A fe que no quiero saber hacia qué lado se inclina la balanza con el peso de la razón en las luchas dialécticas, casi siempre innecesarias y vacías, sin sustancia, que diría mi amigo Jenaro, en las que acostumbran a enzarzarse los mandamases de una y otra orilla de nuestra ribera parlamentaria, porque lo que me preocupa y me interesa, va más allá de pensamientos, palabras, obras y omisión.
Menos aún, ahora, quiero entender la transacción de intereses que, en nuestro nombre, ha sido desde siempre el motor a reacción del foro (juego lo llaman algunos) político, ni la compraventa que facilita el apoyo, el voto, el poder en definitiva, mientras que lo que importa, lejos de tendencias, inclinaciones y jaculatorias, se queda ‘a las puertas del cielo’.
Y picotean mis adentros las palabras de Jugurta, rey de Numidia, que sobornó a cuanto cónsul, pretor, cuestor, legado, tribuno y centurión encontró, dirigidas a Roma mientras la contemplaba, como cuenta Salustio Crispo, historiador del siglo I a. C.: “Urbem venalem et mature perituram, si emptorem invenerit”. (“Ciudad venal [sobornable] que perecería rápidamente si encontrara un comprador”).
No me da la gana entender esas maniobras en la oscuridad en momentos en los que, sobre ideologías, estrategias y motivaciones, hay que hacer frente a un implacable enemigo común que no levanta la voz; que no reconoce a proletarios, burgueses ni capitalistas; que no entiende de colectivos de género o número; que no le importan una higa la familia, la libertad, la marginación o la inclusión; un enemigo que se pasa por el forro de los caprichos los derechos de usted, compañero, y de usted, vecina, salud y vida incluidos; que campa por sus respetos entre unos y otras; que resiste, que nos dribla, que nos marca en zona y ‘al hombre’, que maneja los terrenos del embroque y que, hasta ahora, los garapullos no le hacen ni cosquillas.
En lugar de aunar intenciones (‘La unión hace la fuerza’ se llamaba aquel programa de televisión de los tiempos de Maricastaña) por encontrar el medio más rápido y mejor de recuperar lo que la ‘cosa’ nos ha ido birlando sin despeinarse, los que ejercen, señoritos/as de nueva estirpe, que lo son, por más que hablen de lo que hablan cuando hablan, se vienen dedicando a buscar palestra y momento para discutir, discutir y discutir. Hospital sí, hospital, no; medidas sí o las contrarias; confinamiento tú, estado de alarma yo; reuniones no, mítines si; tú cierras, yo abro; si ha habido sabotaje o no; si los autores son de aquí o son de allí; que los de aquí dicen que no y los de allí dicen que son los otros. Y mientras, el R.I.P. agrandando estadísticas sin esfuerzo.
Se enfrentan, se desacreditan en un desolado horizonte en el que la gente se queda sin trabajo, pasa hambre, enferma y muere; se dilapidan con discusiones histéricas y ridículas, priorizando el color de sus corbatas, azul, colorá, y sus variadas tonalidades, las más de las veces con asuntos que a nada llevan si hablamos del bien general, y por ende, nada tienen que ver con nosotros, españolito que vienes al mundo, que no podemos hacer otra cosa que cabecear de impotencia cada dos días y el del medio, oyendo las noticias para conocer que todo está como está.
Yo, ciudadano con arrugas y algún ideal trastabillado en los campos de la ilusión y la esperanza, convencido como dijo el poeta de que soy “una parte del todo”, que “ninguna persona es una isla”, y “la muerte de todo hombre me disminuye”, tengo para mí que los que dicen que gobiernan, los que apoyan, los de enfrente y aquellos otros, están gastando el tiempo de juego, el añadido y la prórroga, en desplantes, y variedades, y una cavernícola guerra de guerrillas, que amuerma.
Me parece que es tiempo de aparcar tácticas y artimañas, unir intenciones, “todos a una, como Fuenteovejuna”, por el bien de todos, y dejar de concebir irracionales rifirrafes, empeñados, parece, en demostrarnos que lo mejor que saben hacer es increpar al otro y lo que hace. Como si la situación, las persianas cerradas, o la vida al ralentí, no valiesen más de medio cuarto de maravedí.
Y es que, porque sí o por un descuido, parece que han cambiado el orden de su prioridad, están perdiendo la razón de su ser y su estatus, y equivocando la ‘causa causarum’ de los objetivos para los que han sido puestos ahí. Así, el orden de los factores sí altera el producto.
Porque el producto, la única razón de sus esfuerzos, desvelos, inquietudes y propósitos, por encima de discusiones, afrentas e insufrible demagogia, deberíamos ser nosotros, la gente, los de a pie y sus usos y costumbres; los invisibles que vamos y venimos con nuestras necesidades y nuestras pequeñas cosas; los que tienen que crecer, los que tienen que educar, los que tienen que aprender, los que producen, hemos producido y los que producirán.
Lo malo es que, como dijo Arthur Wellesley, duque de Wellington, “España es el único lugar del mundo donde dos y dos no suman cuatro”. ¡Pos eso!