servido a baja temperatura para que no se nos haga bola. Algo similar a la jugada de poner azúcar al ácido zumo de naranja. También el olfato puede ayudarnos aquí y, si nos atrevemos con un blanco seco, nos resultarán más seductoras ciertas uvas que son más perfumadas que otras; a casi todos nos suena el nombre y olor de la moscatel.
Los injustamente olvidados rosados y claretes pueden ser jugosos caramelos que lleven a nuestro paladar a dar un paso más. Nuestro camarero o tendero nos los puede seleccionar, seguro.
Otra sugerencia es disfrutar diferentes momentos. Igual que no nos apetece comernos un chuletón a las 9 de la mañana (¿o sí?), tampoco es igual tomar un vino solo que acompañado de comida, como aperitivo, a los postres, o al final de un duro día. Véase aquel mismo blanco con dulzor y aromas afrutados, que si lo acompañamos puede parecerse a esa gota de mermelada que ponemos encima de un queso para contrastarlo y mejorarlo, pero con nuevas sensaciones. Si pensabas que no, pues era que sí, hay muchos vinos en uno.
¡Salud!
