Miguel Ángel Rodríguez Plaza
Quiso el azar que, igual que sucedieran en sus vidas sendos accidentes, también se cruzaran sus miradas en el mismo hospital. Hubo flechazo. Posteriormente comparten desafíos.
Era una fría noche de un 30 de diciembre de 1998. Vicente, con la mayor de las ilusiones y junto a sus dos amigos, deseaba preparar con mínimos detalles lo que iba a ser la fiesta de Nochevieja. Pudo ser la última de su vida.
El firme de la carretera estaba helado. Una placa de hielo fue la causante de que las ruedas no sujetaran la inercia del coche al tomar una curva y varias fueron las vueltas de campana del vehículo con los tres ocupantes. Él fue el peor parado. De lo que nunca se va a olvidar es de ese consejo que su madre premonitoriamente le dio, justo antes de coger las llaves del vehículo de su padre.
Su hundimiento moral le sobrevino instantes después de conocer la clase de lesión que sufría. Días postrado, noches de insomnios. 22 años y a meses de finalizar su grado de Ingeniería Informática.
Pero el azar quiso que, en el mismo lugar y en la misma planta del hospital, otra historia paralela se cruzase en su camino, otra historia con nombre femenino, Vicenta. Ella llevaba más tiempo ingresada. El periódico de un 16 de octubre de 1997 daba la noticia de un choque múltiple en la autovía A-5 en las cercanías de Madrid. En la lista de heridos figuraba ella. Dentro de su mala suerte en el desenlace, no estaba su nombre en la relación de los dos fallecidos que hubo. 23 otoños, que no primaveras, pudieron marchitarse en aquel momento. Ese es el consuelo que le queda, sobreponiéndose a su grave y perpetua lesión. De nada le valió llevar cinturón de seguridad puesto.
Durante el transcurso del primer ingreso de él (luego serían necesarios algunos más), hubo momentos de coincidencias al cruzarse en el largo pasillo de la cuarta planta de Neurología, mientras sus sillas de ruedas eran empujadas por familiares cercanos. Fueron oportunidades para cruzar algunas miradas. Parece una película de guion fácil, pero es pura realidad, con el valor añadido de que, en esos cruces, que en un principio eran de discretas miradas, fueron estas haciéndose con sentimiento más profundo. Era como si sus almas, a través de esas ventanas aún cerradas, iniciaran una conversación silenciosa con los ojos.
Pasa el tiempo. Por alguna circunstancia hubo intercambio de palabras, luego frases ocurrentes, sonrisas. Un flechazo casi cantado desde los primeros momentos. Vicente, más cauto; Vicenta demuestra más desparpajo. Se entendían a las mil maravillas cuando tuvieron más ocasiones de poder conversar. Recordaban con cierto rubor que, en esos intercambios fugaces, se reconocían, se comprendían. Un lazo invisible se tejía entre ellos en ese baile de miradas que transmitían más sentimientos que mil conversaciones.
Y así, con el paso del tiempo durante esa estancia hospitalaria, su conexión se fortaleció, siendo el inicio de algo hermoso. Aquella monotonía en sus habitaciones, aquellos dolores e impedimentos físicos, eran superados con el aliciente de un sueño que los reforzaba, los sacaba de aquel caos personal de abatimiento por verse postrados a causa de sus limitaciones físicas. Poder verse, hablar y, ¿Por qué no?, soñar…
Iba la vida tejiendo entre ellos un lazo invisible que les fortalecía día a día; eran sus momentos de refugio. Eran dos seres que, para superar sus propios traumas, necesitaban de las palabras que a diario el uno le dedicaba al otro, palabras rebosantes de cariño y esperanza.
Llegado el momento de las altas médicas con distintas fechas de realización, la amistad siguió profundizando, facilitado por ambas familias. Sabían que era tan arriesgado como imposible, pero apostaron por ello, porque siempre se iban a necesitar, y es que el amor siempre une a quienes lo buscan.
Todo queda resumido en que hoy comparten desafíos. Si algún día hay bebé, llevará los apellidos Martín Acedo.
¡Qué admirables sois!