“El Club Deportivo Cacereño siempre fue una pasión. Y en el Cáceres de Aquellos Tiempos un santo y seña de especial identidad”
El escritor echa la vista hacia atrás, donde se sitúa el tiempo, su transcurso y su paso, y que ahora, en lo que denominamos como un suspiro, nos encoge el alma…
En aquellos tiempos, anclados en el correr de los años por la década de los años 60, inmersos de pleno en el sosiego y en el bullicio cotidiano, a la par, la pequeña capital de provincia cacereña, dentro de un marco de relieve identificado de lleno entre las vivencias y con la identidad arraigada en la cultura del paisanaje, nos ofrecía la panorámica de un más que sentimental paraje, con todos los fotogramas y todas las instantáneas que se iban conformando, día tras día, por un paisaje cálido, cercano, entrañable, próximo, humano, en el que, de uno u otro modo, casi todos nos conocíamos. Según los acontecimientos de cada día, protagonistas por un lado, y, también, por otro, figurantes. Siquiera fuera de vista.
El Club Deportivo Cacereño, siempre una pasión en el escenario ciudadano de Aquellos Tiempos, solía formar parte habitualmente y figurar en el pelotón que se enmarcaba en la cabeza de su grupo, y en el que, además, peleaba al máximo con otros potentes conjuntos de la Tercera División, como eran, por ejemplo en aquellos tiempos, la Unión Deportiva Salamanca, la Cultural Leonesa o el Club Deportivo Zamora, así como otros de rivalidades muy próximas, como siempre fueron, partido tras partido, los enfrentamientos que tenían lugar ante los conjuntos del Club Deportivo Badajoz o el Club Deportivo Plasencia, en los que, de modo histórico, asimismo, rivalizaban las aficiones de los equipos respectivos en su particular enfrentamiento entre pancartas, gritos de ánimo y alientos, pitidos…
Esos días de partido de fútbol la ciudad capitalina se transformaba, de forma paulatina, por el ambiente que emanaba de la mañana dominical y festiva, en medio de los paseos y de las chácharas callejeras, con todos nosotros, los alipendes de la muchachada, que aguardábamos, de una forma tan inquieta y tan expectante, el comienzo de los encuentros con el once de nuestros ídolos. Muchos soñábamos, en aquellas temporadas, con ser, ni más ni menos, que jugadores de fútbol. Como ellos. Aunque, de una forma paulatina y casi sin darnos cuenta, aquellos sueños se irían desvaneciendo por infinidad de circunstancias.
Tras largos paseos con los amigos de la pandilla, Plaza Mayor, Pintores, San Juan, San Pedro, arriba y abajo, aunque muchos se estiraban por San Antón hasta la Cruz, mascando pipas y largando adioses y hasta luego, con el rumor ciudadano expandiéndose a los cuatro vientos, si había suerte, que la solía haber, caía un aperitivo, gracias a la invitación de nuestros padres. Por ejemplo en el bar El Pato, de General Esponda, en la cafetería La Marina, en la avenida de la Montaña, en el bar Rialto, en la plaza de la Concepción, o en el bar de Severo, sito en la calle Muñoz Chaves, entre la gaseosa, la clara, la fanta, acompañadas por una ración, por ejemplo, de prueba de cerdo, gambas al ajillo, champiñones…
Una comida, cuyo menú, pongo por caso, podría componerse de judías blancas, tortilla española y de postre, por aquello de ser domingo, un merengue o una bamba, elaborados en la pastelería Isa o en El Horno de San Fernando. Comida a todo meter, deglutiendo como los pavos, controlando de modo permanente la hora, incluido, claro es, el tiempo de caminata hasta la Ciudad Deportiva, lo que nos llevaba algo así como una media hora desde la calle Moros hasta el campo de fútbol, deteniéndonos unos minutos por el bar Béjar, en Camino Llano, siempre con ambiente de expectación, donde retumbaban unos amplios gritos de guerra animando e incentivando a los jugadores con elástica verde y pantalón blanco…
Cuando el equipo cacereño saltaba al campo de tierra Tate, Mandés, Nandi, Fabio, Palma, Ibarreche, Ribón, Escalada, Valero, Pedrito, Santiago, Moreno Baeza, Urruchurtu, De Santos, una serie de figuras que quedan ahí, para siempre, incrustadas entre las páginas de la historia local cacereña, a través de las hemerotecas, se escuchaba hasta enronquecer por las gradas “Un repiripipí, rá”, “Un repiriripí, rá”, “Un repiriripí, ra, ra, rá”… Y, acto seguido, sin el menor respiro, por parte de una afición volcada con los suyos, retumbaba este otro: “Alabí, alabá, alabí, bon, ban”, (derivado del árabe, Alla’ibín áyya ba’ád alla’ib bón bád, “jugadores, venga ya, el juego va bien”), Cacereño, Cacereño, y nadie más”. Entonces: Un largo y gigante aplauso, un ambiente a caballo entre la emoción, la expectación y el anhelo por la victoria local.
La jornada se remataba, posteriormente, conociendo los resultados de todos los encuentros que se disputaban en el grupo del que formaba parte el Club Deportivo Cacereño, y que nos ofrecía antes que nadie el marcador del bar situado enfrente de Correos, gracias a la gentileza del ex futbolista Trellas, que atendía la barra y el marcador dominical.
Toda una película, de especial relieve en el alma del articulista, que va proyectándose con esa gigantesca velocidad del tiempo y que, al final, todo se lo lleva por delante. Inclusive aquellos ambientes y aquellos partidazos de los que se hablaba durante la semana, en las oficinas, en los colegios, en los comercios, en las barras de los bares, en los despachos, en los corrillos, junto al cálido ardor que nos brindaban unos jugadores que se dejaban la piel en el campo y a quienes mirábamos, con satisfacción y orgullo, al sentir la emoción de encontrarnos junto a ellos por las calles de la ciudad.
Tiempos aquellos que, lamentablemente, ya no volverán y que, sin embargo, se encuentran incrustados por entre las páginas de una parte de la historia cacereña.